UN INTERESANTE DEBATE ENTRE CARLOS NINO Y EUGENIO ZAFFARONI


Apertura de Carlos Nino
Réplica de Eugenio Zaffaroni
Respuesta de Carlos Nino
Cierre de Eugenio Zaffaroni

Nota: Publicado originalmente en No hay derecho, II, 4 (1991), pp. 4-8; II, 5 (1992), pp. 5-8; y III, 8 (1993), pp. 25-26

Extraído de la siguiente página:



Apertura de Carlos Nino:


Un artículo sumamente interesante publicado recientemente por Edgardo Donna (1) en el que objeta algunas de las conclusiones de la llamada criminología crítica, me llevó a leer el libro de Eugenio Zaffaroni “En busca de las penas perdidas” (2). A pesar de que disiento con la metodología y con muchas de las tesis de este libro, creo que la seriedad y el prestigio de su autor, como así también el carácter provocativo de las posiciones que defiende, merecen un debate teórico (cosa que no es fácil de motivar en el ámbito penal de nuestro país, como lo experimenté con mis propios trabajos en ese campo).


El profesor Zaffaroni expone la posición (que llama "realismo jurídico- penal marginal", que parte de la deslegitimación del sistema penal vigente, sobre todo en los países subdesarrollados (que pertenecen a lo que él llama "margen"). La causa fundamental de la deslegitimación de tales sistemas estaría dada por el hecho de que ellos irremisiblemente provocan más violencia que la que previenen, principalmente a través de los abusos represivos, prisiones preventivas que se convierten en penas, accidentes de tránsito y abortos que el sistema no impide, etcétera. Frente a ello el abolicionismo se presentaría como una alternativa atractiva; sin embargo ella resulta utópica dada la realidad actual de los países marginales. Según Zaffaroni más razonable sería optar por un principio de reacción penal mínima, que trate de minimizar a la violencia generada por el mismo sistema penal.

La posición de Eugenio Zaffaroni depende, en mi opinión, de premisas que corresponden a estas categorías: (I) una descripción del funcionamiento del sistema penal: (II) una valoración de los resultados de la descripción anterior de acuerdo a ciertos principios de moralidad social; (III) una explicación de por qué la valoración moral anterior no es generalmente reconocida; (IV) una postulación de cuál sería la situación óptima en la que se materializaría la valoración referida en II -superada la falta de reconocimiento que se menciona en III-; (V) una postulación de una situación ideal "segunda mejor" si la situación óptima mencionada en IV.- no es materializable; (VI) una prescripción de-medios para alcanzar el estado de cosas referido en V.- como segundo mejor. Veamos sucesivamente estos pasos.

I. La descripción del sistema penal.

La descripción del funcionamiento del sistema penal que hace el profesor Zaffaroni contiene algunos aspectos obviamente correctos y en verdad constituye un notable mérito del autor enfatizar esos aspectos que son generalmente ignorados por la mayoría de jueces y juristas.

La violencia que genera el estado en algunos países como el nuestro a través de abusos de sus fuerzas de seguridad -muertes y lesiones en situaciones no claramente justificadas, apremios ilegales, detenciones arbitrarias, regímenes de arresto indignos, intimidaciones, etcétera- debe ser motivo de preocupación profunda para toda persona honestamente comprometida con la preservación de los derechos humanos. Lo mismo ocurre con aspectos aberrantes de nuestro procedimiento penal, como las prisiones preventivas que se convierten en verdaderas penas a presuntos inocentes, gracias a procedimientos de excarcelación extremadamente rígidos, un proceso judicial atrabiliario en cuanto a su lentitud, burocratismo y opacidad, y un régimen de detención que pervierte gravemente los fines aseguradores de la prisión preventiva de los procesados. La calamitosa deficiencia cíe nuestros procedimientos penales -sobre todo en el orden nacional- generan considerable grado de riesgo de que las sanciones dispuestas como consecuencia de él recaigan sobre individuos inocentes. Esto se agrava por la inexistencia de un servicio realmente eficaz de defensa jurídica gratuita, lo que coloca en situaciones de gran vulnerabilidad a los individuos de pocos recursos El procedimiento penal incluye un factor de considerable arbitrariedad al no permitir una política cíe persecución penal selectiva racionalmente justificada, a través del ejercicio del principio de oportunidad, y promoviendo que haya, en consecuencia, una selección de hecho, encubierta y, por lo tanto, discrecional. Esta discrecionalidad, como otras permitidas por un procedimiento penal formalista y sigiloso, da lugar a sospechas de corrupción y parcialidad en el funcionamiento de la justicia penal. La legislación penal de fondo es también suma mente objetable en cuanto contiene normas que responden a una concepción perfeccionista -como las que reprimen el mero consumo de drogas o el adulterio- o incluyen penas absolutamente draconianas en relación a las necesidades de prevención. Por último, la situación carcelaria es verdaderamente dramática: dado el hacinamiento y otras carencias materiales, malos tratos, discriminaciones, corrupción sexual, abusos de drogas, etcétera, es obvio que las cárceles de la Argentina, y de muchos otros países de la región se han convertido en un factor de gran poder criminógeno.

Pero esta descripción sucinta de las aberraciones más obvias de nuestro sistema penal es gravemente insuficiente si no se la coloca en un contexto socio-económico. No hay que recurrir a sofisticadas hipótesis de índole sociológica o psicosociológica para advertir que la abismal desigualdad de ingresos, y por lo tanto de oportunidades de educación, de trabajo satisfactorio, de condiciones de vida dignas, que caracteriza a nuestros países, y que sin duda se han agravado en los últimos tiempos, hace que los sectores más pobres sean más proclives a la comisión de una variedad de delitos, los expone con más probabilidad a ser también objeto de sospechas por delitos no cometidos, los hace más vulnerables frente a la actuación arbitraria de las fuerzas de seguridad y más indefensos frente al funcionamiento del sistema penal -que es indudablemente más severo e inflexible con los delitos generalmente cometidos por ese sector social-, los convierte en las peores víctimas del régimen carcelario, etcétera. Si bien sería importante contar con datos estadísticos para corroborar esta vulnerabilidad de los sectores menos favorecidos socialmente al sistema penal, hay evidencias de sentido común de que ello es así (basta observar en los pasillos de los tribunales penales la fisonomía de quienes son llevados esposados: la mayoría son hombres jóvenes, de tez y cabello oscuros y pobremente vestidos).

En cambio, no parece tan claro por qué el profesor Zaffaroni incluye a las muertes provocadas por accidentes de tránsito (pág. 127) y a los abortos (pág. 128) entre la violencia generada por el sistema penal. Es obvio que estos no son daños que el sistema penal produce positivamente. Se podría decir que los produce por omisión, ya que no es suficientemente eficaz para impedirlos. Pero si Zaffaroni suscribiera esta tesis -como yo lo hago en el caso de los accidentes de tránsito, aunque no del aborto- él contradiría su presupuesto, que enseguida veremos, de que el sistema penal carece en forma inherente e insuperable de toda eficacia preventiva preventiva. En lo que hace al aborto es sorprendente que el Profesor Zaffaroni tome partido sin fundamentarlo aquí sobre una cuestión tan controvertible y compleja: muchos no aceptarán que los abortos son males generados por el sistema penal, ya que asumen que los abortos no constituyen en sí mismos daños para ninguna persona moral. Yo mismo pienso que sólo en los casos en que el feto tiene un desarrollo considerable el aborto es un mal, pero aún así no siempre la madre tiene la obligación moral de abstenerse de producirlo, y aún cuando tenga tal obligación difícilmente pueda justificarse que el sistema penal procure hacerla efectiva (3).

Dejando de lado este aspecto poco claro de la descripción de Zaffaroni, creo que ella es, en general, correcta, aunque no esté apoyada en dalos empíricos o en fuentes verificable. Me parece que no se puede exigir siempre corroboraciones minuciosas cuando se traía de hechos notorios, que sin embargo son ignorados, y hasta la referencia a ellos considerada de mal tono, en la mayoría de los desarrollos teóricos para los que tales hechos son relevantes. En cambio, me parece menos útil el recurso que a veces hace el texto comentado a metáforas excesivas o al significado emotivo de ciertas expresiones, como cuando llama "jaulas" a las prisiones (pág. 139), "secuestros" a las penas privativas de la libertad (pág. 26), "prisioneros de la política" a los condenados a penas privativas de la libertad por la comisión de delitos (pág. 159), o hablar de que "es meridianamente claro que quien quiere hacerse el tonto es porque busca como ubicarse en los cien millones de procónsules o esbirros de los proyectos tecno-apocalípticos" (pág. 126). Toda analogía tiene alguna ventaja en términos de asociación de ideas y el empleo del lenguaje emotivo permite propagar los sentimientos (4), pero el exceso de expresiones pictóricas y emotivas resiente la posibilidad de hacer distinciones y precisiones; ello termina debilitando el poder explicatorio y predictivo del discurso teórico riguroso, de lo que en América Latina no podemos prescindir so pena de profundizar nuestra situación vulnerable.

Sin embargo, el problema principal que advierto respecto de este tramo del razonamiento del profesor Zaffaroni es que, cuando los males anteriores generados por nuestro sistema penal lo llevan a la conclusión a que éste es irredimible, se está suponiendo, primero, que tales males no pueden ser de ningún modo evitados o atenuados, y que, segundo, el sistema no tiene una capacidad para prevenir otros males, de modo que, si los anteriores se atenuaran, esa capacidad podría legitimar al sistema. Este es un punto crucial porque no puede proponerse como punto ideal la abolición del sistema penal y como solución intermedia realista su inmunización si no se hace un examen minucioso y aquí sí apoyado por amplias pruebas empíricas sobre la imposibilidad de sanear tal sistema y sobre su eficacia preventiva.

Ese examen y las corroboraciones correspondientes son necesarios porque en este caso las impresiones de sentido común parecen ir en dirección contraria a lo que el autor asume: creo que muchos de nosotros percibimos que la amenaza de pena es efectiva en muchos casos para prevenir la comisión de actos dañosos (sin ir más lejos, pensemos, por ejemplo, cómo se han limpiado últimamente las calles de Buenos Aires de autos mal estacionados ante la amenaza combinada de la grúa y el "cepo"). Me parece que muchos de nosotros no estaríamos muy tranquilos si se indultaran, por ejemplo, a todos quienes cometieran homicidios, tormentos, secuestros, atentados, violaciones, y se anunciara que en el futuro no se aplicará por esos hechos ninguna medida coercitiva y se permitirá que sus autores sigan desarrollando su vida normal. Por cierto que puede discutirse qué clases de actos las penas pueden y deben prevenir, pero parece no caber dudas que algunos actos deben y pueden ser disuadidos mediante algún tipo de penas por actos similares. Por ejemplo, no creo que el profesor Zaffaroni se oponga a que los responsables del terrorismo de estado durante la última dictadura militar hayan sido objeto de sanciones penales. Dado que coincidimos en los argumentos en contra del retributivismo, supongo que si el autor avalara esa punición lo haría porque supone que ella tiene algún poder preventivo de situaciones similares que podrían producirse en el futuro. Una vez que se admite la eficacia del sistema penal para prevenir ciertos daños, debe extenderse la misma conclusión a casos similares. Y una vez que se acepta que hay algunos efectos social-mente beneficiosos de la existencia de un sistema penal, debe demostrarse que esos efectos beneficiosos no permiten legitimar al sistema si es que sus consecuencias deletéreas fueran contenidas o atenuadas.

En especial, pareciera que habría que recurrir al sistema penal para prevenir muchos de los daños que Zaffaroni adscribe correctamente al mismo sistema penal: no se ve cómo podrían ser prevenidos los abusos policiales, los malos tratos en lugares de detención, la corrupción judicial, y por supuesto, los accidentes de tránsito (a los que Zaffaroni agregaría los abortos) sin algún recurso a medidas coactivas.

Por cierto que esto de ningún modo excluye la posibilidad de que las actuales penas, sobre todo las privativas de la libertad, puedan reemplazarse por otras, con igual o aun mayor eticada preventiva y con menos electos deletéreos, y que aun medidas no estrictamente punitivas, aunque probablemente con algún componente coercitivo, puedan sustituir a las sanciones penales. Todo ello debe ser objeto de un examen minucioso, con casos comparados, datos estadísticos, hipótesis sociológicas y psicológicas en mano, para poder extraer conclusiones pertinentes. El movimiento llamado "abolicionista" ha hecho aportes sumamente valiosos al dirigir la reflexión crítica hacia esas posibilidades, aunque a veces su lenguaje parece ir más allá del contenido reformador de sus propuestas concretas (5).

En suma, el profesor Zaffaroni tiene razón cuando señala los gravísimos males que surgen del sistema penal vigente. Sin embargo, para llegar a las conclusiones normativas a las que llega -la abolición como ideal y la minimización como meta inmediata realizable del sistema penal- necesitaría además demostrar que los males del sistema penal no pueden ser evitados o contenidos y que ese sistema no produce ningún efecto beneficioso que deba ser tomado en cuenta antes de llegar a conclusiones normativas y adoptar cursos de acción. Sin esa demostración la propuesta que se nos hace es la de dar un salto al vacío, y ella simplemente resulta inocua por el hecho de que no hay muchos que estén dispuestos a darlo.

II. Presupuestos valorativos.

También me parecen prima facie plausibles las posiciones que adopta el profesor Zaffaroni en materia de principios de moralidad social justificatorios de instituciones y acciones. Comparto su sensibilidad por la desigualdad y la explotación y coincido con su visión crítica de los arreglos sociales, que exige que ellos sean justificables a la luz de algo más que las meras convenciones o tradiciones de una cierta comunidad.

Sin embargo, echo de menos en la obra que estoy comentando una articulación mayor de los principios de justicia que el autor asume y lo lleva a lomar las posiciones críticas que adopta. ¿Qué concepción de la igualdad presupone? ¿Una que esté más cerca de la idea de no explotación u otra cercana a la de parificación? ¿Cuál es la concepción de los intereses relevantes y de los titulares de tales intereses? En especial ¿cuál es la posición del autor respecto de la postulación de personas morales supraindividuales, como el proletariado, la sociedad, el pueblo, y de la adscripción de intereses a esas supuestas personas en contraste con los de los individuos de carne y hueso? En el tema específico de la pena ¿cree el profesor Zaffaroni que si ella tuviera una capacidad preventiva y se pudieran eliminar o atenuar sus efectos deletéreos estaría justificada, o que bajo ninguna circunstancia ella es legítima? Si la respuesta a la pregunta anterior fuera positiva ¿cómo resolvería este autor el problema de la distribución, o sea el hecho de que los individuos a los que la pena beneficiaría son diferentes de tos que se ven perjudicados por ella, sin que se pueda acudir -en esto coincidimos- a retribución para justificarlo? Además de descalificar a mi posición, como enseguida veremos, como "neocontractualista", ¿cuáles son exactamente sus argumentos de fondo, más allá del que inmediatamente analizaremos, para no considerar relevante el consentimiento de los sujetos penados?

Cuando se hacen explícitos principios uno está obligado a aplicarlos coherentemente a situaciones que tal vez quisiera tratar intuitivamente en forma diferente. Vuelvo aquí a casos respecto de los que intuyo que coincidiríamos con el profesor Zaffaroni sobre la justicia y conveniencia de algunas penas -el terrorismo de estado (yo agregaría también el otro terrorismo), torturas, los actos de corrupción de los funcionarios públicos, las grandes defraudaciones, las violaciones, los delitos de los que son victimas la gente más desvalida (a veces por obra de otra gente desvalida), las muertes y lesiones provocadas por imprudencia en el tránsito, y me pregunto cómo distinguimos estos casos de otros que son análogos salvo por provocar reacciones emotivas diferentes, que no pueden ser fácilmente tenidas en cuenta en un sistema penal que respete los principios de legalidad y generalidad.

A veces la obra que comento descalifica diferentes concepciones de moralidad social con poco más que un encasillamiento bajo algún rótulo terminado en "ista". Por ejemplo, la posición de H. L. A. Hart sobre la pena y la que yo trato de exponer en Los límites de la responsabilidad penal (6) son descalificados como "neocontractualistas" (pág. 85). No veo por qué la tesis de Hart de justificar la pena sobre la base de una maximización de la libertad de elección debería ser considerada como contractualista (con o sin el “neo”): no siempre quien valore la libertad de elección (como creo que lo hace el mismo Zaffaroni y por eso le preocupa qué poco gozan de ellas ciertos sectores sociales) es automáticamente un contractualista. Yo podría ser un mejor candidato para ese rótulo, ya que intento justificar la pena que sea un medio eficaz ele protección social sobre la base del consentimiento de la persona sobre quien recae la pena (lo que implica tomar en cuenta una dimensión distributiva totalmente ausente en el enfoque de Hart); sin embargo, yo no me aplicaría a mí ese mismo rótulo porque no fundamento la validez de los principios justificadores de la pena o de otras instituciones sociales sobre la base del consentimiento real o hipotético de los individuos concernidos, que es lo que distingue a una posición contractualista (como la de Rawls en la actualidad).

Contractualista o no, lo cierto es que me cabe el sayo de la crítica que Zaffaroni atribuye a Marat de que en una sociedad injusta la pena retributiva queda deslegitimada (pág. 86 y nota 14). Como yo no defiendo una pena retributiva, traduciría la crítica de esta forma: si no hay una relativa igualdad en las posibilidades de elección cíe los individuos, no se puede otorgar validez a su consentimiento de asumir una cierta responsabilidad penal, con el objeto de justificar que se le imponga a él una pena socialmente útil. He tratado largamente este problema en mi libro: Etica y Derechos Humanos (7) cuando defendí en contra del determinismo normativo el principio de dignidad de la persona, que permite tomar en cuenta las decisiones y actos voluntarios de los individuos como antecedentes válidos de consecuencias normativas, tales como obligaciones o penas. Sostuve, en efecto, que las excusas o vicios de la voluntad no suponen meramente que la voluntad de un individuo esté determinada por algún factor causal (ya que siempre lo está) sino por algún factor causal que afecte desigual mente a ciertos individuos y no a otros. Creo, por lo tanto, que si la decisión de un individuo de cometer un delito está determinada por graves apremios que no sufren otros individuos de la sociedad, no es posible acudir a su consentimiento para justificar la imposición de una pena, aunque esta sea socialmente útil. Pero aquí se necesita cautela, porque lo mismo se aplicaría al consentimiento del individuo prestado para celebrar un contrato o para contraer matrimonio o para participar de la elección de autoridades. El desconocimiento de la capacidad para decidir y tomar decisiones de ciertos individuos, que debe extenderse coherentemente a los distintos ámbitos donde él pueda ser relevante, conduce a considerar el individuo en cuestión como un objeto de manipulación con fines benéficos, en todo caso, y no como una fuente de decisiones autónomas. La defensa de ámbitos estructurales en la sociedad que lleven a una distribución más equitativa de recursos, neutralizando así el impacto desigual que ciertos factores causales tienen sobre determinados individuos, no debe llevar, por lo tanto, a la descalificación automática de los actos de voluntad ejercidos en las condiciones sociales presentes; sólo en casos extremos de apremios debidos a una incidencia sumamente desigual de factores causales es plausible descalificar a individuos como generadores de decisiones vinculantes.

Otro aspecto valorativo que queda oscuro en la exposición de la obra que comento es la de la legitimidad del proceso democrático. Al fin y al cabo, los sistemas penales en la mayor parte de los países de "nuestro margen" están avalados por decisiones lomadas a través de procesos democráticos, por más que sean procesos que aún son considerablemente imperfectos. La "deslegitimación" del sistema penal parece presuponer la falta de legitimidad del proceso que ha generado las respectivas normas penales y la designación de los jueces y funcionarios encargados de aplicarlas. Si se presupusiera, en cambio, que ese proceso es moralmente legítimo, ello daría una razón para una aplicación leal de las normas en cuestión, tratando obviamente de minimizar sus violaciones, por más que se propusieran cambios normativos radicales a través del mismo proceso democrático. No está claro si el profesor Zaffaroni cree que las imperfecciones del sistema democrático sobrepasan el umbral antes del cual se puede sostener que éste es más legítimo que cualquier otro procedimiento alternativo de decisión, por lo que el perfeccionamiento del sistema debe hacerse a través del mismo sistema. Por cierto que esto es aplicable no solo a posible movimientos de intervención o agitación extraconstitucional, sino la misma actividad judicial, ya que el origen no directamente democrático de los jueces no los convierte en los canales más aptos para producir cambios en contra de lo dispuesto por las leyes de origen democrático, si este origen conserva las condiciones mínimas que le dan legitimidad.

III. Velos conceptuales.

Respecto del punto de los esquemas teóricos que impiden el reconocimiento de la situación táctica y de los problemas valorativos mencionados en los dos puntos anteriores aquí también Zaffaroni tiene cosas interesantes para decir.

En este punto advierto un acercamiento a posiciones críticas sobre la dogmática jurídica, que he intentado promover desde hace tiempo (8). En efecto, siempre he sostenido que el ocultamiento que hace la dogmática de toma de posiciones valorativas bajo el ropaje de técnicas aparentemente neutras, como el análisis conceptual, la apelación al legislador racional, la inducción jurídica, las teorías generales del derecho, etc., impiden la deliberación critica y el control democrático de las decisiones que se loman bajo la guía de la dogmática, como ocurre a través de la administración de justicia.

En esto difiero del enfoque sobre la dogmática que adopta Donna en sus observaciones sobre la criminología crítica, a pesar de que, como se ve, comparto en buena medida tales observaciones: las garantías cuya preservación él propugna son las del derecho penal liberal, que trascienden a la dogmática por más que sean también avaladas por ella. En el mundo anglosajón no hay ningún desarrollo dogmático y sin embargo se es muy escrupuloso, en general, en la preservación de las garantías que preocupan a Donna (9). Al contrario, creo que la dogmática pone en peligro el principio de legalidad, cuando hace aparecer como contenidas en la legislación y relevadas por el análisis conceptual, lo que es, en realidad, el resultado de postulaciones valorativas de los juristas que proponen tales soluciones, no controladas por la discusión abierta y democrática. Por otra parte, hace mucho que me he preocupado en resaltar (10) lo que comparte ahora el profesor Zaffaroni, que la progresiva subjetivización de lo injusto en la que está incurriendo la dogmática atenta gravemente contra el principio liberal de intersubjetividad del derecho penal.

Sin embargo, creo que el profesor Zaffaroni no va lo suficientemente lejos en su crítica del aparato metodológico encubridor empleado por la dogmática jurídica. Esto se manifiesta especialmente en su continua adhesión (ver págs, 195 y ss.) a la postulación de Welzel y de otros autores alemanes de "estructuras lógico-objetivas" o estructuras ónticas que la dogmática tendría por misión descubrir. La postulación de una supuesta dimensión de la realidad que no es empírica -y por lo tanto no está sujeta al acceso igualitario a través de la experiencia sensible-, es una forma de hacer pasar opciones valorativas como si fueran percepciones de una realidad trascendente a la que solo algunos pueden acceder, evitando de ese modo la discusión crítica a la que debe ser sometida toda postulación axiológica (11) "no hay nada más democrático que nuestros sentidos y nada más elitista que la apelación a una metafísica no empirista!".

No obstante, Zaffaroni, toma una distancia significativa de la dogmática, al coincidir (pág. 253) con la posición que defendí en Los límites de la responsabilidad penal (12) en el sentido de que la llamada "definición de delito" no es una verdadera definición conceptual sino un conjunto de principios valorativos sobre las condiciones exigibles al legislador o a un juez para prescribir o aplicar penas. Esto le resta ala concepción de las estructuras lógico-objetivas su principal foco de aplicación, ya que excluye que los elementos del delito sean el resultado de una configuración estructural, u "óntica" de la realidad.

Fuera de su crítica algo tibia del discurso de la dogmática jurídica, la obra que comento adopta la descalificación general del discurso jurídico promovida por la llamada "escuela crítica del derecho", inspirada sobre lodo en el pensamiento de Foucault acerca de la dependencia del saber respecto del poder. Aunque este no es el lugar para hacerle debida justicia a una escuela defendida por estudiosos sumamente serios, debo decir que siempre me impresionó el tono de sospecha y revelación de cuestiones relativamente obvias que campea en alguno de éstos análisis: por cierto que el derecho es un discurso de poder y de dominación; lo que hay que discutir es bajo qué condiciones ese poder está justificado, y por lo tanto cuáles son los límites a ese poder (cosa que la filosofía política ha venido haciendo desde sus orígenes). Creo no equivocarme al sostener que esta escuela es insuficientemente crítica de los principios de moralidad social de los que debe partirse para enjuiciar las instituciones sociales -asumiéndolos como obvios-, centrando, en cambio, su atención en un permanente descubrimiento de supuestos aspectos ocultos de tales instituciones, asumiendo que basta sacarlos a la luz para que su intrínseca maldad en función de tales principios indiscutibles se ponga de manifiesto. Generalmente ocurre que lo que se presenta como una singular revelación es bastante evidente, y que, en cambio, lo es menos, cuáles son los principios generales que respaldan la condena de lo que se "revela", sin incurrir en otras consecuencias inaceptables. Por otra parle, este tipo de enfoque se hace pasible de las críticas corrientes que se dirigen a posiciones relativistas y deterministas, las que no pueden explicar cómo sus propios presupuestos valorativos están exentos de la relativización y la determinación con que descalifican a lodos los demás.

IV. Utopías.

La obra que comentamos parte de la base de que el abolicionismo, o sea la desaparición lisa y llana del sistema penal, es el ideal al que se debe intentar llegar, por más que haya obstáculos considerables para su concreción inmediata (pág. 110 y ss.)

Frente a la objeción obvia sobre la indefensión en que se dejaría a la sociedad -e incluso más aún a sus sectores más débiles- sin ningún recurso a instrumentos coercitivos, objeción que reconoce la observación de sentido común que comentamos antes de que la pena tiene alguna eficacia preventiva, el profesor Zaffaroni apela a los cambios que deberían producirse en la misma sociedad (pág. 110). Aquí está obviamente presente la imagen que ha alimentado a tantas utopías de una comunidad fraternal de hombres y mujeres, movidos por impulsos altruistas, en la que o bien está ausente lodo conflicto de intereses o ellos se resuelven por la mera persuasión o por la comunión de sentimientos. El problema de esta imagen no es que sea utópica, ya que toda concepción de filosofía política descansa en una cierta utopía, o sea, en una visión de una situación ideal que no puede ser plenamente materializada. El problema es que se trata de una utopía ilegitima, ya que no nos permite graduar a diferentes conformaciones sociales por su mayor o menor acercamiento al ideal -que es la función que una utopía válida debe cumplir-. En efecto, los grupos comunitarios que parecen acercarse más a este ideal, como las comunidades cerradas o tribales, se alejan en otros aspectos sumamente relevantes, como es el desconocimiento de lo que Rawls llama "el hecho del pluralismo" y la falla de respeto por la autonomía personal, que conlleva la posibilidad de elección de ideales de vida divergentes y a vetes conflictivos. Tan pronto se respeta ese pluralismo y esa autonomía, surge la posibilidad de conflictos profundos, que muchas veces sólo pueden resolverse por la intervención coactiva de alguien -sea de uno de los que están en conflictos o de una agencia pretendidamenle independiente-.

Esto ocurre no sólo porque alguien puede valorar más su concepción del bien que el procedimiento colectivo de toma de decisiones que ha arrojado una que violenta esa concepción del bien, sino también porque alguien puede diferir con el resto acerca de cuál es el procedimiento preferible de toma de decisiones y no hay otro procedimiento superior de toma de decisiones para dirimir la controversia. Alguien que sea profundamente religioso puede considerar que la salvación de las almas de él mismo y todos los demás tiene una urgencia que supera el valor de la tolerancia de las decisiones de individuos que han tomado una senda que los lleva a la perdición y aún de la decisión democrática que por ejemplo ha decidido que cada uno cuide de su propia alma, pero no de la de los demás, esto lo puede llevar por ejemplo a romper una vidriera para destruir la foto de un desnudo femenino que se exhibe en ella (y que según nuestro amigo está corrompiendo las almas de sus semejantes). ¿Qué se haría con un individuo así en la utopía que entrevé el profesor Zaffaroni? ¿O es que tal individuo no existiría porque todos percibirían la "verdad"?

V. Lo segundo mejor.

El profesor Zaffaroni recomienda no tratar de alcanzar de inmediato la utopía abolicionista, no -como dice Ferrajoli- porque ello conllevaría el riesgo de venganzas privadas, sino porque acarrearía el riesgo de que se recurra a medios aún más violentos que la pena pata •disciplinar" a la sociedad. Por lo tanto, el autor recomienda adoptar la táctica de la intervención penal mínima (pág 180 y ss.) tratando de reducir la violencia del sistema penal.

Sin embargo, cuando debe optarse por una solución de "segundo mejor" no siempre es tal la que se aproxima más a la solución considerada óptima. La invalidez del "presupuesto de la aproximación" ha sido demostrada por la teoría económica de lo segundo mejor; como dicen Lipsey y Lancaster: "no es verdad que una situación en la que más, pero no todas, de las condiciones óptimas están satisfechas es necesariamente, o aún probablemente, mejor que una situación en que menos de esas condiciones se satisfacen ..." (13). Según Jon Elster (14) cuando los demás no realizan lo que sería deseable en la situación óptima puede ser totalmente contraproducente actuar como habría que hacerlo en esa situación si todos actuaran de igual modo. A sus ejemplos de que un poquito de socialismo o un poquito de racionalidad pueden ser peligrosos en un contexto capitalista o irracional, yo agregaría que un poquito de abolicionismo (aún suponiendo que éste sea bueno en un mundo ideal), en la forma de intervención penal mínima, puede ser sumamente riesgoso en un marco de considerable violencia.

La presentación que estamos considerando no parece hacer lugar para el hecho de que uno de los factores más relevantes que determinan la debilidad de una sociedad como la argentina es una anomia generalizada que afecta a todos los sectores sociales, y que se manifiesta en los abusos y corrupciones de los gobiernos, la evasión impositiva, las defraudaciones de diferentes grupos económicos, la violencia política, el caos del tránsito urbano y carretero. La anomia genera obviamente gravísimos problemas de coordinación del comportamiento colectivo con resultados autofrustrantes para lodos los intervinientes. Los problemas de coordinación del tipo del "dilema de los prisioneros" no se pueden resolver por iniciativa ni por buena voluntad individual sino que requieren a veces de una intervención externa aún coactiva. No es aventurado pensar que es la mayor capacidad para cooperar gracias a la coordinación del comportamiento colectiva obtenido a través de la observancia de normas sociales -observancia apoyada en un aparato coactivo aceptablemente justo y eficaz- lo que ha hecho menos vulnerables a otras sociedades frente a la rapacidad de agentes internos y externos.

VI. Medios.

En cuanto a los medios para aduar en condiciones no ideales, el profesor Zaffaroní formula una serie de principios (págs 216 y ss.) que parecerían aceptables si estuvieran dirigidos a hacer más justo y eficiente el sistema penal en lugar de simplemente minimizarlo (tal vez se puede demostrar que la única manera de hacerlo más justo y eficiente es precisamente minimizándolo, pero esto debería ser motivo de una demostración y no de una mera postulación).

En lugar de una mínima intervención penal, parece conveniente propugnar (a reforma de la legislación penal de fondo para que ella se dirija a reprimir sólo a aquellos actos que afectan grave e injustificadamente intereses de terceros; la adopción de otras alternativas penales menos cruentas que las penas de prisión; la urgente modificación del procedimiento penal para hacerlo más transparente, expeditivo y garantizador, incluyendo la introducción de jurados; la racionalización del ejercicio de la acción penal; la revisión de la prisión preventiva y de sus condiciones de cumplimiento; la reforma de los mecanismos que deberían permitir un mayor control de las fuerzas de seguridad, incluyendo el recurso a sanciones penales efectivas; la revisión profunda del sistema carcelario, con un control democrático eficaz (por ejemplo, introduciendo un ombudsman carcelario que informe permanentemente al Parlamento sobre las condiciones cíe las prisiones). Claro está que todas estas medidas serán seguramente rechazadas por responder a un reformismo burgués que junto con otras modificaciones de la estructura socio-económica, sólo hicieron que países que hasta hace poco tiempo generadores de masas de emigrantes se hayan transformado en centros de atracción de grandes caudales inmigratorios y están experimentando uno de los más amplios experimentos asociativos de la historia. Sin embargo, estas propuestas de reforma preocupan mucho más a los defensores del statu quo que los alegatos maximalistas que presuponen que si no se cambia la naturaleza humana los demás cambios no tengan valor alguno.

Desde el punto de vista de los principios para regular la responsabilidad penal el profesor Zaffaroni acepta (págs. 257 y ss.) aquellos normalmente avalados por la dogmática penal -en lo que va menos lejos que mí propuesta de reformulación de esos principios, salvo en lo que hace a la subjetivización del injusto (pág. 257) y al principio de culpabilidad (pág. 265). Aquí parece coincidir parcialmente con la crítica que dirigí en Los limites de la responsabilidad penal (15) a la incorporación de elementos subjetivos a la antijuridicidad y a las causas de justificación y a la teoría normativa que identifica culpabilidad con reprochabilidad, sobre la base de que lo primero implica directamente una posición perfeccionista al incluir manifestaciones del carácter de los individuos en las situaciones que el derecho procura prevenir y que lo segundo hace lo mismo indirectamente al recurrir a un juicio ético sobre la calidad del carácter moral del agente.

En lugar del principio de culpabilidad el profesor Zaffaroni propone un denominado "principio de vulnerabilidad", que toma en cuenta la contribución que ha hecho el sujeto, vis a vis la influencia de otros factores del contexto, para colocarse en una situación de riesgo de selección por parte del sistema penal. No creo que una vez que despojamos el panorama de las descripciones pictóricas a las que se recurre para explicar este principio, él agregue mucho más a las viejas ideas de voluntariedad y libertad. En definitiva, como dije, creo que la cuestión depende de si la determinación de la que seguramente fue objeto el comportamiento del agente se debe a factores que están más o menos igualmente distribuidos en el medio social relevante.

Espero haber mostrado por qué me parecen discutibles los diversos tramos del razonamiento de la obra analizada: creo que el pensamiento crítico sobre el sistema penal requiere a la vez una revisión más audaz de los presupuestos teóricos y, en el plano práctico, propuestas más prudentes (en el sentido original de la palabra que no es equivalente a "timoratas" sino que denota el uso de los instrumentos adecuados para los fines perseguidos) de reformas profundas de toda la legislación y la práctica punitiva. También espero que estas reflexiones críticas sobre la En busca de las penas perdidas sean demostrativas de mi opinión sobre la importancia de esta obra, que la hacen merecedora de un debate atento y reflexivo, y de mi respeto por las notables condiciones intelectuales y la gran vocación pública de su autor.

NOTAS

(1) "Derechos humanos, dogmática penal y criminología", en La Ley del 14 de mayo de 1991.

(2) Bs. As., 1989.

(3) Ver un desarrollo de este tema en mi "Fundamentos de la práctica constitucional". Bs. As., Astrea, en prensa.

(4) Ver el libro de Foucault "Microfísica del poder". Madrid, 1980. p. 17, una interesante discusión sobre el uso de metáforas en el discurso "de guerra" y la posición de Althusser sobre el carácter poco riguroso do ese discurso.

(5) Ver el análisis que hago del abolicionismo en "Los límites de la responsabilidad penal'. Bs. As., 1980, pp. 211 v ss. Ver también, en el número 3 de esta misma revista, el interesante articulo de Alejandro Baratta "Resocialización o control social".

(6) Bs. As., 1980.

(7) Bs. As., 1989.

(8) Ver Consideraciones sobre la dogmática jurídica. Con especial referencia al derecho penal. México, 1974; "Algunos modelos de 'ciencia jurídica'", Carabobo, 1980; "Los límites de la responsabilidad penal", cit., Cap. 1.

(9) Ver este punto en "Los límites de la responsabilidad penal", cit. Cap. I.

(10) Ver "Los límites...", cit., pp. 331 y ss.

(11) Ver este punto en "Los límites.. ", cit.. pp. 89 y ss.

(12) Ver op. cit. pp. 76 y ss.

(13) "The Economic Theory of the Second Best". Review of Economic Studies, 24, 1956-7.

(14) "Foundations of Social Choice Theory", Cambridge, 1989, p. 119.

(15) Ver pp. 49, 331, y pp. 92 y 298, respectivamente.

(16) Ver el análisis de estas nociones que desarrollo en "Introducción a la filosofía de la acción humana", Bs. As., 1987.



Réplica de Eugenio Zaffaroni:


Los libros, una vez publicados, devienen hijos emancipados; siguen su curso autónomo de ediciones, traducciones y críticas. Esto sucedió también con "En busca...". En dos años fue editado tres veces en castellano, traducido al portugués y criticado desde dispares ángulos y tonos. En cuanto a las críticas, me resulta imposible responder a todas, en parte por el tiempo que demandaría, pero también porque algunas —como la de Carlos Elbert en la Argentina— me plantean cuestiones sumamente serias, pero en las que no he profundizado, porque sé muy bien que no tengo capacidad ni entrenamiento para desarrollar una teoría de la sociedad ni una teoría del estado, por ejemplo. Confieso que otras han despertado mi curiosidad: son las que me hacen decir lo que no pienso. Supongo que porque a sus autores les agradaría que lo pensase para imputarme lo que afirman que pienso, etiquetarme y recobrar la calma colocándome en su vitrina entomológica, rodeado convenientemente de antipolillas.
Dejo a otros especialistas las curiosidades y también admito que me halagan otros planteamientos más abarcativos, pero la prudencia me indica que mis limitaciones me impiden alcanzar su ámbito, aunque reconozco su extrema importancia. Desde el nivel teórico mucho más modesto que me propuse, encuentro en Nino al crítico más ajustado al mismo, o sea, a la acotada área del sistema penal, aunque — como es lógico— no se considere a este ámbito aislado del mundo.

Existe otra razón por la que pienso que un diálogo con Nino —aunque nunca nos pongamos de acuerdo, lo que, por otra parte, es bueno— puede resultar fructífero: Nino es un liberal en el mejor sentido de las palabras, que procura un derecho penal garantizador y, aunque los caminos sean dispares y hasta incompatibles, en el fondo hay una mira común. En definitiva, "En busca... "no pretende más que salvar al derecho penal liberal del violento vendaval que lo azota por parte del pensamiento autoritario, de la debilidad que le brinda una funda-mentación científicamente falsa y de la infección con que lo contaminan los que se llaman 'penalistas liberales" porque comparten sólo sus errores de fundamentación. En esto percibo un interés por parte de Nino que nos enrola en una única empresa, aunque a veces creo que no se percata de algunas trampas que el autoritarismo tiende en el camino.

Me parece ver en las presuposiciones criminológicas de Nino algunas afirmaciones que ningún sociólogo contemporáneo podría compartir. En cuanto a la crítica al sistema penal en América Latina, estimo que es demasiado estrecho el criterio que se limita a explicarla por la vía de nuestro "subdesarrollo" y a confrontarlo con un sistema penal supuestamente no selectivo, no violento, no corrupto y no reproductor, que sería el modelo de los países centrales. Simplemente —y eso lo explico claramente en el libro— nuestro sistemas penales marginales, porque corresponden a sociedades más estratificadas, son más violentos, más selectivos, más corruptos, y más reproductores, pero estas características las tienen todos los ejercicios del poder punitivo. La criminología liberal, la de la reacción social e incluso, dentro de ésta, la radical, señala esto, con argumentos de cuño funcionalista, interaccionista, fenomenológico, etnometodológico y hasta marxista (en diversas variables del marxismo teórico), y estos trabajos e investigaciones, practicados en los marcos teóricos más dispares, no vieron la luz aquí ni referidos a nuestros sistemas penales, sino que estudiaron estas características en los sistemas penales centrales, y sus autores son estadounidenses, ingleses, franceses, italianos, alemanes, etc.

No es sólo una cuestión de que nuestros pobres sean más proclives a la comisión de ciertos delitos y más vulnerables, como dice Nino. En cierto sentido esa sería una explicación de la criminología socialista de comienzos de siglo (W. Bonger, por ejemplo), sino también de que nuestros invulnerables son más proclives a la comisión de ciertos delitos y más invulnerables. Esto no hace más que resaltar la invulnerabilidad y los otros caracteres estructurales, pero no los crea. El "white collar crime" no fue teorizado aquí, sino allá y hace más de medio siglo, como que se erigió en el argumento más difícil de digerir por el funcionalismo sociológico estadounidense.

Con respecto al tránsito, tenemos estadísticas terribles, que no pueden ignorarse. Y algo parecido, aunque su investigación sea más difícil, sucede con el aborto. (En cuanto a este último, aparte de que la vida deba protegerse desde la concepción como regla de derecho positivo internacional, no creo que Nino ni nadie sostenga que su aumento y frecuencia masiva sea recomendable) En cuanto a la producción por el poder punitivo de ambos fenómenos, en algún momento creí, como Nino, que sólo se podía imputar omisivamente. Pero ahora creo —e insisto— en una contribución activa —causal— a la producción de esas muertes: el sistema penal crea la ilusión de una solución y, como generalmente sucede, la pacífica aceptación de que el problema se resuelve con el sistema penal (o la no menos tranquilizante de que si no se resuelve es por un defecto coyuntural del sistema penal), cancela el problema, normaliza la situación y, con ello, impide la búsqueda de soluciones efectivas: a nadie se le ocurre investigar cómo protegerse de la lluvia y menos invertir millones de dólares en esa investigación; si se está mojando porque tiene un paraguas agujereado, aunque se moje, sabe que es por el paraguas defectuoso. Pero el aborto no es lluvia.

En cuanto a lo que Nino llama "metáforas excesivas" o "significado emotivo", creo ser bastante sobrio y casi exclusivamente descriptivo, por no decir "costumbrista". Soy altamente conservador al llamar "jaulas" a las prisiones, y si alguien lo duda lo invito a acompañarme a visitarlas a lo largo de la región. En tal caso podría mostrarle datos de alguna capital, con el 3% de mortalidad anual en la población penal (dato oficial). La expresión "institución de secuestro" no me pertenece, pero es jurídicamente correctísima: una privación de libertad no legítima es un secuestro. Con respecto a la mala conciencia de algunas personas, es un fenómeno comprobable empíricamente, aunque no por ello pretendo generalizar ni inventar teorías conspirativas, tan falsas como pasadas de moda. No creo caer en el "exceso metafórico" sino remover expresiones tranquilizantes y dramatizantes. Convengo que no es sencillo operar con las palabras para suprimir sedaciones y dramatizaciones, porque se "desnormaliza" una situación y por eso parece que se dramatiza lo que estaba sedado y se seda lo que estaba dramatizado. Esto es tan inevitable como molesto, pero admito que si provoco esa molestia, me alegro mucho, porque justamente es lo que me propuse: desnormalizar una situación para mover una reinterpretación más racional o razonable de la realidad, que permita comprenderla mejor y reducir sus niveles de violencia. Creo que el lenguaje "no emocional" que cree emplear Nino es tan intencional como el mío, sólo que se le pierde su intencionalidad en la normalización que llama "sentido común".

A renglón seguido me parece que Nino me plantea demasiados problemas juntos y con pocas distinciones: presupone que la pena tiene efecto preventivo general, me atribuye una posición anarquista que no comparto, identifica coacción con pena y parece invocar un difuso "sentido común", no sin presuponer que los excesos del poder punitivo sólo pueden corregirse con poder punitivo y pretender argumentar en favor de la pena con ejemplos de conflictos tan dispares como la infracción de estacionamiento en lugar prohibido y el genocidio. Responder a todo esto requeriría escribir otro libro, pero intentaré ensayar al menos algunas líneas maestras.

En principio, no hay ninguna verificación del efecto preventivo general de la pena, ni positivo ni negativo. El ejemplo de Nino, con la grúa y el cepo en las calles es el mejor ejemplo de la ineficacia preventiva de la pena. En ningún momento sostengo la deslegilimación de la coacción en general, y aunque cargue con la defensa de otros, justo es decir que no la sostienen tampoco los abolicionistas. El derecho administrativo y el constitucional conocen una larguísima disputa sobre los límites de la coacción directa. No pretendo resolver aquí y ahora este problema, pero por lo menos quiero dejar en claro que, al menos, es bueno distinguir entre la coacción pública que detiene una lesión en curso o que aparta un peligro real e inminente, y una pena. Si un agente del estado detiene a quien me persigue con un puñal o le impide poner una bomba aun terrorista, eso es claro que no es una pena, de la misma manera que si detiene a un puma hambriento o a una cobra venenosa. Pues bien: la grúa que se lleva el vehículo (o el cepo que obliga a retirarlo dentro de las tres horas) no son penas, sino coacción directa que remueve (u obliga a remover) un obstáculo que está perturbando el tránsito por estrechar los canales de circulación. Pena es la multa que impone luego el tribunal de faltas, porque el pago del acarreo o de la liberación del vehículo no es más que la retribución de un gasto que debe efectuar el estado para remover u obligar a remover el obstáculo. La pena existía y no previno nada. El efecto preventivo de que habla Nino es el de la coacción directa.

En ningún momento pretendo deslegitimar la coacción directa y menos aún la coacción jurídica, aunque, por supuesto, creo indispensable perfeccionar su control jurídico. Me parece que es un grave reduccionismo penalístico pretender que toda la coacción jurídica se identifica con la pena o la pretensión de que del destino de la pena dependa el de toda la coacción jurídica.

En cuanto al genocidio, creo que nadie afirma seriamente que si Europa no sigue hoy a otro Führer es debido al efecto preventivo general de Nürnberg. Me parece que la cuestión es otra: cuando nos hallamos frente a conflictos tan aberrantes que por su magnitud y brutalidad no tienen solución ¿quién puede reprochar que se inflija un dolor a los pocos causantes que se ponen al alcance del reducido poder punitivo? En estos casos la punición no pasaría de ser una forma de lo que hoy se llamaría "uso alternativo del derecho", que siempre se ha practicado (porque no es un patrimonio del marxismo teórico).

Como hemos dicho, Nino parece pasar por alto toda la criminología sociológica, principalmente estadounidense, y con ello no repara en que cualquier sistema penal es selectivo, que siempre van a dar a la cárcel los protagonistas de conflictos burdos, que las cárceles no están llenas de asesinos y violadores psicópatas (que son la ínfima minoría que se usa para propaganda), sino de ladrones fracasados, que no hay ningún genocida, y que todo esto se observó y explicó al menos desde los tiempos de Sulherland, pero lo más curioso es que invocando el "sentido común" afirme que se siente tranquilo porque en lodo el país hay unos pocos miles de ladrones fracasados presos. Yo no me siento nada tranquilo ni a salvo de la amenaza de homicidios, genocidios, robos, etc., al menos no por las razones que invoca Nino, aunque quizá sí por otras.

Aunque deba cargar nuevamente con la defensa ajena, me parece que Nino pasa por alto también la literatura abolicionista, porque no conozco a nadie que proponga que se suelten a todos los presos, se cierren los tribunales, se quemen los manuales de derecho penal y se premie a los homicidas. Lo que los abolicionistas proponen son modelos diferentes de solución de los conflictos (reparadores, terapéuticos, conciliadores, transaccionales, etc.). Tener presos a unos 15.000 ladrones pobres y fracasados, aunque sean ladrones —y lo son— y aunque "algo" haya que hacer —y hay que hacerlo— no pasa de eso mismo y nada más. No se resuelve ningún conflicto, no se repara a ninguna víctima, no se asegura a nadie contra lo que le podamos hacer los treinta millones que andamos más o menos libres, sino que, simplemente, se tiene encerrados a los 15.000 ladrones más torpes y rudimentarios de todo el país.

Pero me parece que hay una cuestión más general en las consideraciones de Nino; creo que cae en una trampa que nos tiende el pensamiento antiliberal. En efecto: Nino me reclama pruebas complejísimas que verifiquen empíricamente que el poder punitivo "no tiene ningún efecto beneficioso". Ante lodo, es menester aclarar que en el plano social no hay nada que no tenga "ningún efecto beneficioso". No es necesario ser funcionalista para aceptar esto, porque la cuestión va mucho más atrás: no existe el mal absoluto. Eso sería como construir un "anti-Dios" o algo parecido. Un fenómeno de poder tan extendido y complejo como es el poder punitivo, debe tener algún aspecto positivo, aunque no sea fácil identificarlo. Sin ir más lejos, me parece claro que la descripción que hace el preventivismo general positivo es bastante cercana a la realidad: tiene un efecto tranquilízame o sedativo (normalizador). El problema es otro: se traía de saber si el precio que se paga en vidas y dolor de los pocos fracasados que se ponen a su alcance y las limitaciones a la libertad que sufrimos lodos con el pretexto de penar a esos torpes, están ética y políticamente justificados y si no hay disponibles otros mecanismos de solución de conflictos más eficaces (que incorporen a la víctima) y que, en definitiva, serían pacificadores y no meramente tranquilizantes, porque serian auténticos.

Creo que Nino cae en una celada que le tiende un pensamiento ajeno: frente a un ejercicio de poder público violentísimo, inevitablemente selectivo y probadamente ineficaz respecto de lo que dice ser y claramente impotente frente a cualquier conflicto más grave o sofisticado (que nunca pudo resolver), no me incumbe probar algo tan imposible y falso como que es un mal absoluto. Desde que el poder punitivo asumió su forma actual, el peor delito fue siempre dudar de su efectividad y utilidad: Kramer y Sprenger dedicaron muchas páginas al comienzo de su obra para "probar" que la peor de las herejías es no creer en las brujas y, aunque hasta hoy nadie pudo probar que las brujas no existen, no por eso seguimos usando el Malleus en los tribunales, pese a que seguimos su sistemática al escribir nuestro libros de derecho penal.

En cuanto a que me incumba el deber de demostrar que los males del sistema penal "no pueden ser evitados ni contenidos", es una cuestión que tampoco la veo bien planteada. Ante lodo, no es lo mismo evitarlos que "contenerlos": creo que se los puede reducir, pero no creo que se los pueda evitar porque son estructurales. Debo reconocer que hay autores sumamente sagaces que creen en la posibilidad de evitarlos, pero en una sociedad futura y diferente. Diritto e ragione, de Luigi Ferrajoli, constituye la más acabada versión de esta tendencia, proyectando un poder punitivo reducido y al servicio del débil. Debo insistir en que no soy abolicionista, sino agnóstico respecto del sistema penal, porque no sé que pasará en un modelo de sociedad diferente y futura que no puedo imaginar. No hay prueba histórica que me permita creer en un sistema penal que no sea selectivo ni violento, pero tampoco puedo negar la posibilidad de la utopía, sólo que se trata de una utopía y, en mi caso, mi interés preferente es mucho más inmediato. La pregunta de Nino no la puedo responder. La posibilidad de que la pena cumpla una función preventiva y de que se puedan eliminar sus "efectos deletéreos" es del campo de la utopía, en una sociedad futura y diferente que no puedo imaginar.

Pero Nino vuelve de la utopía y en esta realidad supone que coincidiríamos en la necesidad de algunas penas y ejemplifica con conflictos muy dispares. Es claro que podemos coincidir coyuntural-mente y usar ese poder en forma láctica y nadie puede reprochármelo frente al genocidio (cuya impunidad no hace más que confirmar mi tesis de la extremísima selectividad, violencia, corrupción y reproducción), pero en una visión macrosocial esto no es racional (y la planificación de la solución de los conflictos es una cuestión macrosocial): no me parece que se resuelva la tortura condenando a prisión a dos o tres policías de baja graduación y meros autores materiales; no creo que se resuelva la corrupción condenando a algún funcionario que perdió el poder y al que sus competidores—no menos corruptos— denuncian; no se resuelve el problema de la discriminación y el sometimiento de la mujer condenando a un par de violadores psicópatas que por ser tales se dejan sorprender. Por brutal que sea lo que hayan hecho, por justificada que esté nuestra indignación y hasta nuestra venganza, por inevitable que sea que se debe hacer "algo", lo que no podemos pasar por alto es que la estructura del poder punitivo, en cualquier sistema penal históricamente dado, desde el siglo XII hasta hoy, hace que ineludiblemente sus objetos sean siempre los más inhábiles, torpes y hasta tontos. Sin esa torpeza no caerían bajo ese poder, como lo prueban los muchos más que Nino y yo saludamos a diario por las calles. Esto es lo que Nino no parece comprender: los presos no están presos por lo que hicieron —aunque lo hayan hecho—, sino porque lo hicieron con notoria torpeza, sin perjuicio de que lo hayan hecho en unos poquísimos casos (bien explotados publicitariamente, por cierto) sea repugnante.

No veo cuál es la desesperación por justificar la pena sobre un 95% de ladrones pobres y torpes en base a un 5% o menos de infractores de otros rubros. Aunque coincidiera con Nino en la legitimidad del 5% (lo que no hago porque en ese porcentaje también es selectivo) el problema seguirá pasando por el 95%.

No puedo concebir ningún acuerdo o consentimiento en la pena. El funcionamiento selectivo y azaroso del sistema penal hace que el 95% de la población penal lo perciba como una ruleta y reflexione en la cárcel sobre la próxima oportunidad, que será la "buena". Ignora que esa ruleta está cargada y que para él no habrá "buena", porque no está entrenado para hacerlo "bien". El poder selectivo punitivo le despierta y fomenta la vocación de jugador y el ladrón que puebla las "jaulas" es el eterno perdedor al que, al igual que los "fulleros", alguna vez lo entusiasma con un "chance".

Dejando de lado la discusión acerca del contractualismo (creo que si el consentimiento implícito en la elección de la conducta legitimaría la pena, debe presuponerse un contrato previo, a nivel de metáfora, por supuesto, como en todo contractualismo), Nino no me prueba la "utilidad social" de la pena más que a través de un nebuloso "sentido común" —que se acerca bastante al "por algo será"— y, por mi parte, nunca he negado la elección y la libertad del hombre, sino la supuesta "utilidad social" que, en definitiva no es más que nuestra vieja conocida, la "defensa social", con finos afeites.

En cuanto a la vinculación con el sistema democrático, no entiendo bien la objeción. Es claro que prefiero que la criminalización primaria la lleve a cabo una agencia legislativa de elección popular y no la CAL, pero esto no significa que quien critique la criminalización primaria emergente del Congreso Nacional sea un "golpista", pues con ello se afirmaría que todo lo que emerge de un parlamento democráticamente electo sería legítimo, aunque fuese aberrante.

Pero además, me parece que en el fondo lo que prima es un grave error de percepción del poder: el poder punitivo no lo ejerce el legislador, porque éste no tiene forma de controlar la criminalización secundaria, salvo muy indirectamente (comisiones parlamentarias, por ejemplo). El poder punitivo lo ejercen las agencias ejecutivas y los únicos que pueden controlarlas cercanamente son los jueces. Prueba de lo que afirmo es que la desvaloración "democrática" de los jueces que hace Nino sería calurosamente aplaudida por las agencias ejecutivas.

Al propugnar una ampliación del poder de los jueces no me decido en una opción "poder popular vs. poder judicial", sino en una pugna entre "empleados del poder ejecutivo" y "poder judicial". La criminalización primaria es un programa legislativo pero irrealizable: son los empleados del poder ejecutivo los que eligen a los poquísimos candidatos a la criminalización secundaria y los que, con el pretexto de hacerlo, nos prohiben a Nino y a mí, transitar sin documento de identidad por nuestra ciudad y nos amenazan con penarnos con prisión si no les gustan nuestras caras. No sería necesario que nos encontremos en el mismo calabozo para percatarnos de que allí no nos metieron los representantes del pueblo.

Creo que estas opciones formales ocultan datos de realidad del poder cuya ignorancia es muy peligrosa para la profundización y consolidación de los procesos democráticos. En el seno de todo estado de derecho hay un estado de policía y cuando se debilita el primero emerge el segundo. No hay estados de derecho puros, sino estados de derecho que tienen más controladas las pulsiones del estado de policía que contienen.

Coincido con Nino en cuanto al significado de la teoría del delito y es correcta su apreciación en cuanto a que el uso que hago de las sachlogischen Strukturen no alcanza la extensión etizante de Welzel. Welzel lo empleaba para un funcionalismo ético-social que no comparto (nunca lo compartí) y que en definitiva no es nada distinto del funcionalismo preventivista contemporáneo. Me parece que ese funcionalismo siempre es autoritario, sea en versión etizante o preventísta y, además, es inmoral, porque consagra como ética y expresa la teoría del chivo expiatorio (mediatiza al hombre). Lamentablemente parece que es el único que hoy parece nutrir la idea de "utilidad social" de la pena, o sea, el llamado "valor simbólico", que Melossi calificó recientemente como "teatral". Es claramente inmoral la legitimación de la pena sobre el más torpe y vulnerable como precio para tranquilizar al resto y darle una sensación de seguridad falsa, sedación que la etización de la posguerra llamó "fortalecimiento del mínimo ético" y que —como vimos— hoy se llama "normalización".

En el párrafo que Nino llama "utopías" me parece que con entera buena fe se aparta directamente de lo que digo. Además de insistir en un valor preventivo de la pena que no prueba, el atribuirme la deslegitimación de toda la coacción jurídica me hace aparecer como partidario de una utopía bucólica, en que todo se resuelve por "persuasión" o por "comunión de sentimientos". Aunque creo descubrir una cierta dosis de etnocentrismo en su descripción de las sociedades "cerradas", que no dejan de ser conflictivas, nunca negué el peligro de las utopías bucólicas, o sea, de los sueños de "sociedades sin conflictos". No creo en las sociedades sin conflictos, ni comunistas ni idílicas, y hace muchos años que escribí eso refiriéndome al generoso pensamiento de Dorado Montero. En el propio libro que Nino comenta recuerdo el caso del malogrado Pasukanis. No por ello dejo de creer en la posibilidad de sociedades con menores niveles de conflictos, pero en lo que creo, sobre todo, es en sociedades con mayor capacidad de resolución de conflictos, lo que, por cierto, es una cosa bien diferente. En definitiva me parece que esa es la esperanza y el motor de todo jurista democrático.

En el caso que me plantea Nino creo que es legítima la coacción directa que detenga al fanático que pretende romper la vidriera porque hay un desnudo. En caso que ésta fracase, no dudo de la legitimidad de la coacción jurídica dirigida a que repare inmediatamente el daño material y moral. Si la coacción directa fuese eficaz o si la coacción jurídica reparadora se ejerciese en uno o dos días, creo que se alcanzaría un resultado bastante preventivo. Es claro que el fanático podría reiterar su conducta hasta parecer que estuviese dispuesto a agotar su patrimonio rompiendo esa vidriera. En tal caso me parece que ya sería prudente la intervención de algún psicólogo o psiquiatra. Aunque reconozca los peligros del autoritarismo psiquiatrizante, tampoco pretendo soñar con una sociedad sin locos.

¿Y qué haría Nino? O mejor: ¿qué haría este sistema penal? Llevaría al fanático a una comisaría, se consultaría telefónicamente al secretario del juez, se lo pondría en libertad para que se presente al tribunal al día siguiente o se lo llevaría al tribunal al día siguiente y se lo liberaría después de una declaración prestada ante un empleado. No me parece que esto explique la utilidad social de la pena, como no sea vendiéndome la ilusión de que con eso estamos a salvo de los fanáticos.

En cuanto a lo "segundo mejor", creo que hay una amplia respuesta en el mismo libro. Distingo nítidamente entre el poder punitivo y el derecho penal; dedico muchas páginas a esa distinción y trato de reconstruir el discurso jurídico-penal como discurso limitador. No me inclino por ninguna regla inflexible, sino por un cálculo de violencias posibles que debe hacerse en cada caso para decidir la táctica menos violenta. Hace años que me percaté del fenómeno que Nino destaca y me refiero a él con motivo de la descriminalización en un trabajo recopilado en Política criminal latinoamcricana (1992). La clave está en no creer que el derecho penal regula al poder punitivo, que es la eterna ilusión en que nos han entrenado. El derecho penal liberal bien entendido no puede ser más que un discurso limitador y no tiene por qué ser legítimamente. Esto es lo que permite la aparente paradoja de que para limitar al poder punitivo haya que extender el derecho penal.

Lo que no puedo compartir en modo alguno e incluso me parece una cuña de extraña madera en el pensamiento de Nino, es que crea que acudiendo al poder punitivo resolverá los problemas de anomia de la sociedad argentina. Creo que este párrafo sólo se explica por la omisión de distinciones, que lo lleva a confundir poder punitivo y coacción jurídica y a identificarlos. No obstante, su formulación es suficientemente elocuente respecto del riesgo que implica esta confusión. Creo que Nino quiere decir algo diferente de lo que expresa literalmente y que, por cierto, no por obvio es menos verdadero: una sociedad anómica necesita normas y las normas requieren cierto grado de coacción. Esto es innegable, pero si se identifica coacción jurídica con poder punitivo, surgen dos riesgos gravísimos: a) el de alentar desmesuradamente al estado de policía, tras la ilusión de que el poder punitivo ejercido por empleados del ejecutivo, reduciendo arbitrariamente los espacios de disidencia y de crítica, puede revertir la anomia; b) el de debilitar al estado de derecho y potenciar la anomia, al poner en crisis la confianza en cualquier clase de coacción jurídica, como consecuencia del descrédito en que finalmente cae la arbitrariedad punitiva.

El párrafo referido a "medios" no me resulta claro: a Nino le parecen aceptables los que propongo, pero a condición de que en lugar de estar destinados a reducir el "poder punitivo", estuviesen dirigidos a hacer "más justo y eficiente el sistema penal". No acepta que la reducción del poder punitivo sea saludable, exigiéndome que lo demuestre. Aparte de que nuevamente pasa por alto toda la criminología contemporánea, especialmente la liberal, lo que me sorprende es que a renglón seguido propone una serie de medidas de reducción del poder punitivo que en sus líneas generales coinciden con las que vengo postulando y proyectando desde hace años.

Justamente todo el libro se propone pasar en limpio un debate e instrumentar soluciones de inmediato, pero no sólo en lo legislativo —de lo que no me ocupo casi en el libro— sino especialmente en lo doctrinario y judicial: quedarse esperando las reformas legales reductoras del poder punitivo es casi tan inútil como quedarse esperando la "revolución social". Hace muchos años que sé que la "revolución de salón" no molesta a nadie y que, en lugar, la concreta reducción del poder punitivo en todos los frentes, molesta a muchos, y mucho más cuando se propone una jurisprudencia reductora de dicho poder y ampliatoria del poder controlador de los jueces sobre los funcionarios ejecutivos. La crítica contra los alegatos "maximalistas" que formula Nino no me cuadra, por lo que no creo que la dirija contra mí.

Por último, no es cierto que reemplace "culpabilidad" por "vulnerabilidad", sino que agrego a la culpabilidad (entendida en sentido tradicional y estricto de culpabilidad de acto) el correctivo reductor de la vulnerabilidad. Lamento que a Nino le molesten las descripciones "pictóricas" (aunque la expresión encierre una redundancia), pero la selectividad es una característica estructural de los sistemas penales que yo no he inventado ni descubierto: me remito nuevamente a los criminólogos de todas las corrientes y recomiendo una mirada al Atlas de Lombroso (no seria posible creer que los únicos autores de delitos de su tiempo fuesen los que tenían esas caras horribles). La selectividad punitiva es un inevitable dato de la realidad y nada se resuelve con ignorarla discursivamente —como hacen muchos autores— ni en considerarla un defecto anecdótico, como hacen otros, confiando en que milagrosamente habrá de surgir un poder punitivo utópico no selectivo, cuando esté en "manos del proletariado", cuando lo regulen los representantes del pueblo o cuando se recuperen las "reservas morales"

No me explico la conclusión de Nino. Creo que si en algo podría parecer exagerado sería en los presupuestos teóricos (quizá en cierto modo pueda tener razón Elbert en cuanto a que soy tímido en propuestas prácticas). El mismo Nino cree que soy conservador al no atacar a la dogmática y luego concluye en que mis propuestas no son prudentes y propone reformas legislativas que no mencionamos en el libro, porque básicamente es una obra sobre la dogmática —tal como lo señala el subtítulo— y no sobre la política penal legislativa, de la que nos hemos ocupado con un equipo importante en Sistemas Penales y Derechos Humanos en América Latina (1986).

En general, creo comprender el desconcierto de Nino, a partir del proceso que yo mismo he debido padecer para poder comprender e incorporar datos de las ciencias sociales y, particularmente, la selectividad estructural. Me produjo una gran angustia la amenaza de naufragio del discurso jurídico-penal de garantías o liberal y la sensación de esquizofrenia que apenas ahora puedo superar al comprender que la salvación del discurso reductor y garantista es posible a través de una teoría negativa de la pena. Todos somos producto de un entrenamiento que en buena medida nos condiciona, porque nos enseña a ver algo y, simultáneamente, a no ver muchas más cosas. A ello se debe que sea muy difícil responder con severa autocrítica la más ardua pregunta sobre la pena: ¿Vale la pena?

San José, agosto de 1991


Respuesta de Carlos Nino:


Esta es una breve respuesta a la réplica de Zaffaroni a mis criticas a su libro En busca de las penas perdidas. La respuesta es breve porque no quiero caer en la tentación de enredarme en una serie de aclaraciones a los malos entendidos en los que él habría incurrido al imputarme haber caído a mi vez en malos entendidos sobre los argumentos de su obra. Tampoco quiero incurrir en el hábito de abogado de contestar todo lo que creo erróneo en su argumentación. La verdad es que, independientemente de lo que considero errores y equívocos en la réplica de Zaffaroni, ella es una pieza sumamente valiosa: aclara varios puntos importantes de su pensamiento y condensa sus objeciones al sistema penal vigente de una forma más escueta, precisa y descriptiva que lo que lo hace en el libro que comenté.
Como resultado cíe las aclaraciones que hace Zaffaroni en "¿Vale la pena?" la distancia entre nosotros se ha reducido considerablemente. Zaffaroni admite un amplio margen para la coacción estatal, entre otras cosas para reducir la anomia generalizada en la sociedad argentina, y lo hace, además (como yo propugno en Los límites de la responsabilidad penal (1)), sobre la base, de acuerdo a sus palabras, "de un cálculo de violencias posibles que debe hacerse en cada caso para decidir la táctica menos violenta".

Buena parte de esa violencia Zaffaroni la admite bajo el rótulo de "coacción estatal directa" mientras que yo prefiero llamarla lisa y llanamente "pena". En el libro mencionado más arriba propongo distinguir entre penas y otras medidas coactivas empleadas por el estado por el hecho de que forma parte de la razón por la que una pena se estipula y aplica el dar lugar a una molestia, dolor o sufrimiento de la persona que la padece, sea como un fin en sí misino (como lo asume el retributivismo) o como un medio para otro fin (como lo asumen las demás justificaciones de la pena). En cambio, en el caso de las medidas coactivas no punitivas, el sufrimiento, dolor o molestia causados a quien las padece no forma parte de la razón por la cual ellas se imponen, sino que son en todo caso efectos secundarios tal vez necesarios pero no buscados (de modo que si se pudieran eliminar, por ejemplo compensando al perjudicado, no por eso la medida perdería su razón de ser).

Me parece obvio que la grúa y más aún el cepo no buscan sólo resolver en forma directa una situación de obstaculización de tránsito, sino también causar una molestia al propietario del vehículo con el fin de desalentar futuros comportamientos similares. ¡Y cualquiera de nosotros sabe, por haberlo sufrido en carne propia, que son medidas bastante efectivas en ese sentido! Al contrario de lo que sugiere Zaffaroni, el ver a medidas de esta índole como verdaderas penas sirve para extender las garantías del derecho penal liberal a su aplicación. Esa extensión es menos imperiosa en el caso de otras medidas coactivas aplicadas por el estado que no se dirigen a causar sufrimiento a sus víctimas y que en consecuencia pueden ser acompañadas por mecanismos, como la indemnización, tendientes a paliar ese sufrimiento.

El que Zaffaroni no parezca dar importancia al efecto preventivo general no sólo del cepo y de la grúa sino de penas más importantes, como la prisión, francamente me desconcierta. Sostiene que no hay pruebas positivas ni negativas sobre ese efecto. Sin embargo, todos vivimos múltiples circunstancias de la vida cotidiana en que la gente deja de cometer un delito o una falta por temor a la aprehensión policial, al procesamiento, al castigo, y a la exposición pública a que todo ello da lugar.

Zaffaroni me interpreta mal en un punto que no puede pasar por alto: yo no me siento tranquilo por las 15.000 personas que están en prisión: en todo caso, lo que me hace estar menos intranquilo de lo que de otro modo me sentiría es la obvia existencia de millones de personas que tratan de no formar parte de ese grupo de 15.000 personas evitando cometer delitos que de otro modo cometerían. Si las 15.000 que están siendo usadas para crear ese efecto desalentador sobre millones de otras personas están sufriendo un sacrificio ilegítimo o no depende de que hayan consentido perder su inmunidad contra la pena al realizar el acto constitutivo del delito en cuestión; esto no depende de ningún contrato previo, metafórico o no (de lo contrario cuando uno consiente en pagar la cuenta del restaurante al pedir la comida debería también haber un contrato previo a ese pedido). Obviamente ese consentimiento depende de la voluntariedad y el conocimiento con que fue cometido el delito y ello, como lo trato de demostrar en Ética y derechos humanos (2), no está determinado por el hecho de que el acto voluntario esté o no condicionado causalmente sino por el hecho de que no esté condicionado en forma notoriamente desigual respecto del resto de la comunidad. Aquí es donde me inclino a pensar que Zaffaroni tiene bastante razón, ya que parece "prima facie claro" que los sometidos efectivamente a pena son más vulnerables socialmente en el sentido de Zaffaroni.

El que Zaffaroni asocie el efecto preventivo general no con la gente que está afuera sino con la que está adentro de la cárcel es demostrativo de una extraña resistencia a percibir ese efecto. Como, en un momento, la insistencia de alguien con tanta experiencia teórica y práctica en temas criminológicos como Zaffaroni me hizo dudar de si lo que yo veo como tan obvio no seria el resultado de una alucinación; en una encuesta realizada por el Centro de Estudios Institucionales sobre diversos aspectos dé la ilegalidad en la Argentina, hice incluir una pregunta sobre si alguna vez el encuestado dejó de cometer una falta o delito por temor a la sanción. Aunque es obvio que se trata de una pregunta demasiado directa como para evocar respuestas sinceras en la afirmativa, aún así el 37,3% de los encuestados contestó positivamente. Por lo tanto, ¡por fin ahora tenemos la prueba positiva del efecto preventivo general de la pena que, según Zaffaroni, nunca se obtuvo!

Pero es evidente que la cuestión no puede residir en negar el efecto preventivo general que las penas pueden tener sino, parafraseando de nuevo a Zaffaroni, en hacer un cálculo de violencias posibles y elegir el curso de acción menos violento (computando tanto la violencia implícita en la pena como la que está constituida por la comisión de delitos). No veo como este cálculo puede hacerse sin las pruebas complejísimas de índole empírica que a Zaffaroni le molesta que le reclame.

Mi pálpito es que esas pruebas van a dar parte de la razón a Zaffaroni en el sentido de que muchas de las actuales penas pueden reemplazarse por compensaciones civiles o por otro tipo de medidas reparatorias, coactivas o no, sin mengua de los efectos preventivos del sistema (precisamente en un libro que acaba de aparecer, Un país al margen de la ley (3), me extiendo acerca de la falta de uso adecuado que se hace en la Argentina de la compensación civil como medio de control social).

También me inclino a pensar que muchas penas cruentas como la de prisión pueden reemplazarse en muchos casos por penas menos deletéreas, como la de multa, inhabilitación o medidas de vigilancia, sin que de nuevo haya una significativa merma en la eficacia preventiva del sistema.

Ni siquiera me opongo a que se experimente cautelosamente en este sentido, aun antes de tener las complejísimas pruebas indirectas que nos permitirían ir sobre seguro.

Pero si me opongo a que se generalice sosteniendo que toda pena es inherentemente ineficaz (al menos en una medida que hace que sus efectos beneficiosos nunca puedan compensar sus costos), a que se ignore que la pena puede ser un medio de protección a los derechos humanos (y no sólo usada como táctica en algunos casos de violaciones aberrantes), a que se desconozca el obvio efecto preventivo general de algunas penas, y a que se desprecie la necesidad de corroborar las conclusiones teóricas con pruebas empíricas fehacientes, y a que no se distinga suficientemente entre un orden jurídico legítimo pero parcialmente injusto de uno ilegítimo (como se hace cuando se insiste en asimilar las penas con secuestros ).

En el fondo creo que la diferencia de fondo entre mi posición y la de Zaffaroni puede mostrarse recurriendo de nuevo a la idea de utopía. Permítanme presentar ahora de la forma más clara y posible: como él mismo lo aclara, la crítica de Zaffaroni a los sistemas penales se aplica aún a los países más desarrollados. Es muy posible que Zaffaroni tenga razón y que aún un país como Noruega, pongamos por caso, tenga un sistema penal cuestionable. Sin embargo, no creo yo que en la Argentina podamos progresar en forma viable y efectiva sobre la base de un modelo crítico que se aplique también a Noruega. Creo que hay muy pocos casos en que un país sumamente atrasado en algún aspecto trascendente de su organización social toma un atajo que le permite superar aún la situación de los países mis civilizados del mundo. Pienso que sería un enorme adelanto si podemos aproximarnos a la situación de un país como Noruega; cuando lleguemos a ese estadio ya tendremos oportunidad de continuar con nuestro análisis crítico. Mientras tanto, no me parece que sea pragmáticamente conveniente -aunque puede ser interesante desde el punto de vista de la especulación teórica- hacer una crítica global e indiscriminada del sistema penal. Creo que es más útil y practicable discutir, con experiencias y estadísticas comparadas en la mano que tomen en cuenta primariamente los efectos preventivos generales, cómo pueden atenuarse los efectos deletéreos de las penas más cruentas, qué pena cruenta puede ser reemplazada por una pena menos nociva, qué pena puede ser reemplazada por medidas de supervisión o por compensaciones civiles, etcétera. Y sobre todo debe discutirse cómo puede hacerse más igualitario y menos discriminatorio el actual sistema penal, evitando que recaiga fundamentalmente sobre los sectores menos favorecidos socialmente, que son, por otra parte, las principales víctimas de la anomia social que el sistema penal debería intentar prevenir.

Es obvio que este discurso es menos apasionante y atractivo que la denuncia generalizadora del actual sistema penal. Sin embargo, creo que está más cerca de la posibilidad de acción inmediata y efectiva. No me cabe la menor duda que pocos estudiosos pueden contribuir tanto como Zaffaroni a este segundo tipo de discurso -qué presupone que por mucho tiempo más las penas van a seguir siendo "de nosotros", confrontando a quienes defienden el presente, el insostenible, statu quo.

NOTAS

(1) Astrea, Buenos Aires, 1980.

(2) Astrea, Buenos Aires, 1989, cap. 6.

(3) EMECE, Buenos Aires, 1992.


Cierre de Zaffaroni:


Quisiera eludir una respuesta a la respuesta motivada en la respuesta. No quiero hacer uso de un derecho de "contra-contra-répllca", sino que, aunque peque de inmodesto por la parte que me toca, creo que este "ping-pong" valió la pena, porque fue sincero y abierto, buscando coincidencias y diferencias. Lo importante es precisar las diferencias para que en el futuro, en trabajos de otro carácter, ninguno de ambos se dedique a demoler lo que el otro no piensa. Me parece que allí está la riqueza del cambio de opiniones y, en este sentido es productivo.
Si no me equivoco, creo que llegamos a esclarecer una coincidencia general en cuanto a objetivos y también, salvo cuestiones secundarlas, en soluciones prácticas. Las diferencias permanecen en el nivel teórico y, en éste, estimo que hay una diferencia medular (las restantes serian tributarlas): Nino prefiere conceptuar como "pena" a una coacción estatal mucho mayor, porque cree que así puede limitarla mejor; yo sigo el camino contrario: creo que es necesario distinguirías cada día más nítidamente, para controlar mejor a ambas.

La "evidencia" de la efectividad de la prevención general que sostiene Nino se deriva de lo anterior y mi "evidencia" de lo contrario también. Nunca dudé de la prevención de la coacción jurídica en general: al punto de que pago el teléfono puntualmente para que no me lo retiren, pago mis deudas para que no me embarguen, el alquiler para que no me desalojen, etc. Lo que me resisto a creer y nadie me ha probado, es que todos los padres del país pueden estar tranquilos en cuanto a que sus hijos no les matarán porque el parricidio está penado en el articulo 80 del código penal. 

Creo, por cierto, que tienen razón en estar tranquilos, al menos la inmensa mayoría de ellos, pero por otras razones mucho más profundas y efectivas, que no es del caso analizar aquí. Tampoco niego que algunas penas puedan tener efecto dlsuasorio respecto de algunas personas y en algunas circunstancias. Pero esto es un efecto eventual del poder punitivo y en modo alguno se puede generalizar dogmáticamente. Pero por Introspección podría pensar también que ese efecto eventual tiene más posibilidades de producirse cuando menos grave es el injusto: es más probable que la amenaza penal me disuada de llevarme las perchas de los hoteles que de abstenerme de matar a mi padre o a mi madre, sin perjuicio de que esto tampoco Implica que esa disuasión no pueda obtenerse con mayor frecuencia por otro medio de solución del conflicto. (Ademas, dicho sea de paso, el reconocimiento del diferente grado de vulnerabilidad — la selectividad— y la generalización del efecto preventivo general son incompatibles).

No es posible tomar un dato eventual y generalizarlo. Claro que menos admisible aún es algo que Nino no hace, pero que hoy es tan frecuente como Irresponsable: tomar todos los datos eventuales y generalizarlos en conjunto, asignando a la pena, simultáneamente, funciones preventivas generales y especiales, positivas y negativas y, de paso, también alguna legitimación de las llamadas "absolutas". De allí resulta un discurso repugnante, o sea, un derecho penal de autor y de acto, de culpabilidad y de peligrosidad, espiritualista y materialista, personalista y transpersonallsta, o sea, cualquier cosa que en una nebulosa sirve para legitimar cualquier extensión del poder estatal.

Volviendo a la cuestión que plantea Nino, por mi parte creo que es indispensable aceptar que la pena es pena, que la coacción directa es coacción directa y que la sanción reparadora es sanción reparadora, y todo esto antes de que la ley lo decida, porque no son más que formas sociales de solución de conflictos, que la ley puede elegir. Cuando la ley pretende imponer penas con el pretexto de que es coacción directa, nuestra función es corregirla por la vía del control constitucional. Por la misma vía se deben imponer los limites de las penas a algunas formas de coacción directa graves y prolongadas y, en cualquier caso, la racionalidad de la coacción directa debe ser controlada jurisdiccionalmente y es indispensable perfeccionar y desarrollar el "habeas corpus" y el amparo.

Para los efectos prácticos, en los que coincidimos con Nino, creo que la Identificación de coacción estatal y pena es negativa y peligrosa, porque: 1) aunque sea necesario controlar estrechamente su racionalidad, no es posible someter toda la coacción estatal a los limites de la pena; y 2) porque al transferirá la pena todas las funciones de prevención de la coacción jurídica, se le regala una legitimidad que abre las puertas a cualquier racionalización.

Me doy cuenta de que Nino, por este camino, pretende lograr una legitimación parcial de la pena o de las penas y con ello limitarlas. Al mismo tiempo brinda una imagen que parece más "equilibrada" y que, es cierto, asusta menos. Pero esa empresa tiene larga e ilustre genealogía y es tan loable como Imposible. Es la empresa que, por caminos dispares, Intentaron todos los padres del liberalismo penal y, por cierto, que al hacerlo dieron al derecho penal su momento de más alto contenido pensante. Pero fracasó: les reapareció siempre nuestra vieja conocida, la "defensa social", y detrás de ellas las racionalizaciones más groseras, que a lo largo de los últimos ciento cincuenta años vienen demoliendo el edificio trabajosamente construido por ellos. No sé si puede hablarse de historia del pensamiento penal o de historia de las racionalizaciones con las que se pretende destruir el pensamiento penal desde hace ciento cincuenta años.

Creo que se debe reconstruir el derecho penal liberal, pero por un camino Inflexiblemente claro, que no deje espacio para las racionalizaciones. No es cuestión de "seducción del discurso", porque en este momento es más "seductor" (al menos para algunos sectores) el discurso más "mesurado". La cuestión es dejar de lado las especulaciones políticas inmedlatistas y no dejarle ningún espacio al Frankenstein positivista, peligroslsta, es decir, al derecho penal autoritario.

Kant, Feuerbach, Carmignani, Carrara, Romagnosi, Beccaria, dejaron ese espacio, y por cierto que no por cortedad de entendimiento, sino porque los conocimientos sociales de su tiempo no les permitían seguir otro camino. Hoy no somos más inteligentes que ellos y dudo que alcancemos su profundidad, pero tenemos otros conocimientos sociales que nos permiten emprender la limitación y reducción del poder punitivo por otra vía y obturar esos espacios.

Llegados, pues, a este punto, sólo me resta recalcar que en mi opinión, lo más fructífero para el derecho penal liberal será reconocer y profundizar las diferencias entre pena, coacción directa y sanción reparadora (en sentido amplio), para reducir y limitar la primera y para controlar más eficazmente la racionalidad de las últimas. Un desarrollo más amplio y profundo de nuestros puntos de partida demostrará quién está más cerca de lo correcto.

FIN

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