Ante todo, leamos el poema en prosa de Baudelaire in extenso:
LOS
OJOS DE LOS POBRES
¿De modo que quieres saber por qué
te odio hoy? Te será, sin duda, más difícil entenderlo que a mí explicártelo,
pues creo que eres el más bello ejemplo de impermeabilidad femenina que cabe
encontrar.
Habíamos pasado juntos una larga
jornada que me resultó corta. Nos habíamos prometido que nos comunicaríamos
todos nuestros pensamientos el uno al otro y que en adelante nuestras almas
serían una sola; claro que este sueño no tiene nada de original, como no sea
que ningún hombre lo ha visto realizado, aunque todos lo hayan concebido.
Al anochecer, como estabas algo
cansada, quisiste sentarte en la terraza de un café nuevo que hacía esquina con
un bulevar también nuevo y todavía lleno de escombros, que ya mostraba su
esplendor inacabado[1]. El café estaba resplandeciente. Hasta el gas del
alumbrado desplegaba todo el fulgor de un estreno e iluminaba con toda su
fuerza las paredes de una blancura cegadora, las superficies deslumbrantes de
los espejos, los dorados de las molduras y cornisas, los mofletudos pajes
arrastrados por perros con correas, las damas sonriendo al halcón posado en el
puño, las Hebes y los Ganímedes[2] ofreciendo con los brazos extendidos un
ánfora con jaleas[3] o un obelisco bicolor de helados con copete; toda la
historia y toda la mitología puestas al servicio de la glotonería.
En la calzada, justo delante de
nosotros, se había plantado un buen hombre de unos cuarenta años, con cara de
cansancio y barba entrecana, que llevaba de una mano a un niño, mientras
sostenía en el otro brazo a una criaturita demasiado pequeña para andar. Estaba
haciendo de niñera y llevaba a sus hijos a tomar el fresco de la noche. Todos
iban andrajosos. Los tres rostros estaban extraordinariamente serios y los seis
ojos contemplaban fijamente el café nuevo, con igual admiración, aunque
diversamente matizada por la edad.
Los ojos del padre decían: “¡Qué
precioso, qué precioso! Se diría que todo el oro de este pobre mundo se ha
concentrado en esas paredes”. Los ojos del niño exclamaban: “¡Qué precioso, qué
precioso!, pero ése es un sitio donde sólo puede entrar la gente que no es como
nosotros”. En cuanto a los ojos del más pequeño, estaban demasiado fascinados
para no expresar más que una alegría estúpida y profunda.
Dice la letra de una canción que el
placer hace a las almas buenas y ablanda los corazones. Por lo que a mí se
refería, la canción tenía razón esa noche. No sólo me había enternecido aquella
familia de ojos, sino que me sentía un tanto avergonzado de nuestros vasos y de
nuestras jarras, mayores que nuestra sed. Había dirigido mis ojos a los tuyos,
amor mío, para leer en ellos mi pensamiento; me había sumergido en tus ojos tan
bellos y tan extrañamente dulces, en tus ojos verdes, habitados por el
capricho e inspirados por la luna, cuando me dijiste: “¡No soporto a esa gente
con los ojos abiertos como platos! ¿No
puedes decirle al encargado del café que los eche de ahí?”
¡Hasta qué extremo es difícil
entenderse, ángel mío! ¡Hasta qué extremo es incomunicable el pensamiento,
incluso entre aquellos que se aman!
FIN
Siempre me gustó mucho este poema
en prosa de Charles Baudelaire, desde que lo conocí gracias al magnífico estudio de un estadounidense con pinta de hippie fumón llamado Marshall Berman, que lleva por título una frase de Marx: Todo lo sólido se
desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad.
"Los ojos de los pobres" forma parte de poemas en prosa editados en forma de
folletín en El spleen de París, allá por 1864. Me gustaría añadir algo más elaborado, de mi "propia cosecha", por así decirlo; sin embargo, como no ando con mucho tiempo les dejo una interpretación
que sigue muy de cerca la lectura de Berman, junto con un mosaico de imágenes de autores ajenos.
El texto pertenece al momento
histórico preciso en que, bajo la autoridad de Napoleón III y la dirección de
Haussmann, la capital de Francia estaba siendo sistemáticamente demolida y
reconstruida. Mientras Baudelaire trabajaba en París, las obras de
modernización proseguían a su alrededor. Baudelaire nos muestra algo que quizá ningún otro escritor de su época veía tan claramente: el modo en que la
modernización de la ciudad inspira e impone a la vez la modernización de las
almas de sus ciudadanos.
El autor habla de “un café nuevo
que hacía esquina con un bulevar también nuevo y todavía lleno de escombros”.
Los bulevares habían sido planificados por Haussmann, quien destruyendo los
barrios antiguos creó avenidas con corredores anchos y largos por los que
podían circular las tropas y la artillería, para desplazarse contra las futuras
barricadas e insurrecciones populares. Además, los bulevares abrieron huecos
que permitieron a los pobres pasar y salir de sus barrios asolados y descubrir
por vez primera la apariencia del resto de su ciudad y del resto de la vida. Salvando las distancias de tiempo y lugar, no fue tan distinto lo que ocurrió durante el peronismo con el llamado “aluvión
zoológico”: la llegada a la ciudad de Buenos Aires de lo que muchos porteños denominaban “cabecitas negras”.
Volviendo al París del siglo XIX, la presencia de los pobres arroja
una sombra inexorable sobre la luminosidad de la ciudad. El marco, que
mágicamente inspiraba el romance, ahora obra una magia contraria, sacando a los
enamorados de su aislamiento romántico para llevarlos a redes más amplias y
menos idílicas. Bajo esta nueva luz, su felicidad personal aparece como un
privilegio de clase. El bulevar los obliga a reaccionar políticamente. La
respuesta del hombre vibra en dirección a la izquierda liberal: se siente
culpable de su felicidad, cercano a quienes pueden verla, pero no pueden
compartirla; sentimentalmente desearía hacerlos formar parte de su familia. Las
afinidades de la mujer –por lo menos en este momento- están con la derecha, el
Partido del Orden: tenemos algo, ellos lo quieren, de manera que haríamos bien
en “prier le maître”, llamar a alguien -el mozo- con poder para librarse de ellos. Así,
la distancia entre los enamorados no es solamente una brecha en la
comunicación, sino una oposición radical, política e ideológica.
Baudelaire sabe que las respuestas
del hombre y la mujer, el sentimentalismo liberal y crueldad reaccionaria, son
igualmente fútiles. Por una parte, no hay manera de asimilar a los pobres en
una familia de acomodados; por la otra, no hay una forma de represión que pueda
librarse de ellos por mucho tiempo: volverán siempre.
“Nos
habíamos prometido que nos comunicaríamos todos nuestros pensamientos el uno al
otro y que en adelante nuestras almas serían una sola; claro que este sueño no
tiene nada de original, como no sea que ningún hombre lo ha visto realizado,
aunque todos lo hayan concebido”.
Baudelaire sugiere lo que años
después diría el poeta Rainer María Rilke:
El amor, en su esencia, es soledad:
es una relación entre dos soledades que se protegen, se completan, se limitan y
se inclinan la una hacia la otra. El amor no es lo contrario de la soledad sino
una soledad compartida, habitada, iluminada –y a menudo también ensombrecida y
molestada- por la presencia del otro.
Creo recordar que Borges dijo
alguna vez que la humanidad consistía en ser partes de una misma penuria. Cada
uno de nosotros lleva en sí mismo su propia muerte, como el fruto su semilla.
Estamos solos: somos islas. O tal vez sería mejor decir: SOMOS PENÍNSULAS,
rodeados de un océano de soledad y conectados por un estrecho puente de tierra
a otros seres humanos. Esa es la razón por la cual nos desesperamos por tender
puentes, y todas nuestras actitudes –religiosas, sociales, amorosas, amistosas
– no son otra cosa que esos puentes.
La visión de la agonía de un ser
querido, por caso, nos arroja contra la soledad inenarrable de toda muerte, que
en ese caso implicaría estar junto a un ser humano, tocándolo, ayudándolo, y
tener que admitir, sin embargo, qué inmensos abismos separan a uno de otro, que
la muerte es una, solamente personal, indivisible, incompartible. En cierto
modo estamos absolutamente solos y desgajados del instante.
Nadie podrá vivir nuestro dolor, ni
podremos jamás vivir ni morir por otro. Como ha dicho Rilke en “Cartas a un
joven poeta”, no estamos solos, SOMOS solos.
La soledad y la socialidad no son
dos mundos diferentes sino dos formas diversas de relacionarse con el mundo. No
poder sentir lo que el otro siente no es un impedimento para amarse y estar
juntos. Saberse solo no es lo mismo que saberse aislado. A muy grandes rasgos,
es de prever que quien se sienta aislado opte por dos extremos igualmente
peligrosos: o se intuye una nada sin importancia en comparación con la vastedad
del mundo; o se consuela con la falsa idea de ser la única persona que realmente cuenta. Quien se sabe
solo es consciente, cuando menos gran parte del tiempo, de estar rodeado por
personas que lo valoran y lo aman.
En lo personal, debo reconocer que
me gusta mucho leer las conferencias y ensayos de André Comte-Sponville, porque
me parece alguien que se esfuerza por ser claro, sin por eso perder mucha
profunidad. Según el filósofo francés, la cultura occidental, procedente de la
civilización griega y judeocristiana, distingue tres tipos de amor: Eros,
Philia y Agapé.
Como usualmente se dice, lo que voy
a escribir a continuación no es más que una distinción teórica, que separa
conceptualmente algo que en la realidad empírica se encuentra mezclado de
diversos e insondables modos.
Eros:
El amor erótico es el más egoísta,
y tiene que ver con la atracción física, la pasión, el deseo; podemos
caracterizarlo con una cita de Lucrecio que habla sobre los sentimientos de los
amantes:
“Con sus miembros amalgamados, gozan
esa flor de la juventud, y ya sus cuerpos adivinan la voluptuosidad siguiente;
Venus va a fertilizar el campo de la mujer; aprietan ávidamente el cuerpo del
amante, mezclan la saliva, dientes sellados contra las bocas: vanos esfuerzos,
porque no pueden robar nada del cuerpo que abrazan, ni penetrarlo o fundirse en
el otro por completo. Porque, por momentos eso parece que desean…”.
El amante que se encuentra bajo el
influjo de Eros ama a su amada como el lobo ama al cordero. Como diría Ariosto:
“Igual que el cazador que persigue a la liebre, por el frío y por el calor, por
montes y valles; sólo la estima cuando huye y la menosprecia cuando la tiene”.
En este sentido, estar enamorado es
amar al otro para bien de uno mismo. Por eso se torna vital la presencia de otro tipo de amor, si se
quiere, más virtuoso (entiéndase bien, más virtuoso no quiere decir más
necesario): la amistad (philia).
Philia:
Platón ha sugerido que el deseo
implica una carencia. Por caso: no desea salud el que está sano sino el enfermo.
Lo que la persona saludable desea no es la salud presente sino la por venir.
Comte-sponville hace al respecto una distinción que me parece muy iluminadora:
él dice que Platón confunde deseo y esperanza. Por ejemplo: un escritor que ama
su profesión sabe, intuitivamente, que hay un abismo entre escribir y tener la
esperanza de escribir, que es el abismo que separa el deseo como carencia
(esperanza o pasión) del deseo como potencia. Gozamos con lo que hacemos o con
lo que somos toda vez que deseamos aquello que no nos falta. La diferencia
entre esperanza y deseo es la que existe entre el hambre que tortura al
hambriento y el apetito que deleita a un gourmet.
La amistad no es carencia ni deseo
de fusión sino comunidad, fidelidad, ganas de compartir. El amor como philia es
el que puede darse entre marido y mujer al cabo de un tiempo: al comienzo se
hace presente el eros, el hambre, el deseo como carencia, el amor que aferra,
que devora, el amor egoísta. Más tarde se puede aprender a amar al otro
aceptándolo como alguien distinto. Podemos decir que esta capacidad está
ausente en la relación entre el narrador y su amada, relatada por Baudelaire.
El de la amistad no es un fuego
inconstante y fugitivo sino templado y duradero. La amistad se alimenta y crece
del goce de compartir una charla, de reírnos juntos, de consolarnos mutuamente.
La amistad se funda en la libre
elección del otro, y siempre es entre iguales. Cuenta Montaigne que Arístipo,
cuando le acosaban con el afecto que debía a sus hijos por haber salido de él,
se puso a escupir diciendo que aquello también había salido de él, y que
igualmente engendramos piojos y gusanos.
El mismo Montaigne, al tratar de
explicar su amistad con La Boétie, dijo: “si me obligan a decir porqué le
quería, siento que sólo puedo expresarlo contestando: porque era él, porque era
yo”.
Agapé:
El término griego agapé es lo que
la iglesia latina ha traducido como cháritas. Utilizo el término griego porque
entre nosotros la palabra caridad tiene una connotación más de “dar limosna”, y
no es eso lo que intento expresar bajo este concepto.
Hay una frase magnífica, me han
dicho que es de Cesare Pavese pero para mí puede también ser de Theodor Adorno
en su Mínima Moralia: “serás amado el día en que puedas mostrar tu debilidadsin que el otro la utilice para afirmar su fuerza”. Este tipo de amor es uno de
los más difíciles de lograr, casi se diría que es sobrehumano. En muy pocas
ocasiones, tal vez nunca, llegamos a ser capaces de semejante tipo de amor.
El amor en el sentido de agapé
implica: amar espontáneamente, gratuitamente, sin motivo, sin interés y casi
sin justificación. Esto no sólo lo distingue de la avidez del eros sino también
de philia: la amistad implica alegrarme con la alegría del amigo, dar placer y
amor porque así recibiré placer y amor, etc. Posiblemente, agapé sea un
desideratum solo al alcance de los santos; o quizá el amor de los padres por
sus hijos se parezca al amor de “agapé”. Acaso la amistad sea el único amor
generoso del que seamos capaces.
Si una persona nos ama nos da
poder: el poder de hacerla momentáneamente feliz, que es otra forma de decir
que nos da las armas para lastimarla.
Si volvemos al cuento de
Baudelaire, notaremos que los ojos del niño más pequeño “estaban demasiado
fascinados para no expresar más que una alegría estúpida y profunda”. Vale
decir, la fascinación del niño no entraña sentimientos hostiles; su visión del
abismo entre ambos mundos no es agresiva o resentida sino triste y resignada. A
pesar de eso, o quizá precisamente por ese motivo, el narrador comienza a
sentirse incómodo:
“No sólo me había enternecido
aquella familia de ojos, sino que me sentía un tanto avergonzado de nuestros
vasos y de nuestras jarras, mayores que nuestra sed”.
La condición de la pobreza de hoy
no se relaciona con la desposesión, con Penía, sino con la ostentación en la
abundancia, Tántalo.
Recordemos que Tántalo es un
personaje de la mitología griega que pasa por ser hijo de Zeus y de Pluto (de
ahí viene “plutocracia”). Era muy rico y amado por los dioses, que lo admitían
en sus festines.
Los dioses griegos se mandaban
tremendas comilonas, donde bebían néctar y comían ambrosía (una comida que debía
ser todavía mucho más rica que una parrillada con asado, molleja, chinchulines,
chorizo, queso parrillero, pollo, carne de ternera, y el mejor vino tinto que
uno pueda comer… después de todo son dioses).
Pues bien, parece que Tántalo -las
fuentes de los mitos griegos son diversas y hay más de una versión- habría
inmolado a su hijo para servirlo como plato a los dioses. Como castigo por
tratar de quedar bien a costa del pobre pibe, los dioses lo condenaron a sufrir
hambre y sed eternas: sumergido en agua hasta el cuello, no podía beber porque
el líquido retrocedía cada vez que él trataba de introducir en él la boca. Y
una rama cargada de frutos pendía sobre su cabeza, pero si levantaba el brazo
la rama subía bruscamente y se ponía inmediatamente fuera de su alcance.
El cuento de Baudelaire describe un
rasgo típico de nuestros sistemas capitalistas: el contraste abismal entre
riqueza y pobreza. El capitalismo, como vio Marx, tiene dos grandes
características: su extraordinaria capacidad productiva y su tendencia a la
acumulación de capital en pocas manos.
Eso es todo por hoy. La idea era
recordar este gran texto de Charles Baudelaire.
¡Sean felices!
Rodrigo
Notas:
[1] En la época de Baudelaire, París se encontraba en pleno proceso de transformación urbanística. Los barrios estaban perdiendo su fisonomía propia, bajo el efecto demoledor de los planes de Haussmann, que abrió grandes bulevares. Baudelaire recogió este hecho en varios de sus escritos y expresó el efecto negativo que estos cambios produjeran en su alma.
[2] Según la mitología griega, Hebe era la diosa de la juventud, hija de Zeus y de Hera, encargada de servir el néctar y la ambrosía a los dioses hasta que le sustituyó Ganímedes en este oficio. Ganímedes era un príncipe troyano, hijo de Tros o de Laomedonte y de Calliroe. Enamorado Zeus de la belleza del muchacho, tomó la forma de un águila y lo raptó en el monte Ida (Frigia), llevándole al Olimpo, donde le hizo copero de los dioses.
[3] Término aproximado para traducido para traducir el francés bavaroises, sin correspondencia exacta en castellano. Mi francés es pésimo, con lo cual no les puedo ayudar mucho en ese aspecto.
Georges Eugène Haussmann (1809 - 1891), fue nombrado Perfecto de París apenas Napoleón III asume el poder. Realizó importantes reformas entre 1853 y 1869.
"... , dans vos yeux verts, habités par le Caprice et inspirés par la Lune, ..." -> "HABITÉS", HABITADOS no habituados. Ya me parecía.
ResponderBorrarGracias anónimo! Ahora lo modifico.
BorrarEntiendo que el vocablo "maître" no significa exactamente "mozo", pero a los fines de la explicación "bermaniana" que puse, el argumento no cambia mucho.
ResponderBorrarBavaroises, una crema dulce (de Bavaria) de sabores variados para acompañar postres o manducarla sola.
ResponderBorrarCada día me queda mas claro, nacemos en pelotas, húmedos y hambrientos, después la cosa va empeorando.
¿Será rico el helado bávaro? Todavía no fui a Alemania.
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