sábado, 25 de julio de 2015

LA MUSA DE FRIEDRICH NIETZSCHE: LOU ANDREAS-SALOMÉ

“¿Vas con mujeres? ¡No olvides el látigo!”, dijo el personaje de la viejecilla en Así habló Zaratustra. En la foto que ilustra el post, tan cargada de ironía, es en cambio la bella rusa Louise von Salomé la que empuña la fusta, en un carro tirado por Friedrich Nietzsche y su amigo Paul Rée.

Hay mujeres cuya mezcla de belleza y carisma despiertan envidia y deseo en quienes las rodean. “Pero a su vez”, nos dice Carolina Aguirre, “dentro de esa elite femenina, hay un tipo aún más escaso de mujer que trasciende la conquista a granel. Una clase de mujer que, sin ser necesariamente despampanante o inteligente (aunque podría serlo), no sólo tiene una cantidad increíble de admiradores, sino que además tiene a los mejores. Que en vez de tentar a doscientos cincuenta mecánicos desde un almanaque de gomería, es la musa de muchos escritores, músicos y artistas plásticos de su generación. Una mujer que en vez de recibir perfumes y chocolates como todas las mortales, despierta poemas magistrales, inspira personajes de libros, o es la protagonista de las mejores canciones del rock”.

Los ejemplos son abundantes: Norah Lange y su atracción sobre Leopoldo Marechal, Jorge Luis Borges y Oliverio Girondo; Gala, quien fue musa de los surrealistas Louis Aragon, André Breton, Paul Eluard, Max Ernst, y del pintor Salvador Dalí. “De Marianne Faithfull y Anita Pallenberg todos sabemos la historia: novias, amantes, talentosas musas de Mick Jagger y Keith Richards entre otras, tuvieron un gran impacto en los Rolling Stones, e inspiraron y ayudaron a componer decenas de canciones memorables como She Smiled Sweety, Complicated, Beast of burden, Sister Morphine y Something Better hasta Wild Horses y Sympathy for the Devil.


En el caso que nos ocupa, el de Lou Salomé, no sólo el solitario autor de El nacimiento de la tragedia se copó con ella: fue amante de Rainer María Rilke y amiga de Sigmund Freud. Nacida en 1861 en San Petersburgo, tenía veintiún años de edad cuando conoció a Friedrich Nietzsche, quien era diecisiete años mayor.


Siendo la única niña entre cinco varones; su padre, el severo general ruso Gustav von Salomé, de ascendencia alemana, la adoraba y, por tanto, le consentía casi todos sus caprichos. En el seno de la familia se hablaba indistintamente el ruso, el francés y el alemán, y la pequeña Lou creció rebelde y llena de deseos de aprender. En vez de consagrar su adolescencia y juventud temprana a la búsqueda de un esposo para formar una familia, como era norma entre las hijas de la gran burguesía, la tenaz Louise se interesó muy pronto por la literatura y el conocimiento. A sus diecisiete años conoció a un culto predicador, llamado Hendrik Gillot, con quien leyó a Kant, Spinoza y Kierkegaard. Lamentablemente para ella, Hendrik -veinticinco años mayor, casado y con dos hijos- se terminó por enamorar de su joven discípula y le propuso matrimonio, con lo cual la pobre Lou tuvo que cortar relaciones, por negarse a tener relaciones (cuac).


Luego de la muerte del padre, en el otoño de 1880 y acompañada por la mamá, Lou llegó a Zúrich; a partir de ese momento no volvió a vivir en Rusia. A poco de llegar dedicó sus esfuerzos al estudio de la teología, la filosofía y la historia del arte, a tal punto que se pasó de rosca y los médicos le aconsejaron que parara un poco la máquina. La cura de reposo llevó a madre e hija hasta Roma, donde conoció el círculo de intelectuales reunido en torno a Malwida von Meysenburg, una rica aristócrata defensora de los derechos de la mujer, conocida en Europa como la autora de Memorias de una idealista (1876).


A comienzos de 1882 y por mediación de Malwida von Meysenburg, Lou trabó amistad con Paul Rée primero, quien le habló a Nietzsche de una rusa que podría convertirse en su discípula:


“Salude usted a esa rusa de mi parte”, le escribió Nietzsche, “si es que ello tiene algún sentido. Particularmente, estoy ávido  de ese tipo de almas. Así que hasta es muy posible que lo primero que haga sea salir a cazarla, pues, considerando todo lo que deseo hacer durante los diez próximos años, la necesito”.


Con ayuda de Malwida von Meysenburg, Paul Rée convenció a Nietzsche de que Lou podría ser una discípula ideal y una ayudante idónea, capaz de ocuparse de la redacción y corrección de sus manuscritos. Les recuerdo  que el pobre Federico tenía problemas de visión que le dificultaban mucho la lectura.


El problema es que Nietzsche se embaló, incluso con proyectos matrimoniales, ante una personalidad que no correspondía para nada con sus deseos: en primer lugar, Lou Salomé aborrecía la idea del matrimonio; en segundo lugar, estaba empeñada en convivir con hombres inteligentes tal como de niña había convivido con sus hermanos, tratándolos como a compañeros ideales de juegos y fatigas con quienes aprender. No es poco probable que también quisiera que tanto Paul Rée como Nietzsche se ajustaran a sus caprichos, tal y como estaba acostumbrada a que ocurriese desde que era pendeja.


Tengan en cuenta que todo esto pasaba por su croqueta, ¡y ni siquiera se habían visto! El encuentro se produjo en abril, en la Basílica de San Pedro, en Roma. La “frase matadora” que le tiró ni bien la vio fue: “¿Desde qué estrella hemos caído para venir a encontrarnos aquí?”. Lou repuso, mitad pasmada y mitad divertida, que al menos ella había venido de Zúrich.


Para sintetizar un post que ya está tomando dimensiones poco recomendables, en las que el lector se ha ido y el autor sigue tipeando como un enajenado, diremos que tanto biógrafos como comentaristas coinciden en afirmar que, con el tiempo, Lou debió de alentar en Nietzsche algún tipo de esperanzas; pero también que, debido a su manera de ser, abierta y espontánea, su comportamiento seductor debió de inflamar muy fácilmente a un solitario perpetuo, bastante poco piola a la hora de ejercer el arte de la coquetería.


Es todo por hoy, la seguimos en un próximo posteo.


¡Sean felices!

viernes, 24 de julio de 2015

¿ESTABA FUMADO MICHEL FOUCAULT MIENTRAS LEÍA A NIETZSCHE?

Apenas comenzado su Nietzsche, la genealogía, la historia, Foucault sugiere que “la genealogía es gris; es meticulosa y pacientemente documentalista. Trabaja sobre sendas embrolladas, garabateadas, muchas veces reescritas”. A decir verdad, uno no sabe bien si mientras escribía este tipo de textos, el calvo Michel había fumado una flor o tomado Nesquick vencido. En un posteo anterior, que pueden leer acá, ya habíamos escrito sobre cierta tendencia a mandar fruta por parte de muchos lectores acríticos del autor de Vigilar y castigar.


Si leemos la Genealogía de la moral, nos será difícil percibir dónde carajo está lo “meticuloso”: el autor alemán no suele dar nombres, ni fechas, y muestra muy poco interés por el detalle; más bien el estilo está lleno de sugerencias inspiradas o especulativas. Desprovista de pruebas empíricas y de aparato erudito, también nos parece difícil ver qué tiene de “pacientemente documentalista”.



En cuanto a lo de “gris”, diríamos que lo predominante en Nietzsche consiste en reducir el colorido pasado moral de la humanidad a dos morales en competencia, con lo cual si tenemos ganas de construir metáforas, podríamos decir que sería más acertado sugerir que es “blanca” y “negra” en constante pelea, porque de gris tiene poco y nada.


Francamente me resulta medio extravagante pretender que la “genealogía”, tal y como la concibe Nietzsche, sea una suerte de nuevo método de investigación social que contiene innovaciones conceptuales originales. La genealogía nietzscheana no dista mucho de los objetivos de cualquier historiador convencional que, al investigar, debe recurrir a fuentes históricas para determinar el origen o las causas de determinadas creencias o prácticas.


El mismo Foucault admitió alguna vez, al menos hasta donde leí, lo siguiente: “el único tributo válido a un pensamiento como el de Nietzsche es precisamente utilizarlo, deformarlo, hacerlo gemir y protestar. Y si los comentadores dicen después que estoy siendo fiel o infiel a Nietzsche, eso no tiene ningún interés en absoluto”.


Al respecto me gustaría recordar que el amor por la palabra en los grandes filólogos, no es otra cosa que amor por la verdad. En un fragmento de Aurora, Nietzsche expresaba su deseo de que sus textos fueran leídos en clave filológica, con disciplina y esfuerzos suficientes como para desesperar a lectores apresurados o, como en el caso de Foucault, muchas veces medio chamuyeros.


En lo personal me resulta más interesante la visión de Mazzino Montinari, uno de los responsables junto a Giorgio Colli de la edición crítica en alemán de la obra completa de Nietzsche, para quien “la labor histórica privada de comprensión filosófica es ciega”, en tanto que “el pensamiento filosófico sin contenido histórico es vacío”. Es perfectamente válido pensar a partir de Nietzsche, lo que me parece mal es hacerle decir a Nietzsche, retorciéndolo o haciendo “chirriar” sus textos, lo que tenemos ganas de decir nosotros.

Como dice Peter Berkowitz: “Foucault sigue el ejemplo de Nietzsche al tratar de investir a la genealogía de un aura de legitimación erudita y científica que no merece. Pero al leer el mito de Nietzsche tanto literal como selectivamente, Foucault acrecienta la dificultad de entender la creación de mitos de Nietzsche”.



En algún otro momento, si tengo tiempo y viento a favor, me gustaría profundizar con mayor rigurosidad en la lectura que Foucault hace de la obra de Nietzsche. En este posteo, a partir de un título provocativo, mi intención no era tomar la parte por el todo e impugnar toda interpretación foucaultiana hacia el amigo Federico, sino llamar la atención sobre algunas lecturas seductoras que, cuando las miramos de cerca, están atadas con alambre.

jueves, 23 de julio de 2015

LA FERIA JUDICIAL Y EL TIEMPO

Tenemos tendencia a confundir “el tiempo” con los instrumentos que usamos para medirlo. Olvidamos que la idea de puntualidad es una invención. Con el desarrollo del sistema de transporte se abrió el horizonte para coordinar la hora. Hacia mediados del siglo XIX, Inglaterra introdujo una hora unitaria (GMT: Greenwich Mean Time). Antes, cada lugar geográfico tenía su propio tiempo local. No sé qué se pierde y qué se gana con ese cambio, pero sí que la idea de “ganancia” o de “pérdida”, el considerar que “el tiempo es dinero” o es “un bien escaso” no es natural ni crece como los árboles, sino que forma parte de la concepción capitalista. La interiorización de la disciplina del tiempo es un ejemplo paradigmático acerca de cómo el proceso civilizatorio lleva al ser humano a transformar la coacción externa en una coacción ejercida por uno mismo. El tiempo público de los relojes regula el tráfico, el trabajo, hasta los estados depresivos por no haber “alcanzado a ser” lo que cronológicamente uno “hubiera debido ser” a determinada altura de su vida. Los relojes de las iglesias, estaciones de tren o fábricas, ahora están en nuestras muñecas, en la televisión y en nuestros aparatos de celular. El hombre nunca o casi nunca experimenta el tiempo de forma primaria sino socializada. El tiempo es escaso en relación a metas que son “sociales”. Eso no quita que exista un tiempo “ontológico”, que consiste en sentir que siempre hay más planes, deseos y proyectos no realizados que tiempo para llevarlos a cabo. Todo esto pensaba mientras leía un simpátito librito de Rudiger Safranski sobre el tiempo. Todo esto escribo porque estoy de vacaciones -feria judicial- y siento culpa por estar “al pedo”. Tengo ganas de "hacerme un tiempo" para escribir un libro. ¿Para qué querría yo escribir un libro? Para que encuentre lectores y que esos lectores me hagan sentir un poco menos solo.


¡Sean felices!

domingo, 19 de julio de 2015

UNA RESPUESTA ENRIQUECEDORA ACERCA DEL ARTE Y LA CULTURA

Copio y pego una excelente respuesta que me dio el poeta Daniel Freidemberg, a partir de algo que yo había escrito mientras leía Gramáticas de la creación de George Steiner. Acá les paso su respuesta:

Daniel: Tardé mucho, Rodrigo, en responderte, porque quise darme el tiempo necesario pensar como se lo merecen las cuestiones que planteaste (...) 

Punto 1) Es cierto que en la sociedad está sólidamente instalada la idea de que la poesía, la música, la pintura, el cine o lo que en general llamamos “las artes” tienen un status superior (de que son “espiritualmente superiores” sobre todo) a otras prácticas, como el arte indumentario o paisajístico, el caligráfico, la cerámica, la ceremonia del té o el arreglo floral (o un partido de fútbol o una partida de truco): sin duda ese es el criterio aceptado y oficial en esta cultura, el que se declama y el que todos dicen reconocer, pero, ¿realmente creen que es así, se ve confirmado eso que dicen en la vida, en los hechos? Si vemos lo que ocurre, diría que no. Son poquísimas las personas a las que les importa más, en la práctica, un poema o un cuadro que la ropa que va a ponerse o que el adorno que pueda quedar mejor en su casa o su auto, o que distraerse un rato con Tinelli. A lo que se suma otra cuestión: una parte, al menos, de los sectores más “vanguardistas” o “avanzados” del campo artístico-literario, que suelen también ser los que tienen mayor status, tiende a considerar a la moda en el vestuario, o la decoración o la publicidad o el diseño, en un nivel de igualdad con la pintura, la escultura o la literatura. Todo pasa a ser arte para ellos, y sospecho que en la mayoría de los casos no lo hacen respondiendo a un criterio democrático o igualitarista sino como un gesto de "sofisticación".

Otra cuestión: seguramente hay “filósofos" o pensadores que deducen la esencia del arte a partir de unas cuantas obras, condenando al resto a la mediocridad”, como decís, pero, si es cierto que existe una distinción entre un arte “alto” o “mayor” y otras producciones, no creo que esa distinción se origine en lo que dicen algunos filósofos o pensadores. Me parece que la cuestión es muchísimo más compleja, intervienen muchos factores más y hay muchos más matices y muchas más opciones. No creo, por ejemplo, que pese tanto eso que se ha dado en llamar “el canon” y en cambio sí creo que es decisiva la moda, y cuando acá digo “moda” me refiero a lo que en determinado momento se pone de moda en el campo literario o el campo artístico, aunque ahí no lo quieran llamar “moda”: no sé si todavía ahora, pero hasta hace algún tiempo, en la literatura, la moda era César Aira y Roberto Bolaño, y Cucurto en poesía, y ahora sospecho que el juicio que le hizo Kodama va a terminar por consagrar a Pablo Katchadjian, que ya venía instalándose en ese lugar. 

No estoy, por si hace falta aclararlo, desmereciendo a esos autores: puede ser muy buena literatura la que hacen, o muy mala, o mediocre o alguna otra cosa; a lo que me estoy refiriendo es a que en ese ambiente hay siempre un consenso dominante que impone obras, autores, estilos, tendencias, criterios que “corresponden a esa etapa”, y condena a una suerte de destierro o marginalidad al que no entre en el juego. No es el canon de los grandes nombres a los que el paso del tiempo o el consenso cultural consagró, al que hoy se le da bastante poca pelota, aunque tampoco se lo ignora por completo, sino un jet-set estelar al que hay que rendir culto acríticamente (la crítica que los valida rara vez es realmente crítica, en el mejor sentido de esa palabra) y al que no se puede cuestionar: si uno se atreve a cuestionarlos pasa a la categoría de “anticuado”, “anacrónico”, “ingenuo”, “resentido” o “pelotudo”.

Una cuestión más: esa tradición oriental que mencionás, que valoro muchísimo, es también valorada por muchos artistas, pero no desde ahora sino desde hace más de un siglo, y ha influido mucho en la literatura, el cine, las artes plásticas y otras artes que solemos llamar “cultas”. Quiero decir que no es exactamente “lo cotidiano” eso que se tiene como menos valioso. Pero además, y lo anoto nomás como curiosidad, en los espacios más elitistas de las prácticas artísticas y literarias, más encerrados en pequeños ambientes (que suelen ser también los más estériles en sus logros), muchos vienen llevando a cabo un culto entusiasta de “lo cotidiano” y “lo vulgar” desde hace veinte años o un poco más, convirtiéndolo en el colmo de la sofisticación y excomulgando del Parnaso a cualquiera que plantee una cuestión más compleja o con más ambiciones, tachándolo de anticuado o ridículo.

Rodrigo (había escrito): Matizaría/le agregaría a las opiniones de Steiner tres ideas, intuiciones o como le quieran llamar: 

1) hay filósofos o pensadores que deducen la esencia del arte a partir de unas cuantas obras, condenando al resto a la mediocridad. De esta manera, la poesía, la música, la pintura o el cine canonizados son las que sirven de base a las demás artes. Esta concepción minusvalora el arte indumentario o paisajístico, el caligráfico, la cerámica, la ceremonia del té o el arreglo floral. Tal vez la tradición maniquea que exige que santifiquemos el arte y despreciemos lo cotidiano sea más pobre, en este aspecto, que la tradición del extremo oriente, que descubre belleza en los más humildes gestos, en el modo de envolver un paquete, en el amoblamiento de una estancia, en el arreglo de un jardín o un ramillete; 

2) Como diría Foster Wallace: 

“Si vos, el escritor, sucumbís a la idea de que el público es demasiado estúpido, entonces existen dos obstáculos. El número uno es el obstáculo de la vanguardia, según el cual tenés la idea de que estás escribiendo para otros escritores, por lo cual no te preocupás de ser accesible o relevante. Te preocupás de ser estructural y técnicamente innovador: intrincado de una forma adecuada, incluyendo las referencias intertextuales apropiadas, haciendo que parezca inteligente. Sin importarte realmente si te estás comunicando con un lector al que le importa algo ese sentimiento en el estómago que es la razón por la que leemos. Luego, el otro obstáculo consiste en esas obras de ficción extremadamente burdas, cínicas y comerciales que se hacen de un modo mecánico –en esencia, televisión escrita- para manipular al lector, que presentan asuntos grotescamente simplificados de una manera apasionante al modo infantil”

3) no necesariamente los libros nos deben servir para estar mejor solos, aunque prometan eso. La literatura también sirve para aprender a estar con la gente, para mezclarse con todos. En ese caso, para vivir en las ciudades, para soportar el tedio de nuestra cultura, para ser más felices sin ser por eso más estúpidos.


Dicho todo esto, me siguen pareciendo atendibles las reflexiones de "aristocráticos" como George Steiner o Harold Bloom. Siguiendo a Bloom, creo que hay una suerte de "competencia agonística" implícita o explícita entre un gran escritor y los escritores que lo precedieron. Creo en las jerarquías: así como creo que Messi es mejor que Marcos Rojo, creo que hay escritores con mayúsculas y escritores que hacen lo que pueden, y lo que pueden es poco. En Perché leggere i classici, un artículo de 1981, Italo Calvino aportaba algunas ideas que no por transitadas dejan de parecerme interesantes:


Daniel respondió: Para mí –y esta es mi posición personal– la distinción entre un arte que podríamos llamar “mayor” (toda denominación me resulta insuficiente y ridícula) y otro que no lo es no pasa por si está o no en un canon o si tiene o no la bendición de los núcleos autorizadores (universidad, crítica, periodismo cultural, el favor de los consagrados), como tampoco por la aceptación de las mayorías: pasa por la calidad de la experiencia que ofrece la obra. La cuestión, para mí, es qué pasa, qué nos pasa, al leer o mirar o escuchar o asistir a una obra teatral, una pieza musical, un poema: ¿nos toca vivir una experiencia compleja, enriquecedora, sensibilizadora, inquietante, o simplemente nos entretenemos, pasamos el rato, confirmamos ciertas convicciones o ciertos prejuicios, descargamos alguna tensión, olvidamos problemas, sentimos la satisfacción de reconocer los conflictos que tenemos con los demás o con nosotros mismos sin problematizarlos, o, peor, nos hacemos la ilusión de que los estamos resolviendo? Por lo general, las experiencias del primer tipo se encuentran con el arte más “elaborado” o “culto”, eso que se suele llamar “cultura alta”, y las otras en la producción para el consumo, lo que se suele llamar “industria cultural”, pero muchas veces no es así, y además abundan los casos intermedios o mixtos, o que dependen de cómo el lector o espectador está dispuesto a encarar cada experiencia. Tampoco la cosa pasa, por supuesto, por si la obra es “fácil” o “difícil”, “accesible” o “hermética”, aunque hay muchos motivos para sospechar, cuando una obra engancha demasiado fácilmente, que nos están vendiendo un buzón, como las propagandas de medicamentos para adelgazar. Pero, como dije, es mi posición, en cuanto a los modos en que otros establecen la separación entre lo que tiene valor artístico y lo que no lo tiene, hay una variedad inmensa.

Avanzando un poco más en estas cuestiones, a riesgo de aburrir o atosigar, no todo es lo mismo en el terreno del arte y la literatura más “experimentales” o “herméticos”: ahí están, por un lado, los que no encuentran otras maneras que esas de hacer lo suyo, porque de lo contrario tendrían que renunciar a mucho de lo que les interesa transmitir en sus obras, y volverlas más “accesibles” sería mutilarlas o empobrecerlas (Vallejo, Joyce, Tarkovsky), pero están también los que “oscurecen las aguas para que el charco parezca profundo” o los que se limitan a tirar señales para embaucar giles, o, en otras palabras, para impresionar a sus colegas o a la crítica, o a intimidarlos. Ni todo es lo mismo tampoco, por supuesto, en el terreno de la producción industrial: hay quienes, como en algunas películas de Clint Eastwood, por ejemplo, o en los grandes clásicos de Hollywood, se las arreglan para introducir ahí elementos que las vuelven complejas, nada esquemáticas, enriquecedoras, llenas de matices.

Punto 2): suscribo cien por cien lo que citás de Foster Wallace. Ningún escritor que se precie escribe para un lector estúpido. Pero mi acuerdo con Wallace supone que, cuando dice “el público”, se refiere al lector que uno tiene en mente cuando escribe. Si, en cambio, adjudica esa falta de estupidez al público real, a las personas de carne y hueso que viven concretamente en este mundo, discrepo. No es necesario ser elitistas sino, nada más, sinceros con nosotros mismos, para saber que en nuestras sociedades la mayoría de la población padece un nivel importante de algo que no voy a llamar “estupidización” pero que sí implica que esa gente acepta vivir limitada en sus capacidades, renunciar al ejercicio de muchas posibilidades intelectuales, emotivas, sensibles, por imposición no sólo de los medios de difusión masiva sino, sobre todo, por un sistema de vida, del que los medios forman parte.

Se entiende, supongo, que no digo que en su mayor parte las personas son estúpidas, sino que existe algo que se llama alienación o enajenación, un modo de vida naturalizado, y son muchos, una amplia mayoría, los que no atinan a encontrar el modo de salir de la trampa, y ni siquiera advierten que eso que entienden como “natural” es una trampa. 

No me gusta que sea así, por supuesto, y me parece injusto, pero la realidad no acostumbra a someterse a mis gustos. En una sociedad que no deja tiempo para detenerse a considerar lo que se está viendo o escuchando, o para ponerse a pensar, y que encima lo está empujando a uno a consumir desaforadamente todo el tiempo, y además, como nos lleva a vivir siempre en la urgencia, no nos permite disponer del tiempo necesario para asumir una experiencia que no sea liviana y fácilmente gratificante. ¿No sabemos que la sociedad nos modela para el conformismo (la no interrogación, la no inquietud) y son muy pocas las posibilidades que deja de elegir otra opción, sin contar que las opciones que ofrece son las que a primera vista resultan más atractivas y seductoras, apelan a ciertas zonas de nuestra subjetividad que reaccionan automáticamente. No hay, en esa situación, lugar para nada que salga de lo acostumbrado y previsible, nada que inquiete mucho, nada que ponga en cuestiones certezas y, sobre todo, nada que exija algún tipo de esfuerzo. Quiero decir con todo esto que no se puede confundir a ese lector “no estúpido” que uno tiene en mente al escribir con el conjunto de los lectores reales o posibles, o el promedio de los lectores reales o posibles.

Y, finalmente el punto 3) Por supuesto que no necesariamente los libros nos deben servir para estar mejor solos, aunque prometan eso, y que la literatura también sirve para aprender a estar con la gente, para mezclarse con todos. En ese caso, para vivir en las ciudades, para soportar el tedio de nuestra cultura, para ser más felices sin ser por eso más estúpidos. No conocía, francamente, esa idea según la cual los libros deben servirnos para estar solos, pero se me hace –sin ninguna seguridad– de que esto está de algún modo vinculado a la noción de “autonomía” de la literatura y el arte, según la cual no corresponde reclamarle a la literatura y el arte alguna “utilidad”, o, en otras palabras, que ante todo una obra literaria o de arte tiene que ser literatura o arte, y después se verá si sirve también para otra cosa. Son las obras mismas, cuando tienen real nivel artístico, el premio que uno obtiene al encontrarse con ellas. Pero eso que las vuelve valiosas y necesarias, lo que les da riqueza, ¿de dónde viene? Del trabajo de elaboración sin duda, y de la capacidad de crear belleza de quien lleva a cabo ese trabajo también, pero, ¿de dónde toma ese material simbólico e imaginario que elabora? ¿Qué es lo que le da fuerza o vida a ese trabajo? Esa materia, esa fuerza, la constituyen las experiencias de vida, incluidas entre las experiencias de vida lo imaginado o soñado, lo leído en libros y lo visto en los medios. Si no fuera así, una buena novela, un buen poema, una buena película o una buena escultura no nos “tocaría” como nos “toca”. Por algo se dice que al leer un buen libro o ver una gran película uno ya no es el mismo que antes de esa experiencia. El carácter autónomo de la obra no se contradice, según entiendo, con las capacidades que esa obra tiene para modificar nuestra vida. Más bien al contrario.


Se me fue la mano, Rodrigo. Obviamente, no tenés ninguna obligación de soportar este bodoque, pero, lanzado a responder tu incitación, ya no pude detenerme. Te pido disculpas por eso y vuelvo a agradecerte por todo lo que me llevaste a pensar.


Me quedó afuera algo acerca de las citas de Calvino sobre los clásicos: no sólo estoy en general de acuerdo con Calvino sino, además, creo que muchos de esos rasgos distinguen también a cualquier obra literaria o de arte cuando tiene la densidad, la singularidad y la complejidad que asocio con "lo artístico".

jueves, 9 de julio de 2015

ME GUSTA EL FÚTBOL, ERGO ME GUSTA CÓMO JUEGA MESSI

A la mayoría de los hinchas no les gusta el fútbol, les gusta que su equipo gane. La prueba está en que el hincha considera que entre una pelota que pega en el palo y sale y una pelota que pega en el palo y entra no hay una distancia de milímetros, sino un abismo semejante al que existe entre Mahatma Gandhi y el Petiso Orejudo, o entre Mozart y Ricardo Arjona. En los programas deportivos casi no se habla de fútbol: se hace análisis del discurso de Bielsa, de la picardía de Ramón Díaz, de la composición química del “gas pimienta”, de si tal o cual jugador “siente la camiseta” o “tiene huevos”, de cuántos millones gana determinada estrella, de si esa estrella está inflada por la maquinaria publicitaria o no lo está, de si la novia de tal jugador salió con otro jugador o si es cornuda… Otra variante es hablar de fútbol como si se tratara de ajedrez mezclado con física cuántica. ¿A qué persona auténticamente aficionada al cine le interesa, en tanto cinéfilo o cinéfila, qué temperatura hacía en la butaca del cine o cuál era la presión atmosférica medida en hectopascales el día en que vio un film que le produjo un trastorno estético/emocional? Hay periodistas deportivos que parecen astrónomos que jamás han mirado las estrellas. Sostengo que decir que te gusta el fútbol y al mismo tiempo decir que no te gusta cómo juega Messi son opuestos contrarios, no contradictorios: como pretender adelgazar comiendo medio quilo de manteca. Se trata de un jugador que lleva la pelota pegada al botín a alta velocidad, con un panorama único de dónde están sus compañeros y dónde están los rivales, y que cada vez que agarra la pelota a uno le da la sensación de que algo distinto va a pasar. Messi es el mejor en lo suyo, que es el fútbol. A mí me gusta leer y escribir, pero no estoy entre los mejores escritores del mundo: voy a escribir un ensayo titulado “Marcel Proust pecho frío”, y le voy a dar al puto de Proust para que tenga y para que guarde.