domingo, 2 de octubre de 2016

LA HUMILLACIÓN Y EL RESPETO

Esta es la historia de un asesinato que ocurrió en Buenos Aires hace cerca de 40 años, en el bar La Biela de Recoleta. En ese lugar selecto y tradicional, pasaba sus días felices un lustrabotas. Las personas del barrio lo conocían y apreciaban, porque el chico se hacía querer y tenía buenos sentimientos. Cuando entró a trabajar un mozo de apellido Moro, las cosas cambiaron.

No es que Moro fuera malo, pero era un bromista. Cuando se enteró que el lustrabotas había publicado un libro de poemas, le pareció ridículo, y desde el primer día se burló de él. Sus bromas bordeaban la agresión y el desprecio, al punto que más de una vez le tiraba cáscaras de maní y carozos de aceitunas sobre la cabeza.

Bioy Casares cuenta, en Descanso de caminantes: diarios íntimos, que un día el lustrabotas le dijo al cajero, como quien no quiere la cosa, que tenía algo importante para hacer antes de irse: matar a Moro:


“El cajero creyó que hablaba en broma. En ese momento se acercó Moro y cantó el pedido para la mesa nueve. El lustrabotas sacó un revólver y le dijo:

-¡Te voy a matar!

Moro lo miró, riendo; cuando vio el arma, atinó a decir:

-No me matés.

El lustrabotas le descerrajó un balazo en la cabeza; luego, sobre el cuerpo caído y muerto, vació el revólver. Aprovechando el desconcierto general, el lustrabotas se fue”.

El asesinato ocurrió en 1977, en plena dictadura, y cuando los policías lo vieron sentado en Once casi matan al lustrabotas a balazos, pero como el chico no opuso resistencia se dieron cuenta que les decía la verdad: les aseguró que estaba sentado esperando que pasara algún vigilante amigo, como los que patrullaban el bar y los restaurantes del lugar, porque tenía miedo de entrar solo a la comisaría.


El aumento del bien en el mundo depende en buena medida de actos no históricos; que ni a ustedes ni a mí nos haya ido tan mal en la vida como podría habernos ido, y de todas las personas que actuaron con lealtad y generosidad una vida anónima y ahora descansan en tumbas que nadie visita. Algo así dijo George Eliot en Middlemarch, y a mí me parece que tiene razón.

Hay un sociólogo estadounidense cuyos libros disfruto mucho: su nombre es Richard Sennett y fue criado por una madre soltera en un barrio pobre de Chicago. Cuando era joven, Sennett tuvo que reorientar su carrera de chelista porque una lesión le impidió desarrollar su pasión por la música. En El respeto: Sobre la dignidad del hombre en un mundo de desigualdad, Sennett narra historias y reflexiones que me recuerdan el caso trágico del lustrabotas.

La falta de respeto no necesariamente tiene que ver con el insulto, sino con el no reconocimiento a otra persona. Simplemente no “vemos” al prójimo como un ser humano integral cuya dignidad y presencia nos importa.

Si la sociedad de masas sólo destaca el “éxito”  y reconoce a unos pocos individuos, la consecuencia es una escasez de respeto que, a diferencia de lo que ocurre con el petróleo o algún otro recurso natural, no es más que una decisión  humana. Si no hay el suficiente respeto para todos, se trata de una cuestión "social" y no "natural".


El mozo asesinado destrozó, con algunas acciones humillantes, el reconocimiento y la dignidad que el lustrabotas supo ganarse a lo largo del tiempo. 

El libro de Sennett es muy interesante porque se propone investigar las causas posibles de la escasez de respeto en las sociedades desiguales. La primera causa es la más obvia: en toda sociedad existe siempre una diferencia de talento y esfuerzo entre sus miembros.

El otro aspecto que Sennett aborda es el de la dependencia entre los adultos, que implica el desafío incesante de ganarnos a un tiempo el respeto de los demás –un jefe, un colega, un familiar- y el respeto por nosotros mismos.

El tercer aspecto es el de las formas degradantes y condescendientes de compasión, por parte de psicólogos, asistentes sociales, maestros rurales y todo tipo de profesionales que trabajan en zonas vulnerables o económicamente desfavorecidas. 

En efecto, a mucha gente pobre se la priva del control de su propia vida, y eso hace que se sientan una suerte de espectadores de sus propias necesidades; meros consumidores del cuidado que el Estado, a través de sus instituciones, les dispensa. "Allí", nos dice Sennett, "fue donde la gente experimentó esa particular falta de respeto que consiste en no ser vista, en no ser tenida en cuenta como auténticos seres humanos".

Respecto del éxito en la escuela, Sennett dice algo que me parece muy sugestivo: 

"En una comunidad pobre no sobrevives por ser el mejor -o en realidad el más duro- , sino por mantener la cabeza baja; literalmente, por evitar el contacto visual en la calle, que puede interpretarse como desafío; en la escuela, el dotado procura hacerse invisible para que no le peguen por obtener mejores notas que los otros.

En correspondencia con esto, los adolescentes del gueto son muy sensibles al hecho de que no se los respete".


En otro momento me gustaría hablar más en profundidad del libro de Sennett. Por el momento me conformo con invitarlos a que lo lean.

¡Sean felices!

Rodrigo

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