Hay una escena conmovedora que tuvo
lugar en 1980, en el hospital Broussais, en el que Sartre había ingresado tiempo atrás:
Simone de Beauvoir, su pareja durante más de 50 años, se metió en la cama donde
yacía el cadáver de su amor, aún caliente, y pasó esa última noche a su lado.
En El diablo y el buen Dios, Sartre había escrito: “Si mueres, me acostaré
pegada a vos y ahí me quedaré hasta el fin, sin comer ni beber; te pudrirás
entre mis brazos y te amaré carroña: pues no se ama nada si no se ama todo”.
Otra relación de filósofos y
amantes que ha dado mucho que hablar fue la que se dio entre Martin Heidegger, quien
apoyó al nazismo; y Hanna Arendt, una de las analistas más lúcidas de los
totalitarismos del siglo XX. La misma Arendt no tenía buena opinión de Simone
de Beauvoir. En 1947, el director de Partisan Review, un tal William Phillips,
le comentó a Arendt lo sorprendido que estaba de la “infinidad de tonterías”
que Beauvoir podía decir sobre Norteamérica. La respuesta de su interlocutora
fue demoledora: “El problema, William, es que usted no se da cuenta de que no
es muy inteligente. En vez de discutir con ella, mejor sería que la cortejara”.
Más adelante me gustaría hablar de la relación entre Arendt y Heidegger; por el momento, me voy a centrar en la famosa pareja de intelectuales franceses.
Se conocieron en 1929, cuando él tenía veinticuatro y ella veintiuno. Tanto Sartre como Simone de
Beauvoir han sido el prototipo de la pareja libre, un modelo de ruptura con las
formas de vida burguesas tradicionales: nunca vivieron juntos, ambos aceptaban
que el otro tuviera relaciones con terceras personas, dormían en camas
separadas, se negaron a contraer matrimonio y tener hijos…
La autora de El segundo sexo le dedicó
mucho al trabajo intelectual: en su adolescencia organizaba sus lecturas,
dormía poco y evitaba las conversaciones inútiles, especialmente con la
familia. Años después, en julio de 1929, un amigo en común, André Herbaud, los
presentó. Ninguno de los dos quedó decepcionado: “estaba muy contento de
acapararme; a mí me parecía que todo el tiempo que no estaba con él era tiempo
perdido”.
En sus Memorias de una joven
formal, ella escribió: “Sartre correspondía al deseo que formulé cuando tenía
quince años: era el doble en el que reencontraba, llevadas a la incandescencia,
todas mis manías. Con él siempre podía compartirlo todo”.
Parece ser que Sartre le propuso
que conozcan “amores contingentes”, y ella aceptó el trato sin dudar: creía que
las fugaces satisfacciones que podían proporcionarles los encuentros íntimos
con otras personas, no podrían romper el vínculo entre dos almas de la misma
especie.
Sartre fue un incansable seductor,
pese a sus ojos estrábicos, sus dientes manchados por el tabaco y su escaso
metro cincuenta y cinco centímetros de estatura. El tipo mantuvo diversos romances con mujeres
cada vez más jóvenes, a menudo inestables y dependientes desde el punto de vista emocional. Simone
de Beauvoir, por su parte, se relacionó eróticamente tanto con hombres como con mujeres.
Es curiosa la mezcla promiscua que ambos tenían con sus respectivos amantes. Cuando Simone de Beauvoir tuvo una
relación amorosa con Olga Kosakiewicz, allá por 1936, Sartre intentó seducirla.
Al ser rechazado, dirigió su interés a la hermana de Olga, de nombre Wanda, quien
luego sería su amante varios años. Ocurrió algo similar poco después de que Simone
de Beauvoir y el documentalista Claude Lanzmann fueran amantes: Sartre sedujo a
la hermana de Claude, llamada Evelyne. La versión edulcorada interpreta que, al decir del propio Sartre, se trataba de una “gran familia”.
La versión maliciosa sostiene que la mayor parte de esa “familia” de amantes pasaba
de Simone de Beauvoir al autor de Las palabras, lo que llevó a Nelson Algren, amante de Simone,
a acusar a su ex enamorada de “proxeneta” de Sartre.
En ese sentido, la historia de
Nelson Algren es bastante paradigmática en cuanto al riesgo de este tipo de
relaciones “contingentes”. En los años 40’, Sartre conoció, en uno de sus
viajes a Estados Unidos, a Dolores Vanetti, con quien sostuvo una relación de
tres años. La estadounidense no fue una amante más en la vida de Sartre: incluso estuvieron a punto de casarse. Simone de Beauvoir, quien
sentía celos cuando el interés de Sartre iba más allá de lo físico, pasó un
período bastante depresivo a consecuencia de ese amor. Así fue como, también
durante un viaje a Estados Unidos, conoce a Nelson Algren:
“No puede decirse que lo suyo
constituyera precisamente un flechazo: tras pasar juntos una noche, se despiden
pensando que no se volverán a ver más. Es una petición del propio Sartre –sarcasmos
del acuerdo fundacional que venimos comentando- en el sentido de que retrase su
regreso (Dolores está en París con él en ese momento) la que termina
devolviendo a Simone a los brazos de Nelson Algren. Decide volver a Chicago y
esos días inicialmente no previstos significan el principio de una pasión que
se prolongará varios años”. (Manuel Cruz)
Parece ser que con Algren, Simone de
Beauvoir experimentó por vez primera un “orgasmo total”, lo que la había hecho
sentir “una mujer completa”. Hay fragmentos de sus cartas con él donde
escribe cosas sorprendentes para una pionera del feminismo:
“¡Oh, Nelson! Seré amable, seré buena, ya lo
verás, fregaré el suelo, cocinaré siempre yo, escribiré tu libro al mismo
tiempo que el mío, haré el amor contigo diez veces cada noche y otras diez cada
día, aunque me canse un poco”. (Simone de Beauvoir, Cartas a Nelson Algren: un
amor transatlántico).
Sin embargo, al cabo de un tiempo,
Algren le propone matrimonio varias veces, y ella se decide siempre por la negativa.
Según Manuel Cruz:
“En el fondo,
Algren había entendido perfectamente la situación. Descubrir que en
realidad Simone acomodaba sus encuentros a la disponibilidad de Sartre y que,
cuando el filósofo se iba con su amante neoyorquina Dolores Vanetti, entonces
ella acudía a los brazos de Algren para contrapesar la soledad fue el detonante
que le desquició, pero por un motivo que a la pareja francesa no se le podía
escapar: confirmaba su estatuto de mero amor contingente”.
Hubieron conductas de Sartre que recuerdan el chiste de Groucho Marx: "estos son mis principios; si no le gustan, tengo otros". Un secretario de Sartre, testigo
privilegiado de las respuestas mentirosas que el autor de El ser y la nada les
daba a las diversas mujeres cuando lo llamaban por teléfono, le preguntó cómo
hacía para arreglárselas con algunas situaciones tan complicadas. Sartre le
respondió:
-“Les miento. Es más fácil y más
decente”.
-“¿A todas?”
-“A todas”.
-“¿Incluso al Castor (Simone de
Beauvoir)?”.
-“Sobre todo al Castor”.
No vamos a evaluar la moral del
teórico de la “mala fe”, dado que sería muy sencillo ponerse en maestro
ciruela. Es posible que toda seducción erótica tenga algún componente cínico. Sin embargo, lo importante es que, como destaca Manuel Cruz en Amo, luego existo.
Los filósofos y el amor:
“Se trata de señalar que, con
semejantes premisas, la condición de contingentes de todas sus relaciones con mujeres, lejos de
ser algo problemático u objeto de reflexión (…) se desprende de manera prácticamente
automática. Tal vez, se podría añadir, la condición contingente de una relación
es difícil que no dañe a una de las partes, concretamente a aquella que no ha
podido evitar vivirla (a veces mediando engaño por la otra parte) como
necesaria”.
Debería leer más en profundidad la
obra de Sartre como para profundizar en su concepción del amor. Tal vez lo haga en algún momento. Finalizo el posteo citando in extenso un fragmento del buen libro de Manuel Cruz:
“(…) ¿Puede haber compromiso
amoroso por parte de una persona como Sartre que o bien no habla apenas del
amor o, cuando lo hace, es para desdeñarlo? Si la función del compromiso es
articular el plano teórico con el vital, ¿cómo valorar que el autor de El ser y
lanada nunca alcanzara a elaborar una moral –por más que se pasara la vida
anunciándola-, e incluso, como hemos visto, llegara, cínicamente, a hablar de
moral provisional para no asumir sus responsabilidades –él, que, por otro lado,
tanto énfasis ponía en la responsabilidad- hacia terceras personas? ¿Era ese
compromiso-no-comprometido de la pareja una forma de hacer de la necesidad
virtud, dado que ninguno de los dos disponía de una consistente idea de amor
que defender hasta el final (esto es, con la que comprometerse)? (…)
El otro es aquel que me impide ser
a voluntad, ser a la carta. Es aquel contra el que se estrella mi mala fe. El
que me deja en evidencia: el que se resiste, desde su libertad, a devolverme la imagen
que yo deseo o necesito. El otro puede ser un obstáculo para esa particular modalidad de autoengaño –la mala
fe- en la que la autoestima (el amor por la propia imagen) sustituye al amor
propio (el amor por la realidad de uno mismo).
Quizá por eso se oponía Sartre a
atribuirle al amado otra condición distinta a la de mero polo ontológico del
yo: lo hubiera obligado a tener que aceptarse y querer lo que realmente era. Y
resulta como poco dudoso que nuestro filósofo estuviera en condiciones de
hacerlo, esto es, de sustituir la autoestima por el amor propio. Entre otras
cosas porque es difícil que de veras pueda amarse a sí mismo quien no ha amado,
decididamente y sin reservas, a los demás. Y, a su vez, es difícil amar a los
demás, en la medida en que el amor s sustenta en el ser, si uno no es capaz de aproximarse a ellos con la
mirada limpia, liberada de la tutela de los prejuicios y la imágenes previas
(tipo ‘las mujeres feas me enferman’, que gustaba repetir Sartre), con la
generosidad de la lucidez, aceptando las virtudes y defectos de los demás”.
Eso es todo por hoy. ¡Sean felices!
Rodrigo
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