A
grandes rasgos, un plutócrata es alguien que cree que los ricos deben gobernar y
dirigir los intereses del país. El plutócrata no necesariamente pertenece a la
clase acomodada, puesto que hay partidarios de la plutocracia en todos los estratos sociales.
Según
Bernard Shaw, si es que hemos de creerle a Wikipedia:
“La plutocracia, después de
haber destruido el poder real por la fuerza bruta con disfraz de democracia, ha
comprobado y reducido a la nada esta democracia. El dinero es el que habla, el que
imprime, el que radia, el que reina, y los reyes, lo mismo que los jefes
socialistas, tienen que acatar sus decretos y aún, por extraña paradoja, que
suministrar los fondos para sus empresas y garantizar sus utilidades. Ya no se
compra a la democracia: se la embauca”.
La
visión de Bernard me parece un tanto extrema, pero sirve como para ilustrar la
idea. Si soy el dueño de buena parte de la riqueza de un país, necesariamente
deberé negociar con su clase política, es decir, con los representantes del
pueblo: qué salarios voy a pagar, cuál es el seguro de desempleo, cuál es el
nivel de contaminación que la ley me permite, etc. ¿No debo suponer que al
horadar la relación entre los representados y los representantes, la capacidad
de imponer mi voluntad aumenta? Si yo me peleo con alguien en sede judicial,
seguramente me veré beneficiado si logro envenenar la relación entre el abogado
de la otra parte y su representado, porque de ese modo incrementaré mi
capacidad de negociación.
Aquellos
que creemos que la democracia es –pese a sus vicios- un sistema de gobierno
superior a la plutocracia, estamos interesados en difundir la idea de que los
ricos deben someterse a las decisiones democráticas, en lugar de hacer pasar
sus intereses sectoriales por el “interés de la gente” o “del pueblo” o de “la Patria ”.
En
términos generales, el plutócrata cree que el país se gobierna como si fuera
una gran empresa. La cuestión es que en una empresa, el interés mayor es hacer
un buen producto para que los accionistas obtengan ganancias, mientras que en
un Estado, hay servicios que necesariamente deben ir “a pérdida”: atender la
salud de jubilados y discapacitados, por ejemplo, no otorga beneficios
monetarios al inversor.
Muchos
de quienes impulsan la idea de que el Estado debe funcionar como una gran
empresa, sostienen que los políticos deben cobrar sueldos no muy altos, dormir
poco, no irse de vacaciones y comportarse como monjes trapenses, y al mismo
tiempo defender nuestros intereses a capa y espada. En tanto que el CEO de una
mega empresa, cuando es enviado a otro país a cerrar un negocio millonario,
debe alojarse en el mejor hotel, vestirse con los mejores trajes y cenar en el
restaurant más caro, porque de lo contrario su imagen conspiraría contra la
“seriedad” del contrato que de concretarse favorecerá a los accionistas. Es
como pretender que un club amateur compita contra el Barcelona y haga un
partido de fútbol digno.
Dicho
de otro modo, si aceptamos las premisas de cierta concepción plutocrática
difundida en diversos medios masivos de comunicación, un funcionario público elegido
para defender los intereses de los ciudadanos de La Matanza podrá estar mal pago,
mal dormido y mal comido, pero tendrá que negociar a brazo partido contratos
millonarios con el CEO de Telefónica, quien cuenta con recursos económicos y
logísticos de primer nivel (abogados, contadores, tecnología de punta), y
encima cobra un sueldo más que suculento para dedicarse a pleno al ejercicio de
sus funciones. El funcionario público debe cobrar un sueldo bajo porque “maneja
nuestra plata”, y además es necesario que sea insobornable al negociar contratos
millonarios con los representantes del poder económico y financiero. ¿No le
estaremos pidiendo mucho?
Al plutócrata se lo seduce, al
pobre se lo disciplina
La
seducción al plutócrata es una idea que regresa una y otra vez, sin importar
cuántas veces haya sido desmentida por la realidad. La idea sería que debemos
defender una medida justa, y que lo mejor es lograrla por la vía del diálogo,
el consenso y el convencimiento, para que el plutócrata se sienta “seducido” y
así decida invertir en el país. La seducción plutocrática tiende a apoyar sin
dudar una quita de impuestos a todo rico para estimular que haga X.
Si
el poderoso tiene el derecho a ser seducido en lugar de ser compelido como el
resto del pueblo, especialmente la clase más relegada, ¿no estaríamos
reconociéndole derechos desiguales? ¿Por qué la ley debería someter a quienes
no tienen poder de resistírsele y en cambio seducir a quienes sí lo tienen?
Una
concepción hermana sería la hipótesis de la confianza, que propone que lo mejor
es que el Estado cree confianza para que los hombres de negocios inviertan en
el país. A mi juicio, esto no está necesariamente mal; sin embargo, ocure que a
menudo se hipotecan los intereses del pueblo en pos de perseguir esa supuesta
“confianza” como si fuera la panacea. El economista Michael Kalecki decía que
la teoría de la confianza tendía a someter las políticas del Estado a un
derecho de veto de su clase empresaria. Si esta objetaba algo, la inversión se
desplomaría y el desempleo resurgiría. Según Kalecki, el estado, por el
contrario, debería invertir cuando los privados no lo hicieran para así
garantizar siempre la creación de empleos más allá de la confianza o buena
voluntad de los hombres de negocios. Así los plutócratas podían decidir
ingresar o no al proceso productivo peo no tendrían poder de veto sobre él ni
la capacidad de extorsionar con la simple amenaza de no invertir.
En este sentido, me pareció interesante destacar este fragmento de un análisis de coyuntura escrito por Atilio Borón.
“Es
absurdo, y a estas alturas demencial, que cinco o seis grandes oligopolios
manejen el grueso de la divisas que ingresan por la vía de las exportaciones
agropecuarias. En una economía tan dolarizada como la Argentina, en donde los
componentes importados afectan a casi todas, por no decir todas, las
actividades económicas del país, dejar que la disponibilidad de dólares quede
en manos de un puñado de oligopolios es un acto de soberana insensatez. En
Chile, sin ir más lejos, los ingresos de su riqueza principal, el cobre, los
controla exclusivamente el estado. En nuestro país, en cambio, un 80 por ciento
de lo producido por las exportaciones cerealeras lo retienen grandes
oligopolios transnacionales, y especialmente Cargill y Bunge, seguidos de cerca
por Continental y Dreyfus; a su vez un par de grandes empresas controlan los
ingresos que producen las exportaciones de manufacturas de origen agropecuario,
principalmente aceite de soja; en la gran minería quienes lo hacen son las
transnacionales del sector; y en el área de hidrocarburos (petróleo y gas) las
propias empresas, con el agregado ahora de YPF pero sin perder de vista que
ésta es una sociedad anónima y no una empresa del estado. Todas estas
corporaciones están fuertemente articuladas con la banca extranjera,
predominante en la Argentina, y mantienen fluidos contactos con los paraísos
fiscales que proliferan sobre todo en el capitalismo desarrollado. En suma: un puñado de 100 empresas controlan
aproximadamente el 80 por ciento del total de las exportaciones de la
Argentina, y son ellas las que retienen los dólares que surgen de este comercio
y que son requeridos por distintos sectores de la economía nacional.
De
lo anterior se infiere una conclusión tan simple como contundente: quien
controla la disponibilidad de dólares termina teniendo la capacidad de fijar su
precio en el mercado local, especialmente ante un Banco Central debilitado y
cuyas reservas cayeron de 52.190 millones de dólares en el 2010 a 28.700 millones de
dólares al finalizar enero del 2014. Esta debilidad del BCRA le impide
desbaratar las maniobras de la cúpula empresarial más concentrada, fuertemente
orientada hacia los mercados internacionales, y para la cual el dólar “recontra
alto” significa pingües ganancias porque desvaloriza el salario de los
trabajadores y les permite alentar la carrera inflacionaria con la seguridad de
que su disponibilidad de dólares la sitúa a refugio de cualquier contingencia.
En consecuencia, el control de las divisas por parte de ese puñado de grandes
oligopolios le permite ser el verdadero autor de las políticas económicas de un
país tan dolarizado como la Argentina y, además, extorsionar a cualquier
gobierno que no se someta a sus mandatos. Pueden aterrorizar a la población
agitando el fantasma de la hiperinflación, que este país padeció a tan brutal
costo en 1989 o el espectro del “corralito” de finales del 2001, y de ese modo
desestabilizar a un gobierno que debe jugar partidas simultáneas de ajedrez (en
el frente fiscal, tributario, monetario, cambiario, productivo) con enemigos
que no sólo procuran derrotarlo en una puja puntual sino sobre todo derrocarlo.
Y el gobierno actual comete el error de pensar que con concesiones varias podrá
apaciguar el “instinto asesino”, como le llaman admirativamente los ideólogos
neoliberales, de esos enormes conglomerados para las cuales la ganancia y el
ganar -sobre todo el ganar, como recordaba Marx- es una verdadera religión
cuyos preceptos son respetados escrupulosamente (…)”
La política no se reduce a la
moral: implica poder e intereses en juego
Decir
que la política no se reduce a la moral no implica afirmar que es inmoral o
amoral o que funciona al margen de valores, sino criticar la uni-dimensionalidad
del análisis que reduce lo político a la calidad moral de los funcionarios públicos.
Como bien sugiere Natanson: "Por
su propia naturaleza, por la lógica misma con la que operan, los medios de
comunicación, en especial pero no exclusivamente los electrónicos, tienden a
personalizar los episodios y los procesos. Renuentes en general a considerar
las tensiones de la estructura económica, los intereses objetivos de los actores
corporativos y los sustratos ideológicos que se esconden detrás de los
posicionamientos políticos, los medios suelen reducir sus narraciones a las
formas de la amistad, el odio y la traición. Su enfoque es personal y su tono
el del melodrama.
Y
es cierto, por supuesto, que la política no es sólo el producto automático de
una serie de fuerzas en juego y que las personas, sus sueños y miserias, le
imprimen siempre un tono particular, pero también es verdad que abaratarla a
una telenovela de la tarde ayuda poco a entender las cosas".
En síntesis, y para no irme por las ramas: todo análisis político que considere que el poder sólo está en los oficialismos o en el Estado, está obviando datos de la realidad que le impedirán entender lo que ocurre.
PD: para hacer este post, le robé ideas al amigo Bosnio.