miércoles, 27 de agosto de 2014

LA ENVIDIA Y EL RESENTIMIENTO. MEMORIAS DEL SUBSUELO

La ira y la ambición son vicios que, en determinados casos, pueden resultar beneficiosos. El resentimiento y la envidia, en cambio, se auto devoran; corroen a quienes los padecemos. Una de las cosas más difíciles de lograr en la actual sociedad de consumo es llegar a cultivar la autoafirmación del yo y al mismo tiempo no alimentar el resentimiento, el orgullo desmedido, la soberbia, el desinterés por el destino de nuestros semejantes...


Simplificando brutalmente, podría decirse que el discurso de la derecha tiende a fomentar el egoísmo, el consumismo idiotizante, la ambición desmedida, la búsqueda del “éxito”, el desprecio por la política en favor de la privatización de la esfera pública; el discurso de la izquierda, por su parte, está permanentemente al borde de alimentar el resentimiento, además del voluntarismo nocivo de creer que la participación política resuelve todos los problemas. Aclaro nuevamente, para que no bufen los eunucos, que la mía es una simplificación caricaturesca.


FEDOR DOSTOIEVSKI: “MEMORIAS DEL SUBSUELO”

El libro fue publicado en 1864, y su personaje principal relata -en primera persona- las neurosis de alguien que bien pudiera haber sido uno de tantos parias que tienen la inteligencia sin la potencia, el deseo sin los medios. Es Bartleby en Wall Street, o Josef K. en su oficina, fantaseando con mundos supremos y conformándose con arrastrar los pies para llegar a la casa después de un día de laburo tedioso y rutinario.


El Hombre del Subsuelo es un ser abyecto, sarcástico, megalómano y jactancioso. Es el opuesto de Narciso: un individuo indignado por la presencia de seres tan abyectos como él. Envidia la riqueza y el poder de los ricos y de los nobles.

Hay un fragmento que prefigura La Metamorfosis -o La Transformación, según el traductor- de Kafka:

“Quiero decirles, señores (¿qué importa que tengan o no ganas de oírme?), por qué jamás he podido convertirme en un insecto. Les declaro solemnemente que a menudo he deseado convertirme en un insecto, pero jamás he podido realizar mi deseo”.

Como dice Steiner, “en la mitología antigua, los hombres eran semidioses; en la mitología posdostoievskiana, las cucarachas son hombres a desarrollar”.

Tolstoi le dijo una vez a Gorki que Dostoievsky “habría debido estudiar la enseñanza de Confucio o de los budistas; eso lo hubiera calmado”.

A lo largo del relato, el protagonista –que confiesa tener cuarenta años- se define constantemente a sí mismo:

“No conseguía ser malo, pero tampoco amigable ni infame ni honesto ni un héroe ni un insecto. Y ahora vivo mi vida en un rincón, trato de consolarme con la cretina, inútil excusa de que un hombre inteligente no es capaz de convertirse en nada, de que sólo un tonto puede hacer de sí mismo lo que quiera”.

El Hombre del Subsuelo prefiere ser insultado, golpeado y maldecido por otro hombre “superior” antes que la indiferencia. Luego retomaré este punto, que es central para retratar el “resentimiento”.

El Hombre del Subsuelo se siente un ratón al que han humillado constantemente, y por eso busca vengarse:

“(…) el pobre ratón consigue encenagarse más profundamente a consecuencia de sus interrogantes y sus dudas. Y cada interrogante hace nacer tantas otras preguntas también sin respuestas, que se forma un estanque fatal de fango pegajoso, surtido de las dudas y tormentos del ratón, así como de los escupitajos que le dirigen los hombres prácticos, de acción, que lo someten como jueces y dictadores y que se ríen de él hasta más no poder. Por supuesto, lo que le queda por hacer al ratón es encoger sus humillados hombros y fingiendo una sonrisa de repulsa, escurrirse ignominiosamente dentro de su ratonera. Y allí, en su cueva repugnante y maloliente, el ratón pisoteado y escarnecido se hunde en un odio frío, ponzoñoso y lo que es más importante, eterno. Durante cuarenta años recordará la humillación en todos sus abominables detalles y en cada ocasión agregará otro punto más abyecto todavía, y se atormentará y se atormentará sin tregua. Aun avergonzado de sus pensamientos, el ratón lo evocará todo, lo repasará una y otra vez, y luego pensará posibles iniquidades adicionales. Y hasta es posible que trate de vengarse, pero lo hará de a rachas, con usura, a escondidas, de manera anónima, en la duda de que su venganza sea justa, de que pueda llevarla a cabo, y con el sentimiento de que a consecuencia de ella, se hará a sí mismo cien veces más daño del que consiga hacer al objeto de su venganza, a quien seguramente no le producirá siquiera un escozor lo bastante intenso como para obligarlo a rascarse. Más tarde, en su lecho de muerte, el ratón volverá a recordarlo todo con los intereses acumulados, y…”

Uno de los pasajes más interesantes del libro es aquel en donde el protagonista recuerda su paso junto a una taberna, cuando era más joven, donde observó una pelea que se desarrollaba adentro. En medio del quilombo, uno de los participantes es arrojado por la ventana. El Hombre del Subsuelo siente deseos de participar, aún a costa de ser insultado, arrojado y lastimado. Entra a la sala de billar, busca al agresor –es un oficial, alto y corpulento- y se acerca a él con la esperanza de provocarlo. Pero el oficial reacciona hacia él de una manera mucho más demoledora que el ataque físico:

“Me tomó de los hombros; sin pronunciar una palabra me levantó, y depositándome fuera de su camino, pasó como si yo no existiera. Yo habría podido perdonar cualquier cosa, aun una paliza, pero eso era demasiado: ¡que me apartase sin darse cuenta de mi existencia!”

El protagonista no se siente digno ni siquiera para ser arrojado por la ventana, y aquella fue su primera lección política: es imposible que un hombre de la clase de los empleados moleste a una persona de la clase de los oficiales, que forma parte de la nobleza y la clase alta que todavía gobernaba Rusia en aquel entonces. Para alguien de clase alta, la multitud de proletarios cultos y autodidactas de San Petersburgo son inexistentes.

En fin, para no extenderme más, termino el posteo con un diálogo contemporáneo entre dos pensadores que, no por ser mediáticos, dejan de tener intuiciones e ideas interesantes, más allá de que uno acuerde o no con sus argumentos:

FRAGMENTO DE UNA ENTREVISTA A SLAVOJ ZIZEK Y PETER SLOTERDIJK:

El momento histórico que atravesamos parece estar signado por la ira. Una indignación que culmina en la consigna “¡Fuera!” de las revoluciones árabes o las protestas democráticas españolas. Ahora bien, según Zizek, usted Sloterdijk es demasiado severo con los movimientos sociales que a su criterio provienen del resentimiento.

P. Sloterdijk: Hay que distinguir la ira del resentimiento. Hay toda una gama de emociones que pertenecen al régimen del thymos , o sea, al régimen del orgullo. Existe una suerte de orgullo primordial, irreductible, que está en lo más profundo de nuestro ser. En esa gama del thymos se expresa la jovialidad, contemplación benévola de todo lo que existe. Aquí, el campo psíquico no conoce trastorno. Si bajamos en la escala de los valores, es el orgullo de sí mismo.

Bajamos un poco más y es la vejación de ese orgullo lo que provoca la ira. Si la ira no puede expresarse, está condenada a esperar para expresarse más tarde y en otra parte, eso lleva al resentimiento, y así hasta el odio destructivo que quiere aniquilar el objeto del cual salió la humillación. No olvidemos que la buena ira, según Aristóteles, es el sentimiento que acompaña al deseo de justicia. Una justicia que no conoce la ira es una veleidad impotente. Las corrientes socialistas del siglo XIX y XX crearon puntos de recolección de la ira colectiva, algo justo e importante. Pero demasiados individuos y demasiadas organizaciones de la izquierda tradicional se deslizaron hacia el resentimiento. De ahí la urgencia de pensar e imaginar una nueva izquierda más allá del resentimiento.

S. Zizek: Lo que satisface a la conciencia en el resentimiento es más perjudicar al otro y destruir el obstáculo que beneficiarme yo mismo. Nosotros los eslovenos somos así por naturaleza. Conocerán la leyenda en la que a un campesino se le aparece un ángel y le pregunta: “¿Quieres que te dé una vaca? ¡Pero cuidado, también le daré dos vacas a tu vecino!” Y el campesino esloveno dice: “¡Por supuesto que no!” Pero para mí, el resentimiento, no es nunca la actitud de los pobres. Más bien la actitud del pobre amo, como Nietzsche lo analizó tan bien. Es la moral de los “esclavos”.

Sólo que se equivocó un poco desde el punto de vista social: no es el verdadero esclavo, es el esclavo que, como el Fígaro de Beaumarchais, quiere reemplazar al amo. En el capitalismo, creo que hay una combinación muy específica entre el aspecto timótico y el aspecto erótico. Es decir, que el erotismo capitalista es mediatizado en relación a un mal timotismo, que engendra el resentimiento. Estoy de acuerdo con Sloterdijk: en el fondo, lo más complicado es cómo pensar el acto de dar, más allá del intercambio, más allá del resentimiento. No creo realmente en la eficacia de esos ejercicios espirituales que propone Sloterdijk. Soy demasiado pesimista para eso. A esas prácticas auto-disciplinarias, como en los deportistas, yo quiero agregar la heterotopía social. Por eso escribí el capítulo final de Vivre la fin des temps , donde vislumbro un espacio utópico comunista, refiriéndome a las obras que dan a ver y oír lo que podríamos llamar una intimidad colectiva. Me inspiro también en esas películas de ciencia ficción utópicas, donde hay héroes errantes y tipos neuróticos rechazados que forman verdaderas colectividades. Los recorridos individuales también pueden guiarnos. Suele olvidarse que Victor Kravtchenko (1905-1966), el dignatario soviético que denunció muy temprano los horrores del estalinismo en J’ai choisi la liberté y que fue ignominiosamente atacado por los intelectuales pro-soviéticos, escribió una continuación, J’ai choisi la justice , mientras luchaba en Bolivia y organizaba un sistema de producción agraria más equitativo. Hay que alentar a los Kravtchenko que emergen en todas partes, desde América del Sur hasta las orillas del Mediterráneo.



P. Sloterdijk: Considero que usted es víctima de la evolución psico-política de los países del Este. En Rusia, por ejemplo, cada uno carga sobre sus hombros con un siglo entero de catástrofe política y personal. Los pueblos del Este expresan esa tragedia del comunismo y no salen de ella. Todo eso forma una especie de vínculo de desesperación autógena. Yo soy pesimista por naturaleza, pero la vida refutó mi pesimismo original. Soy, por así decirlo, un aprendiz de optimista. Y en eso pienso que estamos bastante cerca uno del otro porque en cierto sentido recorrimos biografías paralelas desde puntos de partida radicalmente diferentes, leyendo los mismos libros.

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