Hace
unos días estuve mirando una entrevista muy interesante que Julián Guarino
realizó para C5N con mi ex profe Alejandro Kaufman, en la que se abordó la cuestión
de la
meritocracia. Antes que nada debo aclarar que Alejandro es
una persona por la que siento un afecto muy especial, porque aunque no fue el
único, sí ha sido uno de los profesores que más hicieron para que yo conociera
y apreciara la obra de autores como Walter Benjamin, Simone Weil, Karl Kraus,
George Steiner… Sin embargo, a pesar de -o precisamente por- el afecto que le profeso, suelo coincidir
bastante con su manera de ver la realidad.
El
neoliberalismo tiene una concepción de la meritocracia vinculada con la
riqueza: “el que tiene riqueza, sea material o simbólica, tiene méritos, tiene
una virtud, algo por encima de los demás”.
Está
claro que en sociedades muy complejas como las nuestras, la meritocracia de
algún modo es necesaria: no se puede administrar una central nuclear o realizar
una operación a corazón abierto sin criterios “meritocráticos”. Ningún hincha
de fútbol aceptaría que el club de sus amores se plagara de jugadores pésimos
aunque fueran muy buenas personas, y así siguiendo.
No
se trata de condenar a priori la excelencia o de dejar de reconocer que hay
personas que se esfuerzan más o que pulen sus defectos y desarrollan sus
virtudes a fuerza de trabajo y dedicación y en buena medida se merecen lo que
tienen.
Está claro que mi idea no es eliminar el mérito como criterio de convivencia, sino de no transformarlo en el único criterio posible. Si no hacemos una crítica de cómo
valoramos la vida de las personas independientemente de sus méritos, de sus logros, de lo que hacen más allá de criterios comparativos vinculados en buena medida al mercado capitalista, no podemos
alcanzar criterios de igualdad tal y como pretendemos.
Vale
decir, una crítica a la meritocracia supone la posibilidad de valorar a todos
los seres humanos POR LO QUE SON, por su existencia.
Lo
que dice Alejandro es que “tiene que haber formas tales que ésa no sea la única
manera de vivir, la única manera de relacionarnos entre nosotros”.
Es
importante destacar que la idea de meritocracia no es “de derecha” o
“conservadora”: nuestro progresismo se ha construido sobre la base de exacerbar
el valor del mérito. Aquello de “mi hijo el Doctor” viene de allí. ¿Por qué
doctor y no plomero o peluquero?
Kaufman
distingue entre una cuestión cultural y el rol estatal: el rol del Estado es
asegurarse de que la meritocracia sea legítima y de garantizar un piso común en relación a la igualdad de oportunidades: asignar recursos, garantizar el cumplimiento de acuerdos, etc.
En el terreno cultural, la igualdad de oportunidades postula a la vida como si fuera una carrera donde lo
más justo es que todos partan de la misma línea de largada. "Si yo no tengo
piernas habrá una carrera para gente sin piernas, pero también será una carrera".
Nuestro sistema educativo se corresponde con el mundo "de los mejores". La
escuela está todo el tiempo enfatizando el valor de la competencia y
ejemplificando el logro de la tradición de grandes científicos o escritores reconocidos o diversos personajes históricos relevantes.
Esa idea de competencia debería convivir con una vida más plena vinculada a cierto estado de "infancia". Es interesante cuando el amigo Alejandro destaca como “los niños no compiten entre sí por quién hace la manchita
más linda". Una sociedad convivencial requiere combinar virtuosamente ambas
dimensiones.
Para complementar lo que dice Alejandro, resulta útil traer a colación un artículo escrito por el politólogo Julián Montero, quien desde una visión más apoyada en el liberalismo nos dice lo siguiente:
"Las
meritocracia es objeto de un rechazo atávico entre los progresistas. De hecho,
suelen pensar que el mérito está en las antípodas de la igualdad: una sociedad
meritocrática castiga a los vulnerables mientras recompensa a los ya
privilegiados. Pero estamos, en realidad, ante una alquimia conceptual. El
ideal meritocrático moderno es parte integral del paradigma de la igualdad.
En
el orden medieval, las perspectivas de vida de las personas estaban totalmente
determinadas por su origen. La meritocracia surgió cuando el ethos igualitario
burgués barrió de un golpe esas estructuras fosilizadas.
En la medida en que las oportunidades de los individuos —incluyendo su acceso a
cargos, posiciones y roles sociales— ya no podían depender del pedigree, el
mérito personal se instaló como el criterio más democrático para administrar el
progreso entre iguales.
La
cultura del mérito tuvo un impacto altamente progresivo en materia social. Si
realmente queremos que el éxito dependa solo del esfuerzo, debemos igualar las
situaciones de partida de todos. De otro modo, las circunstancias de crianza se
convertirían en nuevas barreras estamentales. Este es el axioma que los
liberales cristalizaron en su famoso principio de igualdad de oportunidades,
bajo el imperativo de una educación pública de calidad de alcance universal.
A
la inversa de lo que se supone, el mérito también es crucial en el ideario
socialista. Marx repudiaba a capitalistas y banqueros porque se enriquecían sin
esforzarse ni producir. En sintonía con su planteo, los socialismos reales
acuñaron el mito del héroe proletario: un trabajador abnegado que explota al
máximo sus talentos en beneficio de la comunidad. Todavía
podemos verlo en las manifestaciones pictóricas del arte socialista.
En
su caso, por supuesto, la recompensa no era monetaria; se operativizaba en
celebraciones simbólicas, como la entrega de condecoraciones a quienes
alcanzaran records de productividad.
Naturalmente,
el mérito no es el único valor, ni siquiera el más importante. Los derechos
humanos, pilar de las democracias constitucionales, son universales e
inalienables. Por eso, en la medida de lo posible, toda persona debe gozar de
acceso seguro a alimento, vivienda, educación y salud al margen sus logros y
elecciones o del modo en que use su humanidad.
Pero
convertir la anti-meritocracia en la causa de los pueblos es una maniobra
profundamente regresiva. Cuando se destruyen los incentivos al talento, el
arte, la cultura y la innovación científica se estancan; las sociedades se
vuelven también más pobres, la calidad de los servicios públicos se deteriora y
queda menos para repartir.
Así
se acaba por revertir la pulsión igualitaria que arrasó al mundo feudal. En
rigor, la ola anti-mérito abona el retorno a un orden estático sin movilidad
social ascendente, signado por la ignorancia y la miseria generalizadas. ¿Será
la utopía del progresismo un neo-feudalismo post-industrial?".
En síntesis, el desafío sería: ¿cómo hacemos para armonizar más o menos virtuosamente ciertos criterios "meritocráticos" junto a criterios "igualitarios" que valoren a las personas por el solo hecho de existir?
The answer my friend, is blowing in the wind.
P.S.: By the way: acá tienen un artículo de La Nación sobre la tensión entre meritocracia e inclusión. Y acá tienen un artículo de Artepolítica acerca del tamaño del Estado. Soy un basurero que rescata discusiones viejas, jeje.
P.S.: By the way: acá tienen un artículo de La Nación sobre la tensión entre meritocracia e inclusión. Y acá tienen un artículo de Artepolítica acerca del tamaño del Estado. Soy un basurero que rescata discusiones viejas, jeje.
¡Abrazo de gol! Cuídense todxs. Los quiere,
Rodrigo
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