domingo, 24 de noviembre de 2019

PROLONGANDO UNA CONVERSACIÓN QUE INICIÉ HOY EN UN GRUPO DE WHATSAPP

Hoy a la mañana hablaba en uno de mis grupos de Whatsapp acerca de esa tendencia actual que tenemos a la ansiedad: ese impulso que nos lleva a doblar la cuchara de un helado todavía demasiado duro porque queremos servirnos de inmediato el contenido del pote de medio quilo. La dificultad para esperar que nos compele a tirar la cadena antes de terminar de mear. Ocurre que el mundo del "multi-tasking" nos genera apuro constante y déficit de atención.


Como diría De Caro: somos procastinadores ansiosos, "¡dáme todo ya, pero qué paja!" Tengo que hablar para que entienda todo el mundo, ¡cuidado que mi abuela y su nieta se quedaron afuera del chiste! Comamos pizza porque les gusta a todos. Suprimamos el elemento trágico de la vida y tratemos de divertirnos así olvidamos todo el tiempo que nos vamos a morir. ¡Necesito sentir calor y frío al mismo tiempo! ¡Quiero café y quiero helado! "¡Mozo, sírvame rápido un frappuccino!".

Cuando un libro es auténticamente bueno nos invita a la re-lectura. La re-lectura es anti-comercial, porque si vuelvo a leer un clásico no sigo comprando otros libros. Por otro lado, la complejidad no depende sólo de la obra, sino del receptor: una obra literaria, una película, una canción es como un espejo, si un burro se mira en ese objeto no puede pretender verse reflejado como si fuera un caballo pura sangre. 


Un mal lector es como un mal traductor, porque interpreta literalmente cuando debe parafrasear, y parafrasea cuando debe interpretar literalmente. Según W. Auden: "Una señal de que un libro tiene valor literario es que puede ser leído de varias maneras. A la inversa, la prueba de que la pornografía no tiene valor literario es que si uno intenta leerla de cualquier otra forma que no sea la del estímulo sexual, leerla, digamos, como el informe psicológico de las fantasías sexuales del autor, uno se aburre como ostra”.

Una gran película o una gran obra literaria es aquella que soporta el spóiler: sabemos cómo termina Romeo y Julieta de Shakespeare, Ana Karenina de Tolstói o la saga de El Padrino de Francis Ford Coppola; sin embargo, si somos receptores activos y nos dejamos fascinar, podremos prescindir de la certeza del final, enriquecernos y disfrutar del camino; en cambio, si al comienzo de Sexto sentido nos damos cuenta de lo que le pasa al pendejo, buena parte del placer de la película se va a la mierda. ¿Cuántas personas conocen que tengan ganas de volver a ver un capítulo de La Casa de Papel?


El capitalismo funciona con la idea de deuda permanente: sos el libro que te falta, no sos el libro que tenés en tu biblioteca. El "tener" vale más que "el ser", como diría un viejo y querido libro de Erich Fromm.

¡Cualquier boludx se enamora de Brad Pitt en ¿Conoces a Joe Black? o de Scarlett Johansson en Match Point: son íconos de belleza que difunde una y otra vez el capitalismo a nivel global. La obra de arte que nos trastorna se parece al amor auténtico: la obra crece y uno crece con la obra. Es como el buen vino, que tiene cuerpo y experiencia; no es como la bebida cola, que se toma para el olvido. No es el "donjuanismo" de estar cada noche con una mina distinta hablando boludeces entretenidas:  es la mujer que amás aunque tenga rollos, aunque se le noten las arrugas o a pesar de que a veces te diga frases inconvenientes que no te gusta escuchar.

El escritor Fabián Casas, que para mí es una suerte de hermano mayor que me hubiera gustado tener, dijo algo que me gustó mucho:

"Antes de hacer un largo viaje, a los 21 años, leí Trilce, de César Vallejo, y no entendí nada. Después viajé por América dos años, viví miles de peripecias y escuché hablar en múltiples registros de lengua. Eso me abrió el oído y el corazón. Cuando volví, Trilce me hablaba en mi idioma. No necesité libros que me explicaran la operación de Vallejo, necesité acumular experiencia. ¿Qué es la experiencia? Saber que lo que vivimos va a morir con nosotros".

Es lo que pasa con las obras que nos "trastornan", algunas nos llegan demasiado pronto o demasiado tarde, y otras nos agarran en el momento justo.

Antes de terminar me gustaría aclarar algo para no generar malos entendidos: es obvio que consumo mucha basura, y obras que a la crítica le parecen sublimes me dejan indiferente. Con la mierda, diría mi "hermano mayor imaginario", también se hace combustible, y al repetir muchas veces la palabra "menor", surge ENORME. Nadie dice que tengamos que estar el día entero escuchando a Mozart y leyendo a Borges. Los buenos lectores sacan aceite de las piedras, y son capaces de ver la belleza a la vuelta de la esquina, o de decir "asombro" donde otros simplemente repiten "costumbre" o "me aburro". 

Para terminar, y aunque me incomoda bastante adoptar un tono de viejo choto apocalíptico que le habla a las nuevas generaciones, puesto que solemos confundir nuestra propia decadencia física con la decadencia del mundo, me permito citarles a otro "hermano mayor" estadounidense que se llamaba David Foster Wallace, y que decía que el arte 'serio', a diferencia del arte 'comercial', "no se dirige principalmente a sacarte el dinero", sino que "tiende a hacer que te sientas incómodo, o te empuja a esforzarte para acceder a su disfrute, del mismo modo que en la vida real el placer es consecuencia del esfuerzo y de la incomodidad. Por tanto es difícil que el público, especialmente el joven que ha sido educado para esperar que el arte sea 100 por cien placentero y para recibir ese placer sin esfuerzo, lea y aprecie la narrativa seria. Eso no es bueno. El problema no es que el lector de hoy sea tonto, no lo creo. Simplemente se trata de que la televisión y la cultura comercial le han enseñado a ser una especie de vago e infantil en lo que respecta a sus expectativas. Esto hace que intentar llamar la atención de los lectores de hoy implique una dificultad imaginativa e intelectual sin precedentes".