“Los poetas no tienen biografías. Su obra es su biografía".
(Octavio Paz)
“El escritor que
sobrevive a su época es el que sabe expresarla de manera más adecuada y
concreta, con el mayor relieve y talento.”
(Denis de
Diderot)
El poeta es un
fingidor/ que finge constantemente, /que hasta finge que es dolor, el dolor que
en verdad siente.
(Fernando Pessoa)
Fernando Pessoa (Portugal, 1888-1935)
A modo de biografía:
Una tarde de junio de 1888 nace, en Lisboa, Fernando Antonio
Nogueira Pessoa.
Perdió a su padre a los cinco años de edad. Su madre vuelve a
casarse y, en 1896, se traslada con sus hijos a Durban, África del Sur, adonde
su segundo esposo había sido enviado como cónsul de Portugal.
Educación inglesa. Poeta bilingüe, la influencia sajona será
constante en su pensamiento y en su obra.
En Durban cursó sus estudios, en las aulas del convento de West
Street, en la High School y en la Comercial School.
En 1908 empieza a trabajar como traductor de correspondencia
extranjera (en francés e inglés) en varias casas comerciales, ocupación que,
ignorando mejores ofrecimientos, conservará toda la vida.
En 1914 empieza a escribir poemas de sus heterónimos. Colaboró
en diversas revistas culturales, donde publicó algunas de sus poesías.
Influido por filósofos como Nietzsche y Schopenhauer, introdujo
en su país algunas vanguardias estéticas de moda en la época, como el
modernismo o el futurismo.
En 1932 aspira al puesto de archivista en una biblioteca y lo
rechazan.
En los quince años transcurridos entre su regreso definitivo a
Lisboa, en 1905, y su instalación en el piso de la Rua Coelho de Rocha, en
1920, Pessoa cambió de casa unas quince veces. Durante más de la mitad de este
período vivió con una u otra de sus tías, o con los padres y los hermanos (en 1906-1907).
Nunca vivió solo hasta finales de noviembre de 1909. Ve a los amigos en la
calle y en el café. Nunca sabremos cuántas veces habrá bebido, solitario, en
tabernas y fondas del barrio viejo.
En 1920 se enamora, o cree que se enamora, de una empleada de
comercio: Ofelia (u Ophelia)
La misma Ofelia nos ha dejado testimonios de encuentros con el
poeta: “un día se cortó la luz en la oficina. Freitas no estaba y Osorio, el
cadete, había salido a hacer un trámite. Fernando fue a buscar una lámpara de
petróleo, la encendió y la puso encima del escritorio. Un poco antes me había
enviado una cartita donde sólo escribió: le ruego que se quede. Y yo me quedé,
como para ver qué pasaba. Me acuerdo que estaba de pie, poniéndome el saco,
cuando él entró en mi despacho. Se sentó en mi silla y yo me puse un poco
nerviosa. Sin saber qué decir, acabé de ponerme el saco y me despedí
precipitadamente. Fernando se levantó, con la lámpara en la mano, para
acompañarme hasta la puerta. Pero de repente me empujó contra la pared; sin que
yo lo esperase, me agarró por la cintura, me abrazó y, sin decir una palabra,
me besó apasionadamente, como si estuviera loco.”
Pero la locura, en este caso, no iba a durar mucho: poco después
le escribe una carta de ruptura, donde afirma que su “destino pertenece a otra
ley cuya existencia usted ni siquiera sospecha”[3].
No se le conocen otros amores.
Hace pocos años atrás, Ofelia publicó su correspondencia con
Pessoa, de la que extraemos un fragmento:
“Mi adorado
Fernandinho…
Es medianoche, me
estoy adormilando, pero estoy pensando siempre en mi amor. ¿También él estará
pensando en su bebé? Me temo que no. Estoy triste y confusa. Acabo de hablar
con el joven que quiere cortejarme y siento siempre las mismas cosas que tanto
me hacen pensar en mi Fernandinho, al amor que tengo por él, y si es
suficientemente sincero el amor que él dice sentir por mí, si merece el
sacrificio que estoy haciendo. Estoy rechazando a un muchacho que me adora (…)
Dime, pues, francamente, si soy algo para ti, mi Fernandinho.
¿Me has dicho alguna
vez que es lo que piensas realmente, qué quieres hacer conmigo? No, no sé nada.
Sólo sé que te amo y nada más. Pero eso no basta. Estoy completamente entregada
a mi Fernandinho. ¿Qué recompensa tendré? Te seré clara. Temo que tus efluvios
de amor terminen pronto (…) Temo que me digas, amor mío, que tengo razón al
pensar así. ¿Tendré de ti la recompensa que merezco? Temo que no la tendré,
dado que nunca me has hablado de ello.
Te juro, Fernandinho
mío, que prefiero alejarme de ti para siempre, por mucho que me cueste hacerlo,
antes de pensar que nunca seré tuya y que tendré que continuar como ahora.
Fernandinho, si nunca
pensaste en formar una familia y si tampoco ahora lo piensas, te pido en nombre
de todo y en nombre de la alegría de tu hermana, que me lo digas por escrito,
que me comuniques tus intenciones sobre mí (¡y no olvides las numerosísimas
veces que me has dicho, no que me amas, sino que me adoras!). Porque si tus
intenciones no fuesen lo que yo tanto deseo, prefiero romper para siempre
nuestra (mejor dicho) mi amistad… “. (28 de febrero de 1920).
En 1934 apareció Mensagem,
único libro que publicó en vida. De modo similar a como ocurre con Kafka, la
gran mayoría de su obra es póstuma.
Su gran vicio es la imaginación: sus pasiones son castas,
imaginarias, ascéticas y descarnadas. Por eso no se mueve de su silla. Bernardo
Soares, uno de sus semiheterónimos, nos dice:
“Puedo entender que
viaje quien no sea capaz de sentir. Por eso son siempre tan pobres como libros
de experiencia los libros de viaje, y si algo valen, valen nada más por la
imaginación de quien los escribe. Y si quien los escribe tiene imaginación,
tanto nos puede encantar con la descripción minuciosa, fotográfica de
estandartes, de paisajes que imaginó, como con la descripción, necesariamente
menos minuciosa, de paisajes que supuso ver. Somos todos miopes, excepto hacia
adentro. Sólo el sueño ve con la mirada”.
Anglófilo, miope, cortés, huidizo, vestido de obscuro, reticente
y familiar, cosmopolita que predica el nacionalismo, investigador solemne de
cosas fútiles, humorista que nunca sonríe y nos hiela la sangre, inventor de
otros poetas y destructor de sí mismo, autor de paradojas claras como el agua
y, como ella, vertiginosas: fingir es conocerse, misterioso que no cultiva el
misterio, misterioso como la luna del mediodía, taciturno fantasma del mediodía
portugués, apenas sabemos quién es Pessoa. ¿Acaso importa si nos queda su obra?
Pierre Hourcade, que lo conoció al final de su vida, escribe:
“Nunca, al despedirme, me atreví a volver la cara; tenía miedo de verlo
desvanecerse, disuelto en el aire”.
Como todos los grandes perezosos, se pasa la vida haciendo
catálogos de obras que nunca escribirá; y según les ocurre también a los
abúlicos, cuando son apasionados e imaginativos, para no estallar, para no
volverse loco, casi a hurtadillas, al margen de sus grandes proyectos, todos
los días escribe un poema, un artículo, una reflexión. Dispersión y tensión.
Todo marcado por una misma señal: estos textos fueron escritos por necesidad. Y
esto, la fatalidad, es lo que distingue a un escritor auténtico de uno que
simplemente tiene talento. Alguna vez escuché, no sé de quién y poco importa,
que el talentoso posee genio, mientras que el genio es poseído por su talento.
Aunque, repito, me desagrada el término, podría decirse que Pessoa fue un poeta
genial, a despecho de haber sido desparejo en la calidad de sus escritos.
Sus heterónimos:
Se ha gastado mucha tinta respecto al verdadero significado de
los heterónimos de Pessoa, pero mejor que citar a los estudiosos es transcribir
fragmentos de la famosa carta del poeta a Adolfo Casais Monteiro, uno de los
colaboradores de Presencia:
“El origen mental de mis heterónimos está en mi tendencia
orgánica y constante a la despersonalización y a la simulación. Estos fenómenos
–felizmente para mí y para los demás- se cristalizaron en mi mente; quiero
decir que no se manifiestan en mi vida práctica, exterior y de relación con la
gente; estallan hacia dentro y sólo yo los vivo (…).
Desde niño fui propenso a crear a mi alrededor un mundo
ficticio, a rodearme de amigos y conocidos que nunca existieron. (No sé,
entendámonos, si no existieron o si soy yo quien no existe. En estas cosas,
como en todas, no debemos ser dogmáticos.) Desde que me sé un yo, recuerdo
haber fijado mentalmente, con sus correspondientes figuras, movimientos,
caracteres e historias, varios personajes irreales que eran para mí tan visibles
y míos como las cosas que forman parte de lo que designamos, quizás
abusivamente, vida real. Esta tendencia, que me domina desde que me recuerdo
como un yo, me ha acompañado siempre, modificando en parte la melodía con que
me encanta, pero manteniendo siempre intacta su fuerza de encantamiento.
Así es como recuerdo al que me parece que fue mi primer
heterónimo, o mejor, mi primer conocido inexistente, un cierto Chevalier de Pas
de mis seis años, en cuyo nombre yo escribía cartas suyas dirigidas a mí mismo;
su figura, no totalmente brumosa, conquista todavía aquella zona de mis afectos
que linda con la nostalgia (…).
¿Cosas que ocurren a todos los niños? Seguramente –o quizá-.
Pero fue tal la intensidad con que viví esas figuras, que aún hoy las vivo;
tanto las recuerdo que debo realizar un gran esfuerzo par darme cuenta de que
no fueron realidades.
Esta tendencia a crear en mí otro mundo, igual a éste pero con
otra gente, nunca abandonó mi imaginación; atravesó varias etapas, entre las
cuales ésta, producida ya en la madurez. De repente se me ocurría algo, algo
que, por un motivo u otro, resultaba absolutamente ajeno a quien soy o a quien
supongo que soy. Inmediatamente, espontáneamente, exteriorizaba esa ocurrencia,
atribuyéndosela a cierto amigo mío cuyo nombre inventaba, cuya historia añadía
y cuya figura –cara, estatura, traje y gesto- en seguida veía yo ante mí. Así
fue como encontré y divulgué varios amigos y conocidos que nunca existieron
pero que, aún hoy, a casi treinta años de distancia, oigo, siento y veo.
Repito: oigo, siento, veo… Y extraño.
(…) Allá por 1912 me vino la idea de escribir unos poemas de
índole pagana. Esbocé algo en verso irregular (no en el estilo de Álvaro de
Campos, sino en el estilo de regularidad intermedia), y abandoné el asunto. Con
todo, y envuelto en penumbra, entreví un vago retrato de la persona que estaba
haciendo aquello (había nacido, sin que yo lo supiera, Ricardo Reis). Año y
medio, o dos años después, se me ocurrió tomarle el pelo a Sá-Carneiro
–inventar un poeta bucólico, de carácter complejo, y presentárselo, ya no
recuerdo cómo, inscripto en alguna forma de realidad-. Durante varios días me
empeñé en elaborar el poeta, pero nada conseguí. Un día en el que finalmente me
había dado por vencido –fue el 8 de marzo de 1914- me acerqué a una cómoda alta
y, tomando un manojo de papeles, comencé a escribir de pie, como escribo
siempre que puedo. Escribí más de treinta poemas seguidos, en una especie de
éxtasis cuya naturaleza no conseguiría definir. Fue el día triunfal de mi vida,
y nunca podré tener otro igual. Empecé con un título –El cuidador de rebaños-
y lo que siguió fue la aparición de alguien en mí, a quien, desde un primer
momento, di el nombre de Alberto Caeiro. Perdóneme el absurdo de la frase:
había aparecido en mí mi maestro. Fue esa la sensación inmediata que tuve. Y
tanto fue así que, una vez escritos esos treinta y tantos poemas, tomé
inmediatamente otro papel y escribí, también uno tras otro, los seis poemas que
constituyen la Lluvia oblicua,
de Fernando Pessoa. Inmediata y completamente… Fue el regreso de Fernando
Pessoa –Alberto Caeiro a Fernando Pessoa propiamente dicho-. O mejor, fue la
reacción de Fernando Pessoa contra su inexistencia como Alberto Caeiro.
Aparecido Alberto Caeiro, traté enseguida de descubrirle
–instintiva y subconscientemente- algunos discípulos. Arranqué de su falso
paganismo el Ricardo Reis latente, le descubrí el nombre y lo ajusté a sí
mismo, porque a esa altura ya lo veía. Y de repente, y en derivación opuesta a
la de Ricardo Reis, me surgió impetuosamente un nuevo individuo.
Arrolladoramente y escrita a máquina, sin enmiendas ni interrupciones, surgió
la Oda triunfal de Álvaro de Campos –la oda con ese
nombre y el hombre con el nombre que tiene.
Creé, entonces, una coterie inexistente. Fijé todo aquello en
moldes verosímiles. Gradué las influencias, conocí las amistades, oí, dentro de
mí, las discusiones y divergencias de criterio, y en todo esto me parece que
yo, que fui el creador de cuanto le digo, nada tuve que ver con ello.
(…) Yo veo, en el espacio incoloro pero real del sueño, los
rostros, los gestos, de Alberto Caeiro, Ricardo Reis y Álvaro de Campos. Fijé
sus edades y construí sus vidas. Ricardo Reis nació en 1887 (no recuerdo el día
ni el mes pero en algún lado los tengo anotados), es oriundo de Porto, médico,
y actualmente está en Brasil. Alberto Caeiro nació en 1889 y murió en 1915;
nació en Lisboa pero vivió casi toda su vida en el campo. No tuvo profesión y
careció casi completamente de educación. Álvaro de Campos nació en Tavira, el
día 15 de octubre de 1890 (a la 1,30 de la tarde, según dice Ferreira Gomes; y
es verdad, ya que hecho el horóscopo correspondiente a esa hora, los datos
coinciden con sus características). Como usted sabe, Campos es ingeniero naval
(graduado en Glasgow), pero ahora está en Lisboa, inactivo. Caeiro era de
estatura media y, aunque realmente frágil (murió tuberculoso), no parecía serlo
tanto como en verdad lo era. Ricardo Reis es un poco, pero muy poco, más bajo,
más fuerte, más seco. Álvaro de Campos es alto (1,75 de altura, dos centímetros
más que yo), delgado y con una leve tendencia a curvarse. Todos ellos tienen
cara afeitada; Caeiro rubio, sin color, ojos azules; Reis, moreno mate; Campos,
entre blanco y moreno, con un tipo que sugiere vagamente al del judío
portugués, si bien su cabello es lacio y habitualmente peinado con raya al
costado, usa monóculo. Caeiro, como le dije, no recibió prácticamente ninguna
educación, sólo instrucción primaria; perdió muy pronto a sus padres y vivió
siempre de una renta muy modesta. Compartió su casa con una tía vieja,
tía-abuela. Ricardo Reis, educado en un colegio de Jesuitas, es, como también
le dije, médico; vive en Brasil desde 1919, pues se expatrió espontáneamente
por ser monárquico; es un latinista de escuela y un semihelenista por educación
autodidacta. La educación secundaria de Álvaro de Campos fue vulgar; después lo
enviaron a Escocia para que estudiara ingeniería, primero mecánica y después
naval. Estando de vacaciones, realizó el viaje al Oriente del que resultó el
poema Opiario. Aprendió
latín con un tío de Beira que era cura.
¿Cómo escribo en nombre de los tres?... Caeiro, por pura e
inesperada inspiración; sin saber ni calcular qué irá a decir. Ricardo Reis,
después de una deliberación abstracta, que súbitamente se concreta en una oda.
Campos, cuando siento un súbito deseo de escribir y no sé, sin embargo, qué. Mi
semiheterónimo Bernardo Soares que, por lo demás, se parece en muchas cosas a
Álvaro de Campos, aparece siempre que estoy cansado y somnoliento, cuando están
en mí como suspendidas las cualidades del razonamiento y la inhibición; su
prosa es un constante devaneo. Es un semiheterónimo porque, aunque su
personalidad no es la mía, no difiere empero de ella; es, respecto de ésta, una
simple mutilación. Soares soy yo menos el razonamiento y la afectividad. Su
prosa, a no ser por lo que el razonamiento infunde de tenue a la mía, es igual
a ésta; también el portugués es el mismo. En cambio Caeiro escribía mal en
portugués. Campos, razonablemente pero con lapsus como decir (por ejemplo) ‘yo
propio’ en lugar de ‘yo mismo’, etcétera. Reis, mejor que yo, pero con un
purismo que considero exagerado. Lo difícil para mí es escribir la prosa de
Reis –todavía inédita- o la de Campos. La simulación en verso es más fácil,
incluso porque es más espontánea.”
¿Qué podemos agregar a lo dicho por el autor? La psicología nos
ofrece diversas explicaciones. El mismo Pessoa propone dos o tres, una incluso
cruelmente patológica: “probablemente soy un histérico-neurasténico (…) y esto
explica, bien o mal, el origen orgánico de los heterónimos”.
No es que las explicaciones estén bien o estén mal, sino que son
incompletas. Un neurótico es un poseído; el que domina sus trastornos: ¿es un
enfermo? El neurótico padece sus obsesiones; el creador es su dueño y las
transforma. Pessoa cuenta que desde niño vivía entre personajes imaginarios.
(“No sé, entendámonos, si no existieron o si soy yo quien no existe. En estas
cosas, como en todas, no debemos ser dogmáticos.)”
Pero ¿qué es un heterónimo? Según Pessoa, “la obra seudónima es
del autor en su persona, salvo que firma con otro nombre; la heterónimo es del
autor fuera de su persona”. El personaje,
agregamos nosotros, es una creación del autor, el heterónimo es un personaje que
es un autor. No basta con que se nos diga que Ricardo Reis y Álvaro de Campos
son poetas como Balzac nos dice que Canalis es un poeta; es necesario que nos
muestre sus obras y que esas obras posean individualidad y carácter propios.
Acuerdo plenamente con Octavio Paz cuando sugiere que ni Pessoa
es un mentiroso ni su obra es una superchería. Es terrible que la mente
moderna, que tolera las mentiras más flagrantes y las realidades más indignas,
no pueda soportar la existencia de la fábula. La obra de Pessoa no es más ni
menos que eso: una fábula, una ficción. El arte, entre otras cosas, tiene que
ver con el juego. El arte no se reduce al juego, pero sin juego no puede haber
arte.
La autenticidad de los heterónimos depende de su coherencia
poética, de su verosimilitud. Fueron creaciones necesarias, pues de otro modo
el autor no habría consagrado su vida a vivirlos y crearlos; lo que cuenta
ahora no es que hayan sido necesarios para su autor sino si lo son también para
nosotros. Pessoa, su primer lector, no dudó nunca de su realidad. Reis y Campos
dijeron lo que quizá él nunca habría dicho. Al contradecirlo, lo expresaron; al
expresarlo, lo obligaron a inventarse. Escribimos para ser lo que somos o para
ser aquello que no somos. En uno o en otro caso, nos buscamos a nosotros
mismos. Y si tenemos la suerte de encontrarnos –señal de creación-
descubriremos que somos un desconocido. Siempre el otro, siempre él,
inseparable, ajeno, con su tara y la mía, tú siempre conmigo y siempre solo.
Pessoa es un encantador hechizado por su propia obra, sus
heterónimos lo juzgan, sus creaciones nos juzgan también a nosotros, sus
lectores.
“Alberto Caeiro es mi maestro”: Caeiro es el sol alrededor del
cual giran Reis, Campos y el mismo Pessoa. En todos ellos hay partículas de negación
o de irrealidad: Reis cree en la forma, Campos en la sensación, Pessoa en los
símbolos. Caeiro no cree en nada: existe. El sol es la vida henchida de sí; el
sol no mira porque todos sus rayos son miradas convertidas en calor y luz; el
sol no tiene conciencia de sí porque en él pensar y ser son uno y lo mismo.
Para finalizar con esta especie de biografía-introducción a su
obra, digamos que Pessoa murió, minado por el alcohol, en 1935. No dejó
descendientes, testamento ni bienes. Tampoco tuvo continuadores, no podía
tenerlos: su escritura es inimitable.
Es posible que la brillantez de Pessoa como poeta y
prosista haya disminuido su valoración como pensador. En estos extractos
autobiográficos que les copio puede verse su extraordinaria fineza y profundidad
de juicio. Algunas de sus afirmaciones tienen ecos nietzscheanos, sobre todo en
su desconfianza hacia las opiniones del público.
Escritos autobiográficos:
[1917-1918]
Por mí, mi egoísmo es la superficie de mi dedicación.
Mi espíritu vive constantemente en el estudio y en el cuidado de la Verdad, y
en el escrúpulo de dejar, cuando deje la ropa que me liga a este mundo, una
obra que sirva al progreso y al bien de la Humanidad.
Reconozco que el sentido intelectual que ese Servicio
de la Humanidad toma en mí, en virtud de mi temperamento, me aparta, muchas
veces, de las pequeñas manifestaciones que en general revelan el espíritu
humanitario. Los actos de caridad, la dedicación por así decir cotidiana son
cosas que raras veces aparecen en mí, aunque nada haya en mí que represente su
negación.
En todo caso, reconozco, en justicia para conmigo
mismo, que no soy más egoísta que la mayoría de los individuos, mucho menos lo
soy que la mayoría de mis colegas en las artes y en las letras. Les parezco
egoísta a aquellos que, por un egoísmo absorbente, exigen la dedicación de los
otros como un tributo.
[1926]
Tengo treinta y ocho años y me siento más nuevo cada
año, porque todos los años estoy más próximo de no haber realizado nunca cosa
alguna en la vida. La realización nos envejece. Todo tiene su precio; el precio
de la realización es la pérdida de la juventud. Sólo la falta de objetivos y un
modo de vida inconsecuente –si la palabra “modo” puede ser aplicada a una tal
ausencia de rumbo- nos mantienen jóvenes. No me casé y por eso me mantuve libre
tanto de los placeres especiales como de los cuidados propios de esa especie de
asociación; y el bien y el mal de ese estado son igualmente envejecedores.
Nunca me establecí en una posición o en un rumbo de vida, ni siquiera en una
opinión que durase más que el minuto pasajero con que fue defendida. (...)
Nunca hice un esfuerzo real detrás de ninguna cosa, ni apliqué fuertemente mi
atención excepto a cosas fútiles, innecesarias y ficticias. Me siento joven
porque he vivido de esa manera. Dirá el señor que no presté ningún servicio a
la humanidad, sea lo que fuera que “servicio” y “humanidad” signifiquen, y
podría hablar hasta que las últimas estrellas desapareciesen sin que nadie me
diese pruebas sobre la utilidad del servicio o el significado de humanidad.
Pero presté a muchas personas el servicio de no estar en su camino. No competí
con las ambiciones de ningún hombre, ni me puse en el camino de la grandeza
natural de ningún loco. He procedido de modo idéntico con el hombre bueno y con
el hombre malo, no consideré peor al criminal que al hombre común, como en los
días victorianos de mi infancia, o mejor, como en los días “jorgianos” de mi actual
juventud. Quedo más joven todos los días porque nunca hice nada y no puedo
envejecer... Soy un espectador de mí mismo y de los tiempos, y no me siento
menos sabio que los grandes hombres de este pequeño mundo. Soy, por eso, capaz,
por un uso natural de la imaginación y de la fantasía, de extraer imperios de
encuentros casuales y de endilgar nuevos mundos ( ).
Sucede que tengo precisamente aquellas cualidades que
son negativas para los fines de influir, de cualquier modo que sea, en la
generalidad de un ambiente social.
Soy, en primer lugar, un raciocinador, y, lo que es
peor, un raciocinador minucioso y analítico. Ahora bien, el público no es capaz
de seguir un raciocinio, y el público no es capaz de prestar atención a un
análisis.
Soy, en segundo lugar, un analizador que busca, cuanto
en sí cabe, descubrir la verdad. Ahora bien el público no quiere la verdad,
sino la mentira que más le agrade. Se añade que la verdad –en todo, y
mayormente en cosas sociales- es siempre compleja. Ahora bien el público no comprende
ideas complejas. Es preciso darle sólo ideas simples, generalidades vagas, esto
es, mentiras, aunque partiendo de verdades; pues dar como simple lo que es
complejo, dar sin distinción lo que cumple distinguir, ser general donde
importa particularizar, para definir, y ser vago en materia donde lo que vale
es la precisión, todo esto da como resultado mentir.
Soy, en tercer lugar, y por eso mismo es que busco la
verdad, tan imparcial cuanto en mí cabe ser. Ahora bien el público, movido
íntimamente por sentimientos y no por ideas, es orgánicamente parcial. En
consecuencia no sólo le desagrada o no interesa, por extraño a su índole, el
mismo tonode
imparcialidad, sino que más aún lo agrava el de concesiones, de restricciones,
de distinciones que es preciso usar para ser imparcial. Entre nosotros, por
ejemplo, y en la mayoría de los pueblos del ser de Europa, o se es católico, o
se es anticatólico, o se es indiferente al catolicismo, porque a todo. Si yo,
sin embargo, hiciera un estudio sobre el catolicismo, donde forzosamente
tendría que decir mal y bien, que señalar ventajas mezcladas con desventajas,
que indicar defectos aliviados por virtudes, ¿qué me sucedería? No me
escucharían los católicos, que no aceptarían lo que yo hablase mal del
catolicismo. No me escucharían los indiferentes, para quienes todo el asunto no
pasaría de una lata ilegible. Así resultaría absolutamente inútil ese estudio
mío, por cuidado y escrupuloso que fuese –diría, hasta tanto más inútil, porque
tanto menos aceptable para el público cuanto más cuidado y escrupuloso fuese.
(...)
Las sociedades son conducidas por agitadores de
sentimientos, no por agitadores de ideas. Ningún filósofo hizo camino sino
porque sirvió, en todo o en parte, a una religión, a una política o a cualquier
otro modo social del sentimiento.
Si la obra de investigación, en materia social, es por
lo tanto socialmente inútil, salvo como arte y en lo que contenga de arte, más
vale emplear lo que en nosotros haya de esfuerzo en hacer arte, que en hacer
medio-arte”.
(...)
Disolvente, socialmente, es la doctrina social de lo
que no está. Fue disolvente y antisocial, en el sentido de perjudicar el orden
y la armonía de los pueblos, el cristianismo cuando el paganismo era la
civilización. Fue disolvente y antisocial la Reforma, cuando la civilización de
Europa era católica. Fue disolvente y antisocial la doctrina de la Revolución Francesa,
cuando la civilización de Europa era el Antiguo Régimen...
¿Quiere esto decir que no hay doctrinas disolventes
sino por su situación ocasional? Eso mismo quiere decir. La más “radical” de
las doctrinas, en cuanto sea universalmente aceptada, es una doctrina
conservadora; la más “conservadora”, si a esa altura se opusiera a aquélla,
será “radical”.
¿Quiere decir esto que no hay principios fundamentales
en la vida de las sociedades? No quiere decir esto; quiere decir sin embargo
que, si los hay, no los conocemos. No hay ciencia social, no sabemos cómo
nacen, cómo se conservan o no se conservan, cómo crecen o decrecen, cómo se
debilitan o mueren, las sociedades...
(...)
Puedo aceptar la doctrina de que la cultura y el arte
son un mal, de que es paz y no sonetos lo que más importa a la humanidad. ¿Pero
cuáles son las circunstancias que producen la paz, cuáles las que no la
producen? Encontraremos las mismas causas produciendo diferentes efectos, o,
mejor, encontraremos las mismas circunstancias con diferentes resultados –lo
que quiere decir que no son causas, sino coincidencias, que cualquier cosa que
se considera una ventaja social, sea una sinfonía o la comida segura, puede
aparecer en circunstancias sociales diferentes, sin que sepamos nunca de dónde vino
la sinfonía, por qué se consiguió que la comida no faltase”.
Aún hoy, a 70 años de su muerte, sus obras no han sido
publicadas por completo.
Pessoa-él-mismo:
En ocasiones, Pessoa parece concebir al hombre como una suerte
de insecto ciego e inane que zumba contra una ventana cerrada. Instintivamente
presiente que hay luz y calor más allá del vidrio, pero es ciego y no puede
verla, ni puede ver aquello que se interpone entre él y la luz. Por eso lucha
confusamente por acercarse a ella. Puede apartarse de la luz, pero no consigue
aproximarse a ella más de lo que le vidrio lo permite. ¿Cómo ira a ayudarlo la
ciencia? Puede descubrir la irregularidad y las protuberancias propias del
vidrio, puede constatar que el cristal es aquí más grueso y por allá más fino,
más grosero de un lado y en otra zona más delicado. ¿Pero hasta qué punto se
aproxima el científico a la luz? ¿Y el filósofo?
Nuestro autor, desde joven, siente cierta inclinación por la
filosofía. Sin embargo, a lo largo de su obra, Pessoa nos muestra que el poeta
auténtico consigue de algún modo atravesar el vidrio y salir a la luminosidad
exterior; siente calor y satisfacción por haber ido más lejos que todos los
hombres, pero duda de si está más cerca o no de conocer la eterna Verdad.
Muchos, nos dice Pessoa, “se apartan del vidrio por el lado
equivocado, pero al encontrarse a sí mismos lejos del vidrio gritan, alrededor,
‘lo atravesamos’”.
Pessoa es un poeta inspirado por la filosofía, y no un filósofo
con facultades poéticas (como puede ser el caso de Platón). Como sus
heterónimos, el poeta portugués ve poesía en todo. No sólo en la naturaleza
–que incluye la tierra, el mar, los lagos, las orillas de los ríos –; sino
también en la ciudad: en un papel, en una mesa, en un letrero, en un mendigo
buscando restos de comida, en un almacenero de rostro cansado, en el aroma del
sándalo, en las latas viejas de una pila de basura, en una caja de fósforos
caída en la cuneta, en dos papeles sucios que, en un día ventoso, se
arremolinan y persiguen a través de la calle.
La poesía, para Pessoa, es asombro, admiración como de un ser
caído de los cielos que toma plena conciencia de su caída, asombrado con lo que
ve.
Cuando contaba con tan solo 19 años declaró, refiriéndose a su
familia: “no hay comprensión de mi estado mental; no, ninguna. Se ríen de mí,
se burlan de mí, no me creen; dicen que deseo
seralguien extraordinario. No pueden comprender que entre ser y desear ser
extraordinario apenas hay la diferencia de acrecentarle conciencia a ese
deseo(...)
No tengo nadie en quien confiar. Mi familia no me entiende para
nada. A mis amigos no los puedo molestar con estas cosas. No tengo amigos
verdaderamente íntimos, y aunque hubiera un amigo íntimo, como el mundo lo
entiende, aún así no sería íntimo en el sentido en que yo entiendo la
intimidad. Soy tímido y no me gusta dar a conocer mis angustias. Un amigo
íntimo es uno de mis ideales, uno de mis sueños, pero un amigo íntimo es algo
que nunca tendré (...)
Amante o enamorada no tengo; es otro de mis ideales y un ideal
pleno, hasta en su alma, de una total no-existencia. No puede ser como yo lo
sueño. ¡Ay de mí!
¿Por qué soy tan infeliz? Porque soy lo que no debo ser. Porque
la mitad de mí no está hermanada con la otra mitad, la conquista de una es la
derrota de la otra, y habiendo derrota hay sufrimiento; mi sufrimiento en
cualquiera de los casos.
La mitad de mí es noble y grandiosa, y la mitad de mí es pequeña
y vil. Ambas son yo. Cuando la parte de mí que es grandiosa triunfa, sufro
porque a la otra mitad –que también es verdaderamente yo mismo, que no conseguí
alienar de mí. Le duele eso. Cuando la parte inferior de mí triunfa, la parte
noble sufre y llora.
Lágrimas innobles o lágrimas nobles, todas son lágrimas”.
Fragmentos de Pessoa-él-mismo:
¡Duerme,
vivir es nada!
¡Duerme,
es en vano todo!
Si
alguien halló el camino,
Lo halló
en la confusión,
Con el
alma engañada.
No hay
lugar ni día
Para
quien quiere hallar,
Ni paz ni
alegría
Para
quien, por amar,
En quien
ama, confía.
Mejor
donde las ramas
Sin ser
tejen doseles
Quedar
como quedamos,
Sin
pensar ni querer,
Dando lo
que no damos.
***
Tengo
piedad de las estrellas,
Que
brillan desde hace tanto,
Desde
hace tanto tiempo…
Tengo
piedad de ellas.
¿No habrá
un cansancio
De las
cosas,
De todas
las cosas,
Como de
las piernas o de un brazo?
Un
cansancio de existir,
De ser,
Sólo de
ser,
O ser
triste brillar o sonreír…
¿No
habrá, en fin,
Para las
cosas que son,
No la
muerte, pero sí
Otra
especie de fin,
O una
gran razón,
Alguna
cosa así
Como un
perdón?
Navidad
Nace un
dios. Otros mueren. La Verdad
Ni vino
ni se fue: el Error cambió.
Tenemos
ahora otra Eternidad,
Y siempre
es mejor lo que pasó.
Ciega, la
Ciencia la inútil gleba labra.
Loca, la
Fe vive el sueño de su culto.
Un nuevo
dios es sólo una palabra.
No lo
busques ni creas: todo es oculto.
Comentario
a “Eróstrato y la búsqueda de la inmortalidad:
La fama póstuma es algo demasiado extraño como para culpar a la
ceguera del mundo o a la corrupción del ambiente literario. Tampoco puede
decirse que sea la amarga recompensa de aquellos que se adelantaron a su
tiempo, como si la historia fuese una carrera donde algunos contendientes
corren tan rápido que simplemente desaparecen de la vista de los espectadores.
Por el contrario, la fama póstuma suele estar precedida por el reconocimiento
más alto entre los colegas. Cuando Kafka murió en 1924, de los pocos libros que
había publicado apenas se habían vendido unos doscientos ejemplares, pero para
sus amigos literarios y los pocos lectores que por accidente habían llegado a
conocer esos breves trozos de prosa (todavía no se había publicado ninguna de
sus novelas) estaba fuera de toda duda que era uno de los maestros de la prosa
moderna.
Séneca decía que “para la fama no basta la opinión de uno”, a
pesar de que es suficiente para la amistad y el amor. Ninguna sociedad puede
funcionar correctamente sin una clasificación, sin una disposición de las cosas
y los hombres en clases y tipos ordenados. Esta clasificación necesaria es la
base para toda discriminación social, y la discriminación, no obstante la
actual opinión contraria, es tanto un elemento constitutivo del ámbito social
como la igualdad es (o debería ser) un elemento constitutivo de lo político. Lo
decisivo es que en la sociedad, todos deben responder a la pregunta: qué soy
–diferente de quién soy- y la respuesta, obviamente, nunca puede ser: soy
único, no por la arrogancia implícita sino porque esa respuesta carecería de
sentido.
La fama póstuma parece ser la suerte de los inclasificables, de
aquellos cuyos trabajos no encajan dentro del orden existente ni introducen un
nuevo género que lleve a una futura clasificación. Los intentos de escribir “al
estilo Pessoa” llevan a quienes lo intentan a un fracaso rotundo, y sólo sirven
para enfatizar el carácter único del poeta portugués. La auténtica originalidad
no puede hallarse en ningún predecesor ni tiene seguidores.
Pero dejemos que Pessoa nos hable a través de su “Eróstrato...”
Fragmentos de “Eróstrato[4] y la búsqueda de la inmortalidad”:
Si alguien quiere entender claramente lo que significa la
presión de un nombre conocido, lo único que necesita es figurarse la siguiente
hipótesis. Supóngase un libro de poemas, publicado hoy por un poeta
desconocido. Supóngase que ese libro está compuesto por grandes poemas de
grandes poetas. Supóngase que se lo somete a la recensión de un crítico
competente, que por obra de un extraño azar resulta que ignora todos los poemas
allí publicados, aun cuando los poetas allí representados le son familiares. ¿Alguien
supone que el crítico competente, aunque estuviese a su alcance escribir,
digamos, el artículo de fondo de The
Times Literary Supplement (es
lo menos que merecería ese libro), escribiría algo más que una breve reseña, en
cuerpo 6, en la sección bibliográfica de ese periódico? Y el poeta tendría
suerte si fuese mencionado en las líneas del texto.
La presión de un nombre conocido no significa que el crítico
pensará que un poema es bueno o malo en función de un nombre conocido. Pero
prestará especial atención, palabra por palabra y frase por frase, al poema de
un poeta reputado; no hará nada de eso por un desconocido absoluto. Si alguien
se tomara el trabajo, como yo me lo tomé, de hacer pasar como obra de un poeta
desconocido, o de sí mismo (esto es lo que yo hice), el poema de un poeta
celebrado, o si hace pasar algunos versos desconocidos por versos de un poeta
celebrado, descubrirá esto con mucha facilidad. En ambos casos, y por motivos
opuestos, los versos deben ser buenos o la prueba no será legítima.
* * *
Toda celebridad vive, en verdad, sólo en la medida en que puede
ser leída o en que se lee acerca de ella. El hombre de acción no vive más allá
de su acción; es el historiador quien lo hace vivir. Toda celebridad es en
verdad literaria, porque la literatura es la verdadera memoria de la humanidad.
A veces, ésta puede hacer trucos, y entonces es la prensa periódica.
* * *
Hay sólo dos tipos de humor constante con los que vale la pena
vivir la vida -con el gozo noble de la religión, o con la pena noble de haberla
perdido. El resto es vegetación, y sólo una botánica psicológica puede
interesarse por una humanidad tan diluida.
Aun así es admisible pensar que hay un tipo de grandeza en
Eróstrato -una grandeza que no comparte con otros ingresantes menores y abruptos
a la fama. Él, un griego, puede ser pensado como alguien que poseía esa
delicada percepción y ese calmo delirio de belleza que aún distinguen la
memoria de su clan de gigantes. Puede entonces ser concebido que haya
incendiado el templo de Diana en un éxtasis de dolor, con una parte suya
también quemada en la furia de su hazaña equivocada. Podemos adecuadamente
concebir que haya superado los afanes de un remordimiento futuro, y que se haya
enfrentado a un horror interior en trueque por la longanimidad de la fama. Su
acto puede ser comparado, de cierta manera, con ese elemento terrible de la
iniciación de los Templarios, que después de dar pruebas primero de ser
absolutos creyentes en Cristo -como cristianos en la tradición general de la
Iglesia, y como gnósticos ocultos y, por lo tanto en la gran tradición
particular de la cristiandad- debían escupir el crucifijo en la iniciación. El
acto puede verse, desde un punto de vista moderno, como no más que humanamente
revulsivo, porque no somos creyentes, y, cuando, desde los románticos,
desafiamos a Dios y al infierno, desafiamos cosas que para nosotros están
muertas, y por lo tanto retamos simplemente a cadáveres. Pero ningún coraje
humano, en cualquier campo o mar donde los hombres son valientes por mera audacia,
se puede comparar con el horror de esa iniciación. El Dios sobre el que
escupían era la sustancia sagrada de la redención. Miraban hacia el infierno
cuando sus bocas se mojaban con la blasfemia necesaria. De esa manera puede
concebirse a Eróstrato, salvo por el hecho de que la tensión que provoca el
amor a la belleza es menos que la convicción de una verdad sentimental.
Concibámoslo así, entonces, para poder justificar su recuerdo.
* * *
Los realistas hacen las pequeñas cosas y los románticos, las grandes.
Un hombre tiene que ser realista para ser el gerente de una fábrica de clavos.
Debe ser un romántico para ser un gerente del mundo.
Es necesario un realista para encontrar la realidad; es
necesario un romántico para crearla. Napoleón es sólo un poeta, Cromwell un
entusiasta, César un retórico.
La distancia entre Henry Ford y John Milton es siempre más
grande en el tren de vuelta.
La realización es la muerte, porque es el fin. Los románticos se
sobreviven, son encarnaciones perpetuas de sí mismos.
* * *
El Imperio es la donación de la libertad, la derivación de
nuestro exceso de vida en un despertar de las vidas inferiores de otros. De
antiguo, el Imperio era considerado una tiranía, pero la tiranía es esclavitud
para el tirano, porque sólo es tirano quien no tiene fuerza de mando. Sólo se
rodea de muros aquel que no tiene en su poder muros para rodear a los hombres.
El tirano es el primero de los esclavos, porque es un esclavo del concepto de
tiranía.
Sólo es emperador quien es mayor que los hombres sobre quienes
impera. ¿Cómo podría un tontuelo, recostado, como cualquier usurero o mal
marido, sobre la opresión de aquellos que no se pueden rebelar, ser mayor que
esos hombres que, en el peor de los casos, tienen su misma avaricia, su misma
astucia y su misma mezquindad, y difieren de él sólo en los accidentes del
nacimiento y de la fortuna, o en la mala fortuna de la sinrazón del mundo?
La condición de amo no se muestra, se posee.
* * *
Si hesitamos en sentir lástima por el toxicómano que se satura a
sí mismo con cocaína, ¿por qué deberíamos sentir lástima por el toxicómano
todavía más estúpido que ingiere velocidad en lugar de cocaína?
En tiempos del Renacimiento, la vida era más veloz y más
sanamente febril que en nuestros tiempos. Sir Philip Sydney fue embajador a la
edad de dieciséis años.
La lentitud de nuestra vida es tal que no nos consideramos
viejos a los cuarenta años. La velocidad de los vehículos nos ha quitado la
velocidad de nuestras almas. Vivimos muy lentamente, y ésa es la razón por la
que nos aburrimos tan fácil. La vida se ha tornado un campo para nosotros. No
trabajamos lo suficiente y fingimos que trabajamos demasiado. Nos movemos muy
rápido desde un punto en donde nada se hace hasta otro donde no hay nada que
hacer, y llamamos a esto la prisa febril de la vida moderna. No se trata de la
fiebre de la prisa, sino de la prisa por la fiebre. La vida moderna es un ocio
agitado, un apartarse agitado del movimiento ordenado.
* * *
Las relaciones entre el arte y la moral son extraordinariamente
simples, puesto que tanto los defensores de que no hay ninguna relación como
sus oponentes están en lo cierto. Objetivamente, no hay ninguna relación entre
el arte y la moralidad, por la simple razón de que el arte es arte y la
moralidad es moralidad, y por la misma razón por la que no hay relaciones entre
la verdad y la moralidad. La moralidad, de todos modos, en tanto es el esfuerzo
por elevar la vida humana, por darle un valor humano, tiene por lo tanto
relaciones con toda la vida humana. Y la vida humana incluye al arte y la
verdad.
Las mismas relaciones existen entre la belleza y la verdad. Yo
puedo, si tuviera el poder para hacerlo, basar un espléndido poema en la
suposición de que el Sol gira alrededor de la Tierra; ninguna injuria a
Copérnico afectará necesariamente el ritmo de mi verso. Mas, en tanto y en
cuanto utilizo un supuesto tan patentemente erróneo, así alejaré a mi poema de
cualquier contacto con la vida -esto es, aun cuando no con el arte, con aquello
a lo que el arte pertenece.
Mi mentira no dañará el efecto artístico de mi poema, pero
dañará el efecto de elevación del cual el efecto artístico es meramente un
aspecto. Porque -y aquí llegamos al fundamento- elevar es el fin del arte más
alto, y su fin es entonces el mismo que el fin de la moral. Mi poema puede
elevar en tanto poema; dejará de elevar en tanto producto viviente.
Todos los grandes artistas trabajan bajo la orden instintiva que
se dan a sí mismos de crear algo que, a través de la contemplación, elevará la
mente del que contempla hacia algo ideal en sí mismo, o hacia la forma ideal de
una cosa real. Esto puede observarse en el mero hecho del verso, que es el medio
de la más alta de las artes, o del ritmo, como en la música, que es el medio de
la más poderosa de ellas. El verso es la forma de lenguaje ideal, es
artificialmente superior; el ritmo es la forma ideal -la figura artificial- del
sonido. Ahora cualesquiera que sean las formas de elevación, rebajarse no es
una de ellas. Todos los grandes artistas evitan la verdadera inmoralidad -esto
es, aquello que sienten que es inmoral- en su arte, porque ello está fuera de
sus propios esfuerzos y propósitos artísticos; directamente juega en contra de
ellos, y no sólo disminuye el valor objetivo del producto, no como simple arte
sino como arte humano, o elemento de elevación, sino que también hace lo mismo
de manera subjetiva, por la división de la atención que causa en el artista. El
efecto es similar a la introducción de teología o moralidad discursiva en un
poema.
* * *
A la posteridad, dice Faguet, le gustan sólo los escritores
concisos: la postérité n´aime
que les écrivains concis. Los hombres siempre leerán, aun cuando les traiga
problemas, lo inmediato temporal, por lo que puede haber en ello que ataña a
su, por así decir, interés privado. Siempre leerán una novela de quinientas
páginas dedicada a su propia época, así como leerán un manuscrito de quinientas
páginas acerca de la historia de su familia, o de la de sus vecinos. Pero el
pasado sólo los atraerá mediante la perfección y la brevedad. Es curioso cómo
muchos hombres, que son críticos desastrosos de sus contemporáneos, son lúcidos
acerca del pasado. Esto se ve frecuentemente en quienes escriben historia; y el
hombre que juzga a Walpole con un instinto sociológico apreciable será incapaz
de aplicar los mismos principios, si es que tiene alguno, al análisis del
actual primer ministro. En el momento en que llega a casa, vuelve a salir.
La fama, en lo que respecta a los poetas menores y a los
prosistas menores, se irá estrechando de antología en antología. De aquí a cien
años, será imposible publicar una edición completa de Byron, o de Shelley o de
Goethe el poeta o de Hugo. Inclusive las ediciones modernas de esos escritores
serán reducidas por la presión y el tumulto del tiempo: las cien páginas en las
que conocemos ahora a Wordsworth se convertirán en cincuenta; las cincuenta en
las que conocemos a Coleridge tal vez lleguen a ser menos de diez. Cada nación
tendrá sus grandes libros fundamentales y una o dos antologías del resto. La
competencia entre los muertos es más terrible que la competencia entre los
vivos; los muertos son más.
* * *
El esfuerzo concentrado que requiere producir incluso un pequeño
poema bueno excede la incapacidad constructiva, la mezquindad del
entendimiento, la futilidad de la sinceridad y la desordenada pobreza de
imaginación que caracterizan a nuestros tiempos. Cuando Milton escribía un soneto,
lo escribía como si su vida dependiese de ese solo soneto. Ningún soneto
debería ser escrito con otro espíritu. Un poema puede ser una paja, pero
debería ser la paja a la que se aferra el poeta moribundo.
El gran arte no es trabajo de periodistas, sea que escriban en
periódicos o no.
La gran influencia científica de la segunda mitad del siglo
pasado no fue recibida. Produjo materialismo en lugar de espíritu científico.
El hombre en la calle oía hablar de frenología, de astrología o de alquimia, y
decía que estaban podridas. El espíritu científico debería llevarlo a no decir
nada o a examinar cada cosa directamente. La frenología (aunque absurda) fue
expulsada del campo científico por mero prejuicio religioso, y uno de los
deleites de Némesis es que su gradual rehabilitación haya sido obra de un
alienista católico, Grasset. La alquimia regresó con la química más reciente.
La astrología es verificable, si alguien se toma el trabajo de verificarla. Por
qué las estrellas influyen sobre nosotros es una pregunta difícil de contestar,
pero no es una pregunta científica. La pregunta científica es: ¿influyen sobre
nosotros o no? La razón por la que eso podría ocurrir es metafísica y no altera
el hecho, una vez que descubrimos que es un hecho.
Los grandes novelistas, los grandes artistas y las otras grandes
cosas de nuestra época señalan con orgullo su fortuna y su público. Deberían
tener al menos el coraje de burlar a sus inferiores del pasado. Wells debería
reírse de Fielding y Shaw de Shakespeare; de hecho, Shaw en efecto se ríe de
Shakespeare.
Ellos tienen la celebridad que la época puede darles; tienen la
fortuna que viene con esa celebridad; tienen los honores y la posición que se
sigue de una o de ambas. No pueden pretender la inmortalidad. Lo que los dioses
dan, lo venden, decían los griegos. Y a los niños ingleses se les dice que no
pueden guardarse la torta que han comido.
* * *
Ocurrirá de inmediato preguntar cómo es que el genio llega, de
la manera que sea, a ser apreciado. Si hay, en su obra, un aspecto novedoso de
lo que es permanente en la humanidad, y si, en virtud de ese aspecto novedoso,
se aparta de la época en la que vive, ¿cómo es que, precisamente por esa misma
novedad, no se aparta también de las generaciones o de los períodos que le
siguen? No hay en este hecho misterio ni dificultad de explicación.
La vida, y por lo tanto, la vida social, es un sistema de
acciones y reacciones. El carácter de cada período está determinado por el
hecho de que reacciona contra el período inmediatamente anterior. La vida
social es convención y fórmula, y siempre lo será. Las convenciones envejecen y
las fórmulas se tornan evidentes. Cuando esto ocurre, surge una nueva época
que, con razón, proclama falsas las convenciones y las fórmulas de la época
precedente, y procede a aclamar como Naturaleza las convenciones igualmente
convencionales y las fórmulas igualmente formulistas que construye para sí. El
observador menos avisado de la vida social notará esto. No hay época más
claramente convencional, formulista y artificial que la nuestra; pero ninguna
época ha chillado más contra las fórmulas precedentes -las de lo que alguien ha
llamado la Era Victoriana.
Ahora bien, el genio está precisamente en la misma situación que
la generación siguiente. También se opone a la época en la que vive. Hay
entonces una coincidencia entre la función del genio y la función de la época
posterior a él. Y la coincidencia se convierte en confluencia porque esa época
posterior, al oponerse a la época anterior, busca una base en ella, y la base que
hay en ella es el hombre de genio. El hombre de genio se convierte así tanto en
el creador como en el hijo de la época siguiente.
Los hombres de genio o bien se tornan célebres en su propia
época -porque también tienen talento o ingenio- o, al no poseerlos, y siendo
por ello tratados fríamente por su época, son celebrados en la época siguiente.
Nunca se vuelven famosos dos o tres épocas más tarde. Nótese que me refiero al
genio -no a meros aspectos del genio o a curiosidades literarias, que pueden
ser descubiertas, olvidadas y vueltas a descubrir una y otra vez.
Álvaro de Campos:
Campos está condenado a mirarse y juzgarse a sí mismo. Pese a su
amor a los viajes, está siempre prisionero de su propia mirada. Su desdicha es
de nacimiento; temprano, muy temprano, por ésta o aquella circunstancia,
pareciera ser que se ha dado cuenta de la verdadera significación de una frase
que todos repetimos sin pensarla demasiado: soy
yo. Los cristianos llaman a ese malestar “presencia del pecado original”;
los modernos lo llaman angustia, conciencia de existir, neurosis, trauma. Pero
¿es una enfermedad? ¿No es ella más bien una suerte de falla (en el sentido
geológico), de fisura, que nos constituye? Y no hay que quejarse demasiado de
sus estragos: le debemos casi todas las grandes obras y los actos nobles que
iluminan un poco la historia sombría de los hombres.
Campos se siente fascinado por este mundo, y al minuto la
realidad que lo circunda lo asquea. Busca lo absoluto detrás del espectáculo de
las cosas, pero no lo encuentra. No encuentra a nada ni a nadie, salvo a sí
mismo. Pero Campos no es narcisista, quizá como Kafka, no está fascinado por
sus perfecciones, sino por sus defectos. Su psicología es la de un ególatra que
se aborrece, se hastía y se impregna de bilis y sarcasmo. Oscila entre el
embeleso ante su persona y el desprecio, la bajeza y la sublimidad, el
entusiasmo y la apatía, las rebeliones fútiles y las niñerías crueles. El mal
lo hechiza, más como idea que como acción real; su crimen es mental, y ni bien
comete una indignidad se arrepiente en el acto. Su enamoramiento es menos del
pecado que de la expiación. Los momentos se aceleran o arrastran como babosas,
los estados de ánimo modernos no le permiten demorarse en el arrepentimiento,
sino pasar de un lugar a otro, de un estado de ánimo a su contrario. En una
hora, casi sin moverse de su sitio, pasa por multitud de horrores y beatitudes.
El mundo es su limbo. Está condenado a su libertad, y a no saber
qué demonios hacer con ella. Busca lo absoluto, lo vislumbra y lo cambia por
alguna quimera vistosa.
Hay momentos en que parece indomablemente salvaje, pese a ser
extremadamente civilizado. Su pesimismo es completo y radical, y no se siente
responsable de los males ni las injusticias sociales.
Las pasiones de Campos son intensas, pero puramente
intelectuales. Pasiones violentas y, más que pasiones, arranques, estallidos,
desahogos de un alma grande, exasperada y hasta los bordes repleta de sí misma.
Pasiones intelectuales, no carnales. Campos ignora el cuerpo, la caricia, el
abrazo, los besos, los oleajes y las descargas de las sensaciones. Ignora las
miradas, los suspiros, las confidencias, la ternura. Desprecia o no sabe de las
vertientes eróticas de la existencia.
Fragmentos de Álvaro de Campos:
En la
noche terrible, sustancia natural de todas las
noches,
En la
noche de insomnio, sustancia natural de todas mis
noches,
Recuerdo,
velando en modorra incómoda,
Recuerdo
lo que hice y lo que podía haber hecho en la
vida.
Recuerdo,
y una angustia
Se
derrama por mí como un frío del cuerpo o un miedo.
Lo
irreparable de mi pasado: ¡ese es el cadáver!
Todos los
otros cadáveres quizá sean ilusiones.
Todos los
muertos quizá estén vivos en otra parte.
Todos mis
propios momentos pasados quizá existan por
ahí,
En la
ilusión del espacio y del tiempo,
En la
falsedad del devenir.
Pero lo
que yo no fui, lo que yo no hice, lo que ni
siquiera soñé;
Lo que
sólo ahora veo que debería haber hecho,
Lo que
sólo ahora claramente veo que debería haber
sido...
Es lo que
está muerto más allá de todos los Dioses,
Eso –y
fue al fin lo mejor de mí- es lo que ni los
Dioses hacen vivir...
Si a
cierta altura
Hubiese
doblado hacia la izquierda en lugar de hacia la
derecha;
Si a
cierta altura
Hubiese
dicho sí en lugar de no, o no en lugar de sí;
Si en
cierta conversación
Hubiese
tenido las frases que sólo ahora, en el
entresueño, elaboro...
Si todo
eso hubiese sido así,
Sería
otro hoy, y tal vez el universo entero
Sería
llevado insensiblemente a ser otro también.
Pero no
doblé hacia el lado irreparablemente perdido,
No doblé
ni pensé en doblar, y sólo ahora lo percibo,
Pero no
dije no o no dije sí, y sólo ahora veo lo que no
dije;
Pero las
frases que faltó decir en ese momento me
surgen todas,
Claras,
inevitables, naturales,
La
conversación cerrada concluyente,
La
materia toda resuelta...
Pero sólo
ahora lo que nunca fue, ni será hacia atrás, me
duele.
Lo que de
veras fallé no tiene ninguna esperanza
En ningún
sistema metafísico.
Puede ser
que para otro mundo pueda llevar lo que
soñé,
¿Pero
podré llevar para otro mundo lo que me olvidé de
soñar?
Esos sí,
los sueños por tener, son el cadáver.
Lo
entierro en mi corazón para siempre, para todo el
tiempo, para todos los universos.
En esta
noche donde no duermo, y el sosiego me cerca
Como una
verdad de la que no participo,
Y allá
fuera la luna, como la esperanza que no tengo, es
invisible para mí.
***
El sueño
que desciende sobre mí,
El sueño
mental que desciende físicamente sobre mí,
El sueño
universal que desciende individualmente sobre
mí:
Ese sueño
Parecerá
a los otros el sueño de dormir,
El sueño
de la voluntad de dormir,
El sueño
de ser sueño.
Pero es
más, más de adentro, más de arriba:
Es el
sueño de la suma de todas las desilusiones,
Es el
sueño de ser sueño.
Pero es
más, más de adentro, más de arriba:
Es el
sueño de la suma de todas las desilusiones,
Es el
sueño de la síntesis de todas las desesperanzas,
Es el
sueño de tener mundo conmigo allá dentro
Sin que
yo hubiese contribuido en nada para eso.
El sueño
que desciende sobre mí
Es sin
embargo como todos los sueños.
El
cansancio tiene al menos blandura,
El
abatimiento tiene al menos sosiego,
La
rendición es la menos el fin del esfuerzo,
El fin es
al menos el ya no tener que esperar.
Hay un
sueño de abrir una ventana,
Vuelvo
indiferente la cabeza hacia la izquierda
Por
encima del hombre que la siente,
Miro por
la ventana entreabierta:
La
muchacha del segundo piso de enfrente
Se asoma
con los ojos azules en busca de alguien.
¿De
quién?,
Pregunta
mi indiferencia.
Y todo
eso es sueño.
Dios mío,
¡tanto sueño!...
***
Todas las
cartas de amor son
Ridículas.
No serían
cartas de amor si no fuesen
Ridículas.
También
escribí en mi tiempo cartas de amor,
Como las
otras,
Ridículas.
Las
cartas de amor, si hay amor,
Tienen
que ser
Ridículas.
Pero, al
fin,
Sólo las
criaturas que nunca escribieron
Cartas de
amor
Son
Ridículas.
Quién me
diera en el tiempo en que escribía
Sin darme
cuenta
Cartas de
amor
Ridículas.
La verdad
es que hoy
Mis
recuerdos
De esas
cartas
Son
Ridículos.
(Todas
las palabras esdrújulas,
Como los
sentimientos esdrújulos,
Son
naturalmente
Ridículos.)
Lisbon
revisited (1923)
No: no
quiero nada.
Ya dije
que no quiero nada.
¡No me
vengan con conclusiones!
La única
conclusión es morir.
¡No me
traigan estéticas!
¡No me
hablen de moral!
¡Sáquenme
de aquí la metafísica!
¡No me
pregonen sistemas completos, no me alineen
conquistas
De las
ciencias (¡de las ciencias, Dios mío, de las
ciencias!),
De las
ciencias, de las artes, de la civilización moderna!
¿Qué mal
hice yo a los dioses todos?
Si tienen
la verdad, ¡guárdensela!
Soy un
técnico, pero tengo técnica sólo dentro de la
técnica.
Fuera de
eso soy loco, con todo el derecho de serlo.
Con todo
el derecho de serlo, ¿oyeron?
¡No me
fastidien, por amor de Dios!
¿Me
querían casado, fútil, contribuyente y cotidiano?
¿Me
querían lo contrario de esto, lo contrario de
cualquier cosa?
Si yo
fuese otra persona, les daría, a todos, el gusto.
¡Así,
como soy, tengan paciencia!
¡Váyanse
al diablo sin mí
O déjenme
ir al diablo solo!
¿Para qué
hemos de ir juntos?
¡No me
toquen en el brazo!
Me
molesta que me toquen en el brazo. Quiero estar
solo.
¡Ya dije
que estoy solo!
¡Ah, qué
importuno querer que yo tenga compañía!
¡Oh cielo
azul! –el mismo de mi infancia-,
¡Eterna
verdad vacía y perfecta!
¡Oh suave
Tajo ancestral y mudo,
Pequeña
verdad donde el cielo se refleja!
¡Oh pena
revisitada, Lisboa de antes de hoy!
Nada me
dais, nada me quitáis, nada sois que yo me
sienta.
¡Déjenme
en paz! No tardo, que yo nunca tardo…
¡Y en
tanto tarda el Abismo y el Silencio quiero estar
solo!
Al
margen
¡Aprovechar
el tiempo!
¿Pero qué
es el tiempo, para que yo lo aproveche?
¡Aprovechar
el tiempo!
Ningún
día sin una línea…
El
trabajo honesto y superior…
El
trabajo en Virgilio, En Milton…
¡Pero es
tan difícil ser honesto o superior!
¡Es tan
poco probable ser Milton o ser Virgilio!
¡Aprovechar
el tiempo!
Arrancar
del alma los bocados precisos –ni más ni
menos-
Para
juntar con ellos los cubos ajustados
Que hacen
grabados ciertos en la historia
(Y son
ciertos también del lado de abajo que no se ve)…
Poner las
sensaciones en castillo de cartas, pobre China
de las veladas.
Y los
pensamientos en dominó, igual contra igual,
Y la
voluntad en carambola difícil.
Imágenes
de juegos o de paciencias o de pasatiempos:
Imágenes
de la vida, imágenes de las vidas, Imagen de la
Vida.
Verbalismo…
Sí,
verbalismo…
¡Aprovechar
el tiempo!
No tener
un minuto que el examen de conciencia
desconozca…
No tener
una acto indefinido ni facticio…
No tener
un movimiento disconforme con propósitos…
Buenas
maneras del alma…
Elegancia
de persistir…
¡Aprovechar
el tiempo!
Mi
corazón está cansado como mendigo verdadero
Tabaquería
No soy nada.
Nunca seré nada.
No puedo querer ser
nada.
Aparte de eso, tengo
en mí todos los sueños del mundo.
Ventanas de mi cuarto,
De mi cuarto de uno de
los millones del mundo que
nadie sabe quién es
(Y si supieran quién
es, ¿qué sabrían?),
Dais hacia el misterio
de una calle cruzada
constantemente por gente,
Hacia una calle
inaccesible a todos los pensamientos,
Real, imposiblemente
real, cierta, desconocidamente
cierta,
Con el misterio de las
cosas debajo de las piedras y de
los seres,
Con la muerte poniendo
humedad en las paredes y
cabellos blancos en los hombres,
Con el Destino
conduciendo el carro de todo por el
camino de nada.
Estoy vencido hoy,
como si supiese la verdad.
Estoy lúcido hoy, como
si estuviese por morir,
Y no tuviese más
hermandad con las cosas
Que una despedida,
volviéndose esta casa y este lado de
la calle
La hilera de vagones
de un tren, y un silbato de partida
Dentro de mi cabeza,
Y una sacudida de mis
nervios y un crujir de huesos al
salir.
Estoy perplejo hoy,
como quien pensó y halló y olvidó.
Estoy dividido hoy
entre la lealtad que debo
A la Tabaquería del
otro lado de la calle, como cosa real
por fuera,
Y a la sensación de
que todo es sueño, como cosa real
por dentro.
Fracasé en todo.
Como no tuve ningún
propósito, tal vez todo fuese nada.
La enseñanza que me
dieron,
Descendí de ella por
la ventana de detrás de la casa.
Fui hasta el campo con
grandes propósitos.
Pero allí encontré
sólo hierbas y árboles.
Y cuando había gente
era igual a la otra.
Salgo de la ventana ,
me siento en una silla. ¿En qué he de
pensar?
¿Qué sé yo del que
seré, yo que no sé lo que soy?
¿Ser lo que pienso?
¡Pero pienso ser tantas cosas!
¡Y hay tantos que
piensan ser lo mismo que no puede
haber tantos!
¿Genio? En este momento
Cien mil cerebros se
conciben en sueños genios como yo,
Y la historia no
señalará, ¿quién sabe? , ni uno,
Ni habrá sino
estiércol de tantas conquistas futuras.
No, no creo en mí...
¡En todos los
manicomios hay locos pensativos con tantas
certezas!
¿Yo, que no tengo
ninguna certeza, soy más cierto o
menos cierto?
No, ni en mí…
¿En cuántas
bohardillas y no-bohardillas del mundo
no hay a esta hora
genios-para-sí-mismos soñando?
¿Cuántas aspiraciones
altas y nobles y lúcidas,
Sí, verdaderamente
altas y nobles y lúcidas,
Y hasta realizables,
Nunca verán la luz del
sol real ni hallarán oídos de gente?
El mundo es para quien
nace para conquistarlo
Y no para quien sueña
que puede conquistarlo, aunque
tenga razón.
He soñado más que
Napoleón.
He apretado a un pecho
hipotético más humanidades que
Cristo,
He hecho filosofías en
secreto que ningún Kant ha escrito.
Pero soy, y tal vez
seré siempre, el de la bohardilla,
Aunque no viva en ella;
Seré siempre el que no nació para eso;
Seré siempre sólo el que tenía cualidades;
Seré siempre el que
esperó que le abriesen la puerta al pie
de una pared sin puerta
Y cantó la canción del
Infinito en un gallinero,
Y oyó la voz de Dios
en un pozo tapado.
¿Creer en mí? No, ni
en nada.
Derrámame la
Naturaleza sobre la cabeza ardiente
Su sol, su lluvia, el
viento que me busca el cabello,
Y el resto que venga
si viniere, o tuviera que venir, o no
venga.
Esclavos cardíacos de
las estrellas,
Conquistamos el mundo
entero antes de levantarnos de la
cama;
Pero despertamos y es
opaco,
Nos levantamos y es
ajeno,
Salimos de casa y es
la tierra entera,
Más el sistema solar y
la Vía Láctea y lo Indefinido.
(¡Come chocolates,
pequeña;
¡Come chocolates!
Mira que no hay más
metafísica en el mundo que los
chocolates
Mira que las
religiones todas no enseñan más que la
confitería.
¡Come, pequeña sucia,
come!
¡Pudiese comer
chocolates con la misma verdad con que
tú los
comes!
Pero yo pienso, y al
tirar papel de plata, que es hoja de
estaño
Echo todo al suelo,
como he echado la vida.)
Pero al menos queda la
amargura de lo que nunca seré
La caligrafía rápida
de estos versos,
Pórtico partido para
lo Imposible.
Pero al menos me
consagro a mí mismo un desprecio
sin lágrimas,
Noble al menos en el
amplio ademán con que arrojo
La ropa sucia que soy,
sin orden, para el decurso de las
cosas,
Y quedo en casa sin
camisa.
(Tú, que
consuelas, que no existes y por eso consuelas,
O diosa griega,
concebida como estatua que fuese viva,
O patricia romana,
imposiblemente noble y nefasta,
O princesa de
trovadores, gentilísima y colorida,
O marquesa del siglo
dieciocho, escotada y distante,
O cocotte célebre del tiempo de nuestros padres,
O no sé qué moderno-
no concibo bien qué- ,
Todo esto, sea lo que
fuere, que seas, ¡si puede inspirar,
que
inspire!
Mi corazón es un cubo
vaciado.
Como los que invocan
espíritus me invoco
A mí mismo y no
encuentro nada.
Llego a la ventana y
veo la calle con una nitidez absoluta.
Veo las tiendas, veo
los paseos, veo los carros que pasan,
Veo los entes vivos
vestidos que se cruzan,
Veo los perros que
también existen,
Y todo esto me pesa
como una condena al destierro,
Y todo esto me es
extraño, como todo.)
Viví, estudié, amé, y
hasta creí,
Y hoy no hay mendigo a
quien no envidie sólo por no
ser yo.
Le miro a cada uno los
andrajos y las llagas y la mentira,
Y pienso: tal vez
nunca vivieses ni estudiases ni amases ni creyeses
(Porque es posible
hacer la realidad de todo eso sin hacer
nada de
eso);
Tal vez hayas existido
apenas, como un lagarto a quien le
cortan la
cola
Y que es cola para acá
del lagarto revolviéndose.
Hice de mí lo que no
supe,
Y lo que podía hacer
de mí no lo hice.
El disfraz que vestí
era equivocado.
Me tomaron luego por
quien no era y no desmentí, y me
perdí.
Cuando
quise quitarme la máscara,
Estaba
pegada a la cara.
Cuando la
tiré y me vi en el espejo,
Ya había
envejecido.
Estaba
ebrio, ya no sabía vestir el disfraz que no había
tirado.
Acosté
fuera a la máscara y dormí en el guardarropas
Por ser
inofensivo
Y voy a
escribir esta historia para probar que soy sublime.
Esencia
musical de mis versos inútiles,
Quién me
diera encontrarte como algo que yo hiciese,
Y no
quedase siempre enfrente de la Tabaquería de
enfrente,
Pisando
bajo los pies la conciencia de estar existiendo,
Como un
tapete en que un ebrio tropieza
O una
espuerta que los gitanos robaron y no valía nada.
Pero el
Dueño de la Tabaquería llegó a la puerta y se
quedó en la puerta.
Lo miro
con la incomodidad de la cabeza mal doblada
Y con la
incomodidad del alma malentendiendo.
Él morirá
y yo moriré.
Él dejará
el letrero, y yo dejaré versos.
A cierta
altura morirá el letrero también, y los versos
también.
Después
de cierta altura morirá la calle donde estuvo el
letrero,
Y la
lengua en que fueron escritos los versos.
Morirá
después el planeta girador en que todo esto se dio.
En otros
satélites de otros sistemas cualquier cosa como
gente
Continuará
haciendo cosas como versos y viviendo
debajo de cosas como letreros,
Siempre
una cosa enfrente de la otra,
Siempre
una cosa tan inútil como la otra,
Siempre
lo imposible tan estúpido como lo real,
Siempre
el misterio del fondo tan cierto como el sueño
de misterio de la superficie,
Siempre
esto o siempre otra cosa o ni una cosa ni otra.
Pero un
hombre entró en la Tabaquería (¿para comprar
tabaco?),
Y la
realidad plausible cae de repente sobre mí.
Me yergo
a medias enérgico, convencido, humano,
Y voy a
intentar escribir estos versos en que digo lo
contrario.
Enciendo
un cigarro al pensar en escribirlos
Y saboreo
en el cigarro la liberación de todos los
pensamientos.
Sigo el
humo como una ruta propia,
Y gozo,
en un momento sensitivo y competente,
La
liberación de todas las especulaciones
Y la
conciencia de que la metafísica es una consecuencia
de estar indispuesto.
Después
me echo para atrás en la silla
Y
continúo fumando.
Mientras
el Destino me lo conceda, continuaré fumando.
(Si yo me
casase con la hija de mi lavandera
Tal vez
fuese feliz.)
Visto
esto, me levanto de la silla. Voy a la ventana.
El hombre
salió de la Tabaquería (¿metiendo el cambio
en el bolsillo de los pantalones?).
Ah, lo
conozco: es Esteves, sin metafísica.
(El Dueño
de la Tabaquería llegó a la puerta.)
Como un instinto
divino Esteves se volvió y me vio,
Me dijo
adiós, le grité ¡Adiós,
Esteves!, y el universo
Se
reconstruyó sin ideal ni esperanza, y el Dueño de la
Tabaquería sonrió.
Alberto Caeiro:
Caeiro no es un filósofo: es un sabio. Los pensadores tienen
ideas; para el sabio vivir y pensar no son actos separados. Por eso es
imposible exponer las ideas de Sócrates o Lao-tse. No dejaron doctrinas, sino
un puñado de anécdotas, enigmas y poemas. La doctrina del filósofo incita a la
refutación; la vida del sabio es irrefutable. Ningún sabio ha proclamado que la
verdad se aprende; lo que han dicho todos, o casi todos, es que lo único que
vale la pena de vivirse es la experiencia de la verdad. La debilidad de Caeiro
no reside en sus ideas (más bien ésa es su fuerza); consiste en la irrealidad
de la experiencia que dice encarnar.
Nombrar, en Caeiro, es ser. La palabra con que nombra a la
piedra no es la piedra pero tiene la misma realidad que la piedra. Caeiro no se
propone nombrar a los seres y por eso nunca nos dice si la piedra es un ágata o
un guijarro, si el árbol es un pino o una encina. Tampoco pretende establecer
relaciones entre las cosas; la palabra como no figura en su vocabulario; cada cosa
está sumergida en su propia realidad. Si Caeiro habla es porque el hombre es un
animal de palabras, como el pájaro es un animal alado. El hombre habla como el
río corre o la lluvia cae.
El poeta inocente es un mito pero es un mito que funda a la
poesía. El poeta real sabe que las palabras y las cosas no son lo mismo y por
eso, para restablecer una precaria unidad entre el hombre y el mundo, nombra
las cosas con imágenes, ritmos, símbolos y comparaciones. Las palabras no son
las cosas: son los puentes que tendemos entre ellas y nosotros. El poeta es la
conciencia de las palabras, es decir, la nostalgia de la realidad real de las
cosas. Cierto, las palabras también fueron cosas antes de ser nombres de cosas.
Lo fueron en el mito del poeta inocente, esto es, antes del lenguaje. Las
opacas palabras del poeta real evocan el habla de antes del lenguaje, el
entrevisto acuerdo paradisíaco. Habla inocente: silencio en el que nada se dice
porque todo está dicho, todo está diciéndose. El lenguaje del poeta se alimenta
de ese silencio que es habla inocente. Pessoa, poeta real y hombre escéptico,
necesitaba inventar a un poeta inocente para justificar su propia poesía. Reis,
Campos y Pessoa dicen palabras mortales y fechadas, palabras de perdición y
dispersión: son el presentimiento o la nostalgia de la unidad. No es un azar
que Caeiro muera joven, antes de que sus discípulos inicien su obra. Es su
fundamento, el silencio que los sustenta.
Fragmentos
de Alberto Caeiro:
De “El
cuidador de rebaños”
No tengo
ambiciones ni deseos.
Ser poeta
no es una ambición mía.
Es mi
manera de estar solo.
(…)
Me siento
nacido a cada instante
Para la
eterna novedad del Mundo…
Creo en
el mundo como en un malquerer,
Porque lo
veo. Pero no pienso en él
Porque
pensar es no comprender nada…
El mundo
no se hizo para pensar en él
(Pensar
es estar enfermo de los ojos)
Sino para
mirarlo y estar de acuerdo…
Yo no
tengo filosofía: tengo sentidos…
Si hablo
de la Naturaleza no es porque sepa lo que es,
Sino
porque la amo, y la amo por eso,
Porque
quien ama nunca sabe lo que ama
Ni sabe
por qué ama, ni qué es amar…
Amar es
la eterna inocencia,
Y la
única inocencia es no pensar…
IX
Soy un
cuidador de rebaños
El rebaño
son mis pensamientos
Y mis
pensamientos son todos sensaciones.
Pienso
con los ojos y con los oídos
Y con las
manos y los pies
Y con la
nariz y la boca.
Pensar
una flor es verla y olerla
Y comer
una fruta es conocerle el sentido.
Por eso
cuando en un día de calor
Me siento
triste de gozarlo tanto,
Y me echo
a gusto sobre la hierba,
Y cierro
los ojos calientes,
Siento
todo mi cuerpo echado en la realidad,
Sé la
verdad y soy feliz.
XX
El Tajo
es más bello que el río que corre por mi aldea,
Pero el
Tajo no es más bello que el río que corre por
mi aldea
Porque el
Tajo no es el río que corre por mi aldea.
El Tajo
tiene grandes navíos
Y anda en
él todavía,
Para
aquellos que ven en todo lo que no está allí,
La
memoria de las aves.
El Tajo
desciende de España
Y el Tajo
entre en el mar por Portugal.
Todo el
mundo lo sabe.
Pero
pocos saben cuál es el río de mi aldea
Y hacia
dónde va
Y de
dónde viene.
Y por
eso, porque pertenece a menos gente,
Es más
libre y mayor el río de mi aldea.
Por el
Tajo se va al Mundo.
Más allá
del Tajo está América
Y la
fortuna de los que la encuentran.
Nadie
pensó nunca en lo que hay más allá
Del río
de mi aldea.
El río de
mi aldea no hace pensar en nada,
Quien
está a su lado sólo está a su lado.
XXII
Como el
que un día de Verano abre la puerta de su casa
Y acecha
el calor de los campos con todo su rostro,
A veces,
de repente, la Naturaleza me golpea de lleno
En el
rostro de mis sentidos,
Y yo
quedo confuso, perturbado, queriendo percibir
No sé
bien cómo ni qué…
¿Pero
quién me mandó a mí percibir?
¿Quién
dijo que había que percibir?
Cuando el
Verano me pasa por el rostro
La mano
leve y caliente de su brisa,
Sólo
tengo que sentir agrado porque es brisa
O sentir
desagrado porque es caliente,
Y de
cualquier manera que lo sienta,
Así,
porque lo siento, mi deber es sentirlo…
XXIX
No
siempre soy igual en lo que escribo y digo.
Cambio,
pero no cambio mucho.
El color
de las flores no es el mismo al sol
Que
cuando pasa una nube
O cuando
entre la noche
Y las
flores son color de sombra.
Pero
quien mira bien ve que son las mismas flores.
Por eso
cuando parezco no concordar conmigo,
Fíjense
bien en mí:
Si estaba
vuelto a la derecha,
Me volví
ahora a la izquierda,
Pero soy
siempre yo, firme sobre los mismos pies,
El mismo
de siempre, gracias al cielo y a la tierra
Y a mis
ojos y oídos atentos
Y a mi
clara simplicidad de alma…
XXXIX
¿El
misterio de las cosas, dónde está?
¿Dónde
está que no aparece
Por lo
menos a mostrarnos que es misterio?
¿Qué sabe
el río de eso y qué sabe el árbol?
¿Y yo,
que no soy más que ellos, qué sé de eso?
Siempre
que miro las cosas y pienso en lo que los
hombres piensan de ellas,
Río como
un arroyo que suena fresco entre las piedras.
Porque el
único sentido oculto de las cosas
Es que no
tienen ningún sentido oculto,
Es más
extraño que todas las extrañezas
Y que los
sueños de todos los poetas
Y los
pensamientos de todos los filósofos,
Que las
cosas sean realmente lo que parecen ser
Y no haya
nada que comprender.
Sí, es lo
que mis sentidos aprendieron solos:
Las cosas
no tienen significado: tienen existencia.
Las cosas
son el único sentido oculto de las cosas.
Bernardo Soares:
Como ha
sido dicho, Soares no es un heterónimo, sino un semiheterónimo del autor. Es una
mutilación de Pessoa, no una réplica, sino un énfasis de algunos de sus rasgos
característicos.
El libro (he copiado fragmentos de un libro que tiene más de
quinientas páginas) puede leerse de manera tradicional, esto es, de forma
lineal; también puede optarse por una lectura aleatoria, con zambullidas aquí y
allá, viendo los diversos fragmentos como una suerte de refugio sapiencial, un
oráculo al cual recurrir en momentos clave, antes que dejarse arrastrar por un
río de aguas extremadamente melancólicas.
Como bien dice Richard Zenith en la introducción a la edición
española aparecida recientemente, la honestidad es la virtud por excelencia de
los grandes escritores, para quienes las cosas más personales se vuelven, por
la alquimia de la verdad, universales. Fue necesaria la simulación para que
Pessoa llegue a ser asombrosamente auténtico y honesto consigo mismo. Fue
siendo tan auténticamente portugués que nuestro autor pudo ser un poeta
universal (como ocurre, entre nosotros, con Borges).
En la prosa altamente musical de Bernardo Soares, Pessoa
escribió a su siglo y nos escribió a nosotros: hasta los infiernos y paraísos
que habitan en cada uno, incluso pese a que, como el autor, no seamos
creyentes. No hay, en estas páginas, ninguna esperanza, ni siquiera ningún
deseo de remisión, salvación o cosa parecida. Tampoco hay autocompasión, ni
embelesamiento ante a su condición irremediablemente humana. Bernardo Soares no
confiesa nada, salvo en el sentido de reconocer. Cuenta, relata su propio ser,
porque es el paisaje que tiene más cerca, el que le es más familiar, el más
real. Y es un caos.
Fragmentos de Bernardo Soares (libro del desasosiego):
(Fragmento 12)
En estas impresiones sin nexo, ni deseo de nexo, narro
indiferentemente mi autobiografía sin hechos, mi historia sin vida. Son mis
Confesiones y si en ellas nada digo, es que nada tengo que
decir.
(Fragmento 1)
Nací en un tiempo en el que la mayoría de los jóvenes habían
dejado de creer en Dios, por la misma razón que sus mayores habían creído en Él
–sin saber por qué. Siendo así, y dado que el espíritu humano tiende
naturalmente a criticar porque siente y no porque piensa, la mayoría de esos
jóvenes eligió la Humanidad como sucedáneo de Dios. Pertenezco, sin embargo, a
esa especie de hombres que están siempre al margen de aquello a lo que
pertenecen y no ven sólo la multitud de la que forman parte, sino también los
grandes espacios que hay a sus costados. Por eso, ni abandoné a Dios tan
ampliamente como ellos, ni acepté nunca la Humanidad. Consideré que Dios, si
bien improbable, podría ser y en consecuencia, también ser adorado; pero que la
Humanidad, siendo una mera idea biológica cuyo significado se limita a la
especie animal humana, no era más digna de adoración que cualquier otra especie
animal. Este culto de la humanidad, con sus ritos de Libertad e Igualdad, me
pareció siempre una resurrección de los cultos antiguos, en que los animales
eran como dioses, o los dioses tenían cabezas de animales.
De tal manera, no sabiendo creer en Dios, y no pudiendo en una
suma de animales, me ubiqué, como alguna otra gente marginal, a esa distancia
de todo a la que vulgarmente se la llama Decadencia. La Decadencia es la
pérdida total de inconsciencia; porque la inconsciencia es el fundamento de la
vida. El corazón, si pudiese pensar, se detendría.
***
Le pedí tan poco a la vida y hasta ese poco la vida me negó. Una
hebra de sol, el campo, un poco de paz con un poco de pan, que no me pese mucho
el saber que existo, y no exigir nada a nadie, ni que nadie exija nada de mí.
Todo esto me fue negado, como quien niega una limosna no por falta de bondad,
sino por no tener que desabrocharse el abrigo para darla.
***
(Fragmento 6)
Escribo, triste, en mi cuarto quieto, solo, como siempre he
sido, solo como siempre seré. Y pienso si mi voz, tan poca cosa en apariencia,
no encarna la sustancia de miles de voces, el hambre de decirse de miles de
vidas, la paciencia de millones de almas, sumisas como la mía al destino
cotidiano, al sueño inútil, a la esperanza sin vestigios. En este momento mi
corazón palpita con más fuerza por la conciencia que tengo de que palpita. Vivo
más porque sabiéndolo es más lo que vivo. Siento en mi persona una energía
religiosa, una especie de oración, algo así como un clamor. Pero la reacción
contra mí se precipita desde la inteligencia… Me veo en el cuarto piso alto de
la Rua dos Douradores; me presencio con sueño; observo, sobre el papel medio
escrito, la vida vana sin belleza y el cigarrillo barato que se consume
mientras lo sostengo sobre el secante viejo. ¡Aquí yo, en este cuarto piso, interpelando
a la vida!, ¡diciendo qué sienten las almas!, ¡escribiendo prosa como los
genios y los célebres! ¡Aquí yo, así!...
***
(Fragmento 14)
Saber que será mala la obra que nunca estará acabada. Peor,
empero que ella, será la que nunca se empiece a escribir. La que se inicia
queda, al menos, iniciada. Será pobre pero real, como la planta mezquina en la
maceta única de mi vecina inválida. Esa planta es su alegría, y a veces también
la mía. Lo que escribo, aún sabiendo que es malo, puede sin embargo dar unos
momentos de distracción de lo peor a uno u otro espíritu apenado o triste. Eso
me basta o no me basta, pero de algún modo sirve, y así es toda la vida.
Un hastío que incluye sólo el anticipo de más hastío; la pena,
ya sentida, de sentir pena mañana por la pena sentida hoy –grandes marañas sin
utilidad y sin verdad, grandes marañas…
***
(Fragmento 49)
Soy capaz, a solas conmigo, de idear incontables dichos
ingeniosos, respuestas rápidas a lo que nadie dijo, fulguraciones de una
sociabilidad inteligente entablada con nadie; pero toda esa capacidad se me
desvanece si estoy ante otro físicamente existente, pierdo la inteligencia, la
fluidez para decir, y, al rato, lo único que siento es sueño. Sí, hablar con la
gente me da ganas de dormir. Sólo mis amigos espectrales e imaginados, sólo las
conversaciones que transcurren en sueños, tienen una verdadera realidad y un
relieve justo, y en ellos el espíritu está presente como una imagen en un
espejo.
Me pesa, por lo demás, la sola idea de estar obligado a tomar
contacto con otro. Una simple invitación a cenar con un amigo me produce una
angustia difícil de definir. La idea de un compromiso social cualquiera –ir a
un entierro, tratar con otro algún asunto en la oficina, ir a esperar a alguien
a la estación, se trate o no de un desconocido- esa sola idea me estorba los
pensamientos de todo ese día, y a veces incluso en la víspera ya estoy
preocupado y duermo mal, y cuando al fin y al cabo las cosas ocurren resulta
que no justifican semejante tensión; pero siempre pasa lo mismo y yo no aprendo
a aprender.
***
(Fragmento 59)
¡Mis pobres compañeros que sueñan alto, cómo los envidio o los
desprecio! Conmigo están los otros –los más pobres, los que no cuentan sino
consigo mismos para contarse los sueños y hacer lo que serían versos si los
escribiesen-, los pobres diablos sin más literatura que su alma, que jamás
oyeron hablar de la crítica, que mueren asfixiados por el hecho de estar en el
mundo sin haber aprobado aquel desconocido examen trascendente que habilita
para vivir.
***
(Fragmento 66)
Damos frecuentemente a nuestras ideas de lo desconocido el color
de nuestras nociones de lo conocido: si llamamos a la muerte un sueño es porque
parece un sueño por fuera; si llamamos a la muerte una nueva vida es porque
parece una cosa diferente de la vida. Con pequeños malentendidos acerca de la
realidad construimos las creencias y las esperanzas, y vivimos de migajas en
las que saboreamos tortas, como los niños pobres que juegan a ser felices.
Pero así es la vida; así, por lo menos, es aquel sistema de vida
particular al que en general se llama civilización. La civilización consiste en
dar a algo un nombre que no le compete, y después soñar sobre el resultado. Y
realmente el nombre falso y el sueño verdadero crean una nueva realidad. El
objeto se convierte realmente en otro, porque lo convertimos en otro.
Manufacturamos realidades. La materia prima sigue siendo la misma, pero la
forma que el arte le dio le impide efectivamente seguir siendo la misma. Una
mesa de pino es pino pero también es mesa. Nos sentamos a la mesa y no al pino.
Un amor es un instinto sexual, pero no amamos con el instinto sexual sino con
la presuposición de otro sentimiento. Y esa presuposición ya es, de hecho, otro
sentimiento.
***
(Fragmento 80)
INTERVALO DOLOROSO
Todo me cansa, incluso lo que no me cansa. Mi alegría es tan
dolorosa como mi dolor.
Quien pudiera ser un niño poniendo barcos de papel en un
estanque de quinta; barcos de vela rústica hecha de parra entramada, que traza
contrapuntos en rombos de luz y sombra verde sobre los reflejos sombríos del
agua escasa.
Entre la vida y yo hay un cristal tenue. Por más nítidamente que
yo vea y comprenda la vida, no la puedo tocar.
¿Razonar mi tristeza? ¿Para qué si el razonamiento es una
esfuerzo? Y los tristes no pueden esforzarse.
Ni siquiera abdico de aquellos gestos banales de la vida de los
que yo tanto quisiera abdicar. Abdicar es un esfuerzo, y yo no tengo aliento en
el alma con que esforzarme.
***
(Fragmento 91)
Hubo épocas en las que me irritaban aquellas cosas que hoy me
hacen sonreír. Y una de ellas, que casi todos los días me lo recuerdan, es la
insistencia con que los hombres cotidianos y activos en la vida se ríen de los poetas
y los artistas. No siempre lo hacen, como creen los pensadores de los diarios,
con un aire de superioridad. Muchas veces lo hacen con cariño. Pero siempre
como quien acaricia a un niño, a alguien ajeno a la certeza y a la exactitud de
la vida.
***
(Fragmento 107)
Soy un alma de esas que las mujeres dicen amar, pero a las que
nunca reconocen cuando encuentran; una de esas que, si ellas las reconociesen,
ni aun así las reconocerían. Sufro la delicadeza de mis sentimientos con una
atención desdeñosa. Tengo todas las cualidades por las que son admirados los
poetas románticos, incluso esa falta de cualidades por la cual se es realmente
poeta romántico. Me encuentre descripto (en parte) en varias novelas como
protagonista de enredos varios; pero lo esencial en mi vida, como de mi alma,
es no ser nunca protagonista.
***
(Fragmento 115)
Organizar de tal modo nuestra vida que ella sea un misterio para
los demás; que quien mejore nos conozca sea, apenas, uno que nos desconoce de
mas cerca que los otros. Así forjé yo mi vida, casi sin proponérmelo, pero fue
tanto el arte instintivo que puse en hacerlo que para mí mismo me convertí en
una no del todo clara y nítida individualidad creada por mí.
***
(Fragmento 120)
Aquella maldad imprecisa y casi imponderable que alegra
cualquier corazón humano ante el dolor de los demás, así como el desagrado
ajeno que ella puede provocar, los pongo yo en el examen de mis propios
padecimientos; los llevo tan lejos que, en los momentos en que me siento
ridículo o mezquino, los disfruto como si estuviese siendo otro. Por una
extraña y fantástica metamorfosis de sentimientos, sucede que no siento esa
alegría malvada y humanísima ante el dolor o el ridículo ajeno. Siento ante la
bajeza de los demás no un dolor, sino una incomodidad estética y una irritación
sinuosa. No es por bondad que eso ocurre, sino porque quien se vuelve ridículo,
no sólo se vuelve ridículo para mí, sino también para los demás, y me irrita
que alguien sea ridículo a juicio de los demás; me duele que cualquier animal
de la especie humana se ría a costas de otro, porque no tiene ningún derecho de
hacerlo. Que los otros se rían de mí no me molesta, porque de mí hacia afuera
hay un desprecio denso y blindado.
Más inexpugnables que cualquier muro son las rejas altísimas que
circundan el jardín de mi ser, de modo que, viendo perfectamente a los demás,
perfectísimamente los excluyo y no los dejo ser sino
ajenos.
***
(Fragmento 140)
A veces me sucede, y siempre que me sucede es casi de repente,
que en medio de las sensaciones me brota un cansancio tan terrible de la vida,
que no tengo ni siquiera la más mínima idea de cómo dominarlo. Para remediarlo,
el suicidio parece incierto; la muerte, aun cuando suponga la inconsciencia, es
poco todavía. El que siento es un cansancio que ambiciona, no el dejar de
existir –lo que puede o no ser posible-, sino una cosa mucho más horrorosa y
profunda, como es el no haber siquiera existido nunca, no haber sido nunca de
ninguna manera.
***
(Fragmento155)
Escribo demorándome en las palabras, como ante vidrieras en las
que nada veo, y son medio-sentidos, cuasi-expresiones lo que me queda, como
colores de telas que miré sin ver, armonías exhibidas y compuestas de no sé qué
objetos. Escribo acunándome, como una madre loca a un hijo
muerto.
***
(Fragmento 152)
Me quedo pasmado cuando termino algo. Me quedo pasmado y
desolado. Mi instinto de perfección debería impedirme acabar; debería impedirme
incluso empezar. Pero me distraigo y obro. Lo que obtengo es un producto que no
resulta de una aplicación de mi voluntad, sino de una concesión que ella hace
de sí misma. Empiezo porque no tengo fuerza para pensar; termino porque no
tengo alma para interrumpir. Este libro es mi
cobardía.
***
(Fragmento 165)
Recuerdo, con tristeza irónica, una manifestación de obreros,
realizada no sé con qué sinceridad (pues me cuesta siempre reconocer sinceridad
en las acciones colectivas, visto que es el individuo, a solas consigo, el
único ser que siente). Era un grupo compacto y suelto de estúpidos animados,
que pasó gritando montones de cosas ante mi indiferencia de ajeno. Sentí
náuseas repentinamente. Ni siquiera estaban suficientemente sucios. Quienes
verdaderamente sufren no forman plebe, no integran un conjunto. Quien sufre,
sufre
solo.
***
(Fragmento 191)
Pienso a veces, con un deleite triste, que si un día, en un
futuro al que ya no perteneceré, estas frases que escribo perdurasen
reconocidas, habré encontrado por fin a la gente que me “comprenda”, a los
míos, a la familia verdadera en cuyo seno nacer y ser amado. Pero lo cierto es
que, lejos de nacer en ella, para ese entonces ya habré muerto hará mucho. La
comprensión recaerá sólo sobre mi esfinge, cuando el cariño ya no pueda
consolar a quien ha muerto, de la indiferencia exclusiva que conoció cuando
vivo.
Tal vez un día comprendan que cumplí, como ningún otro, mi deber
innato de intérprete de una parte de nuestro siglo; y cuando lo comprendan,
escribirán que en mi época fui incomprendido, que desgraciadamente viví entre
el desinterés y las frialdades de los que me rodeaban, y que es una pena que
tal cosa me sucediera. Y el que esto escriba será, en la época en que lo haga,
tan poco comprensivo de mi análogo de aquel tiempo futuro, como lo son hoy
aquellos con quienes convivo. Porque los hombres sólo aprenden para uso de sus
bisabuelos, que ya murieron. A los muertos y a nadie más, sabemos enseñarles
las verdaderas reglas para vivir.
***
(Fragmento 193)
Me convertí en una figura de libro, en una vida leída. Lo que
siento está (sin que yo me lo proponga) sentido para que se escriba que se
sintió. Lo que pienso enseguida está puesto en palabras, mezclado con imágenes
que lo deshacen, abierto en ritmos que son cualquier otra cosa. De tanto
recomponerme me destruí. De tanto pensarme, soy ya mis pensamientos pero no yo.
Me exploré con una sonda y la dejé caer; vivo pensando si soy hondo o no lo
soy, sin más sonda, ahora, a no ser esta mirada que me muestra, claro en negro
en el espejo del pozo profundo, mi propio rostro que me contempla mirarlo.
Soy una especie de baraja, de naipe antiguo e incógnito, la
única que queda del mazo perdido. No tengo sentido, no sé de mi valor, no tengo
con qué compararme para encontrarme de algún modo, no tengo nada que sirva para
que me conozca. Y así, en imágenes sucesivas en las que me describo –no sin
verdad pero con mentiras-, voy quedando más en las imágenes que en mí,
diciéndome hasta ya no ser, escribiendo con el alma como tinta, útil tan sólo
para escribir con ella. Pero cesa la reacción y de nuevo me resigno. Vuelvo en mí
a lo que soy, aunque yo no sea nada. Y algo así como lágrimas sin llanto arde
en mis ojos secos, algo así como angustia que no hubo me oprime ásperamente la
garganta seca. Pero entonces ya ni sé qué fue lo que lloré, en el caso de que
hubiese llorado, ni porqué fue que no lo lloré. La ficción me acompaña como mi
propia sombra. Y lo que quiero es dormir.
***
(Fragmento 196)
Los sentimientos que más duelen, las emociones que más acucian,
son los que resultan absurdos –el ansia de cosas imposibles, precisamente
porque son imposibles, la nostalgia de lo que nunca hubo, el deseo de lo que
podría haber sido, la pena de no ser otro, la insatisfacción de la existencia
del mundo. Todos estos medios tonos de la conciencia del alma crean en nosotros
un paisaje dolorido, un eterno poniente de lo que somos. El que podamos
sentirnos es entonces un campo desierto que oscurece, triste de juncos a
orillas de un río sin barcos, devorado claramente por una sola sobre, entre
orillas distanciadas.
(…)
La vida es hueca, el alma es hueca, el mundo es hueco. Todos los
dioses mueren de una muerte mayor que la muerte. Todo está más vacío que lo
vacuo. Todo es un caótico amontonamiento de nada…
Todos los movimientos son parajes, el mismo paraje todos ellos.
Nada me dice nada. Nada me es conocido, no porque me extrañe sino porque no sé
qué es. Se perdió el mundo. Y en el fondo de mi alma –como única realidad de
este momento- hay una pena intensa e invisible, una tristeza que es como el
sonido de quien llora en una habitación oscura.
***
(Fragmento 207)
¡Cuántas cosas que tenemos por ciertas o justas, no son más que
los vestigios de nuestros sueños, el sonambulismo de nuestra incomprensión!
¿Sabe acaso alguien lo que es cierto o justo? ¿Cuántas cosas que tenemos por
bellas no son más que las costumbres de le época, la ficción del lugar y de la
hora? ¡Cuántas cosas que tenemos por nuestras, no son más que aquello de lo que
somos perfectos espejos o envoltorios transparentes, ajenos en la sangre a la
raza de su naturaleza!
(…)
Encontré hoy, en calles distintas y por separado, a dos amigos
míos que se habían enojado entre sí. Cada uno me relató la causa de su enojo.
Cada uno me dijo la verdad. Cada uno me contó sus razones. Los dos tenían
razón. No era que uno veía una cosa y el otro otra, o que uno veía un lado de
las cosas y el otro el lado opuesto. No: cada uno veía las cosas exactamente
como habían ocurrido, cada uno las veía con un criterio idéntico al del otro,
pero cada uno veía una cosa diferente, y cada uno, por lo tanto, tenía razón.
***
(Fragmento 209)
El único destino noble de un escritor al que se publica en no
tener una celebridad que merezca. Pero el verdadero destino noble es el del
escritor al que no se publica. No digo que no escriba, porque quien no escribe
no es escritor. Digo del que por naturaleza escribe, y por condición espiritual
no ofrece lo que escribe.
Escribir es objetivar sueños, es crear un mundo exterior para
recompensa evidente de nuestra índole de creadores. Publicar es dar ese mundo exterior
a los demás; ¿pero para qué, si el mundo exterior común a nosotros y a ellos es
el “mundo exterior” real, el de la materia, el mundo visible y tangible? ¿Qué
tienen que ver los demás con el universo que hay en mí?
***
(Fragmento 212)
Tener opiniones es estar vendido a sí mismo. No tener opiniones
es existir. Tener todas las opiniones es ser poeta.
Otros fragmentos:
Hacer cualquier cosa al contrario de lo que todos hacen es casi
tan malo como hacer algo porque todos lo hacen. Muestra una igual preocupación
con los otros, una igual consulta de su opinión –característica cierta de la
inferioridad absoluta.
Abomino por eso a gentes como Oscar Wilde y otros que se
preocupan de ser inmorales o infames, y de endosar paradojas y opiniones
delirantes. Ningún hombre superior desciende hasta dar a la opinión ajena tal
importancia que se preocupe por contradecirla.
Para el hombre superior no hay otros. Él es el otro de sí mismo.
Si quiere imitar a alguien, es a sí mismo que procura imitar. Si quiere
contradecir a alguien, es a sí mismo que busca contradecir. Busca herirse, a sí
mismo, en lo que tiene de más íntimo… Le hace bromas a sus propias opiniones,
tiene largas conversaciones llenas de desprecio…
Dónde está Dios, aunque no exista
"¿Dónde está Dios, aunque no exista? Quiero rezar y llorar,
arrepentirme de crímenes que no he cometido, disfrutar de ser perdonado por una
caricia no propiamente maternal. Un regazo para llorar, pero un regazo enorme,
sin forma, espacioso como una noche de verano, y sin embargo cercano, caliente,
femenino, al lado de cualquier fuego… Poder llorar allí cosas impensables,
faltas que no sé cuáles son, ternuras de cosas inexistentes, y grandes dudas
crispadas de no sé qué futuro…Una infancia nueva, un ama vieja otra vez, y una
cama pequeña donde acabe por dormirme, entre cuentos que arrullan, mal oídos,
con una atención que se pone tibia, de rayos que penetraban en jóvenes cabellos
rubios como el trigo… Y todo esto muy grande, muy eterno, definitivo para
siempre, de la estatura única de Dios, allá en el fondo triste y somnoliento de
la realidad última de las cosas…Un regazo o una cuna o un brazo caliente
alrededor de mi cuello…Una voz que canta bajo y parece querer hacerme llorar…El
ruido de la lumbre en el hogar… Un calor en el invierno… Un extravío suave de
mi conciencia… Y después, sin ruido, un sueño tranquilo en un espacio enorme,
como la luna rodando entre estrellas…Cuando coloco en un rincón, con un cuidado
lleno de cariño –con ganas de darles besos -mis juguetes, las palabras, las
imágenes, las frases- ¡me quedo tan pequeño y tan inofensivo, tan solo en un
cuarto tan grande y tan triste, tan profundamente triste…! Después de todo,
¿quién soy yo cuando no juego? Un pobre huérfano abandonado en las calles de las
sensaciones, tiritando de frío en las esquinas de la Realidad, teniendo que
dormir en los escalones de la Tristeza y que comer el pan regalado de la
Fantasía. De un padre sé el nombre; me han dicho que se llama Dios, pero el
nombre no me da idea de nada. A veces, de noche, cuando me siento solo, le
llamo y lloro, y me hago una idea de él a la que poder amar… Pero después
pienso que no le conozco, que quizás no sea así, que quizás no sea nunca ese
padre de mi alma…¿Cuándo se terminará todo esto, estas calles por las que
arrastro mi miseria, y estos escalones donde encojo mi frío y siento las manos
de la noche entre mis harapos? Si un día viniese Dios a buscarme y me llevase a
su casa y me diese calor y afecto… Pero el viento se arrastra por la calle y
las hojas caes en la acera… Alzo los ojos y veo las estrellas que no tienen
ningún sentido… Y de todo esto apenas quedo yo, un pobre niño abandonado…Tengo
mucho frío. Estoy tan cansado en mi abandono. Vé a buscar, oh Viento, a mi
Madre. Llévame por la Noche a la casa que no he conocido…Vuelve a darme, oh
Silencio, mi alma y mi cuna y la canción con que dormía”.
Notas:
[1] Tiendo a menospreciar la teoría del “genio”, una de
las hijas más nefastas del Romanticismo (concepto que a su vez hunde sus
raíces miles de años atrás, en el Ion de Platón), pero a falta de una
palabra mejor me permitiré utilizarla.
[2] Acedia viene del griego, akedia, y significa
“postración”, de kedewo “cuidar”, precedido de la partícula
privativa a, que da akedes,
“negligente, descuidado”, y akedestos,
“abandonado”. Es una suerte de estado de depresión, lasitud, nostalgia,
tristeza, tedio, desaliento. En la akedia soy objeto y sujeto del abandono: de
allí la sensación de bloqueo, de trampa, de callejón sin salida.
[3] Vale la pena detenerse en el siguiente fragmento escrito
por Kafka:
“Resumen
de todo lo que habla en pro y en contra de mi boda:
1. Incapacidad de soportar sólo la vida, no
incapacidad para vivir, al contrario, incluso es improbable que sepa vivir con
alguien, pero soy incapaz de soportar solo la tempestad de mi propia vida, las
exigencias de mi propia persona, la agresión del tiempo y de la edad, la vaga
afluencia del deseo de escribir, el insomnio, la proximidad de la locura...
Quizá, añado de manera natural, la unión con F(elice) dará más resistencia a mi
vida.
2. Todo me da qué pensar. Cada chiste de la
página de chistes, el recuerdo de Flaubert y de Grillparzer, la visión de los
camisones en las camas preparadas para la noche de mis padres, el matrimonio de
Max. Ayer, mi hermana dijo: ‘Todos los casados (que conocemos) son felices, no
lo entiendo’, también esta frase me dio qué pensar, volví a tener miedo.
3. Tengo que estar mucho tiempo solo. Lo que he
logrado no es más que un éxito de la soledad.
4. Odio todo lo que no se refiere a la
Literatura, me aburre mantener conversaciones (incluso cuando se refieren a la
Literatura), me aburre hacer visitas, las penas y alegrías de mis parientes me
aburren hasta el fondo del alma. Las conversaciones quitan la importancia, la
seriedad, la verdad a todo lo que pienso.
5. El miedo a la unión, al trasvase. Entonces ya
nunca estaré solo.
6. Ante mis hermanas, sobre todo antes era así,
he sido a menudo una persona completamente distinta que ante otras gentes. Sin
miedo, al descubierto, fuerte, sorprendente, conmovido como sólo lo estoy al
escribir. ¡Si pudiera llegar a eso ante todos por mediación de mi mujer! Pero,
¿no estaría entonces privado de la escritura? ¡Eso no, eso no!
7. Solo, quizá podría un día dejar mi trabajo.
Casado, nunca será posible”.
Esta
melodía del autor de La
metamorfosis podría adaptarse
bastante bien a Pessoa. El miedo a estar solo, el temor a no estarlo (el
escritor necesita imperiosamente de su soledad), la preocupación por la
literatura más que por la vida (si es que es lícito dividir vida y literatura),
la conciencia de que es casi imposible que una mujer o la mayoría de sus seres
queridos puedan comprender su destino inevitable de escritores y su impedimento
para todo tipo de vida social convencional.
[4] En 356 a .
de C., Eróstrato, un griego desconocido, incendió el templo de Artemisa en
Efeso, con la sola intención de conquistar la fama y hacerse inmortal. Para
contrariar su voluntad, los gobernantes de la ciudad prohibieron, bajo pena de
muerte, que se pronunciara el nombre del vanidoso. De todos modos, ese nombre
llegó hasta la actualidad. En cambio hoy se ignora quién fue el constructor de
aquel edificio consagrado a una diosa, considerado una de las maravillas del
mundo y destruido para satisfacer la ambición de un desaforado.
En Eróstrato, Pessoa se muestra
escéptico respecto del concepto de inmortalidad que, según los indicios de su
época, sufría una profunda transformación. El poeta critica a los “toxicómanos
de la velocidad” y reconoce que el ritmo y los valores del pasado han sido
reemplazados por la agitación y la impaciencia. La fotografía amenaza a la
pintura, así como la ingeniería tiende a sustituir a la arquitectura. La
belleza superficial del período no es sino un signo de que los dioses han
muerto y de que, como afirma Pessoa en Libro
del desasosiego, cada uno ha quedado "entregado a sí mismo, en la
desolación de sentirse vivir".
El
escritor portugués, tan preocupado por la perduración, profetizaba en uno de
sus fragmentos: quien tenga la celebridad que su época pueda darle, no puede
esperar la celebridad futura. Su caso prueba, de modo inverso, la exactitud de
su observación. Desconocido en su tiempo, hoy es una de las glorias de la
literatura portuguesa.
Qué bueno Pessoa! Me acabo de terminar una antología del Libro del Desasosiego titulada: "Un día en la (no) vida de Bernardo Soares", que me ha parecido buenísima, muy recomendable para todos los amantes de la buena literatura en general y de Pessoa en particular. Por cierto, enhorabuena por el blog!!!
ResponderBorrarMuchas gracias! La verdad es que Pessoa me parece un tremendo escritor. Respecto de mi blog: le pongo menos onda de la que me gustaría. El trabajo me deja cansado y sin mucho tiempo para postear más seguido. Saludos!
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