POEMAS Y ESCRITOS DE FERNANDO PESSOA (1888-1935)


“Los poetas no tienen biografías. Su obra es su biografía".
(Octavio Paz)

“El escritor que sobrevive a su época es el que sabe expresarla de manera más adecuada y concreta, con el mayor relieve y talento.”
(Denis de Diderot)

El poeta es un fingidor/ que finge constantemente, /que hasta finge que es dolor, el dolor que en verdad siente.
(Fernando Pessoa)

Fernando Pessoa (Portugal, 1888-1935)

A modo de biografía:

Una tarde de junio de 1888 nace, en Lisboa, Fernando Antonio Nogueira Pessoa.

Perdió a su padre a los cinco años de edad. Su madre vuelve a casarse y, en 1896, se traslada con sus hijos a Durban, África del Sur, adonde su segundo esposo había sido enviado como cónsul de Portugal.

Educación inglesa. Poeta bilingüe, la influencia sajona será constante en su pensamiento y en su obra.

En Durban cursó sus estudios, en las aulas del convento de West Street, en la High School y en la Comercial School.

En 1908 empieza a trabajar como traductor de correspondencia extranjera (en francés e inglés) en varias casas comerciales, ocupación que, ignorando mejores ofrecimientos, conservará toda la vida.

En 1914 empieza a escribir poemas de sus heterónimos. Colaboró en diversas revistas culturales, donde publicó algunas de sus poesías.

Influido por filósofos como Nietzsche y Schopenhauer, introdujo en su país algunas vanguardias estéticas de moda en la época, como el modernismo o el futurismo.

En 1932 aspira al puesto de archivista en una biblioteca y lo rechazan.

En los quince años transcurridos entre su regreso definitivo a Lisboa, en 1905, y su instalación en el piso de la Rua Coelho de Rocha, en 1920, Pessoa cambió de casa unas quince veces. Durante más de la mitad de este período vivió con una u otra de sus tías, o con los padres y los hermanos (en 1906-1907). Nunca vivió solo hasta finales de noviembre de 1909. Ve a los amigos en la calle y en el café. Nunca sabremos cuántas veces habrá bebido, solitario, en tabernas y fondas del barrio viejo.

En 1920 se enamora, o cree que se enamora, de una empleada de comercio: Ofelia (u Ophelia)

La misma Ofelia nos ha dejado testimonios de encuentros con el poeta: “un día se cortó la luz en la oficina. Freitas no estaba y Osorio, el cadete, había salido a hacer un trámite. Fernando fue a buscar una lámpara de petróleo, la encendió y la puso encima del escritorio. Un poco antes me había enviado una cartita donde sólo escribió: le ruego que se quede. Y yo me quedé, como para ver qué pasaba. Me acuerdo que estaba de pie, poniéndome el saco, cuando él entró en mi despacho. Se sentó en mi silla y yo me puse un poco nerviosa. Sin saber qué decir, acabé de ponerme el saco y me despedí precipitadamente. Fernando se levantó, con la lámpara en la mano, para acompañarme hasta la puerta. Pero de repente me empujó contra la pared; sin que yo lo esperase, me agarró por la cintura, me abrazó y, sin decir una palabra, me besó apasionadamente, como si estuviera loco.”

Pero la locura, en este caso, no iba a durar mucho: poco después le escribe una carta de ruptura, donde afirma que su “destino pertenece a otra ley cuya existencia usted ni siquiera sospecha”[3].

No se le conocen otros amores.

Hace pocos años atrás, Ofelia publicó su correspondencia con Pessoa, de la que extraemos un fragmento:

 “Mi adorado Fernandinho…

Es medianoche, me estoy adormilando, pero estoy pensando siempre en mi amor. ¿También él estará pensando en su bebé? Me temo que no. Estoy triste y confusa. Acabo de hablar con el joven que quiere cortejarme y siento siempre las mismas cosas que tanto me hacen pensar en mi Fernandinho, al amor que tengo por él, y si es suficientemente sincero el amor que él dice sentir por mí, si merece el sacrificio que estoy haciendo. Estoy rechazando a un muchacho que me adora (…) Dime, pues, francamente, si soy algo para ti, mi Fernandinho.

¿Me has dicho alguna vez que es lo que piensas realmente, qué quieres hacer conmigo? No, no sé nada. Sólo sé que te amo y nada más. Pero eso no basta. Estoy completamente entregada a mi Fernandinho. ¿Qué recompensa tendré? Te seré clara. Temo que tus efluvios de amor terminen pronto (…) Temo que me digas, amor mío, que tengo razón al pensar así. ¿Tendré de ti la recompensa que merezco? Temo que no la tendré, dado que nunca me has hablado de ello.

Te juro, Fernandinho mío, que prefiero alejarme de ti para siempre, por mucho que me cueste hacerlo, antes de pensar que nunca seré tuya y que tendré que continuar como ahora.

Fernandinho, si nunca pensaste en formar una familia y si tampoco ahora lo piensas, te pido en nombre de todo y en nombre de la alegría de tu hermana, que me lo digas por escrito, que me comuniques tus intenciones sobre mí (¡y no olvides las numerosísimas veces que me has dicho, no que me amas, sino que me adoras!). Porque si tus intenciones no fuesen lo que yo tanto deseo, prefiero romper para siempre nuestra (mejor dicho) mi amistad… “. (28 de febrero de 1920).

En 1934 apareció Mensagem, único libro que publicó en vida. De modo similar a como ocurre con Kafka, la gran mayoría de su obra es póstuma.
Su gran vicio es la imaginación: sus pasiones son castas, imaginarias, ascéticas y descarnadas. Por eso no se mueve de su silla. Bernardo Soares, uno de sus semiheterónimos, nos dice:

“Puedo entender que viaje quien no sea capaz de sentir. Por eso son siempre tan pobres como libros de experiencia los libros de viaje, y si algo valen, valen nada más por la imaginación de quien los escribe. Y si quien los escribe tiene imaginación, tanto nos puede encantar con la descripción minuciosa, fotográfica de estandartes, de paisajes que imaginó, como con la descripción, necesariamente menos minuciosa, de paisajes que supuso ver. Somos todos miopes, excepto hacia adentro. Sólo el sueño ve con la mirada”.

Anglófilo, miope, cortés, huidizo, vestido de obscuro, reticente y familiar, cosmopolita que predica el nacionalismo, investigador solemne de cosas fútiles, humorista que nunca sonríe y nos hiela la sangre, inventor de otros poetas y destructor de sí mismo, autor de paradojas claras como el agua y, como ella, vertiginosas: fingir es conocerse, misterioso que no cultiva el misterio, misterioso como la luna del mediodía, taciturno fantasma del mediodía portugués, apenas sabemos quién es Pessoa. ¿Acaso importa si nos queda su obra?

Pierre Hourcade, que lo conoció al final de su vida, escribe: “Nunca, al despedirme, me atreví a volver la cara; tenía miedo de verlo desvanecerse, disuelto en el aire”.

Como todos los grandes perezosos, se pasa la vida haciendo catálogos de obras que nunca escribirá; y según les ocurre también a los abúlicos, cuando son apasionados e imaginativos, para no estallar, para no volverse loco, casi a hurtadillas, al margen de sus grandes proyectos, todos los días escribe un poema, un artículo, una reflexión. Dispersión y tensión. Todo marcado por una misma señal: estos textos fueron escritos por necesidad. Y esto, la fatalidad, es lo que distingue a un escritor auténtico de uno que simplemente tiene talento. Alguna vez escuché, no sé de quién y poco importa, que el talentoso posee genio, mientras que el genio es poseído por su talento. Aunque, repito, me desagrada el término, podría decirse que Pessoa fue un poeta genial, a despecho de haber sido desparejo en la calidad de sus escritos.

Sus heterónimos:

Se ha gastado mucha tinta respecto al verdadero significado de los heterónimos de Pessoa, pero mejor que citar a los estudiosos es transcribir fragmentos de la famosa carta del poeta a Adolfo Casais Monteiro, uno de los colaboradores de Presencia:

“El origen mental de mis heterónimos está en mi tendencia orgánica y constante a la despersonalización y a la simulación. Estos fenómenos –felizmente para mí y para los demás- se cristalizaron en mi mente; quiero decir que no se manifiestan en mi vida práctica, exterior y de relación con la gente; estallan hacia dentro y sólo yo los vivo (…).

Desde niño fui propenso a crear a mi alrededor un mundo ficticio, a rodearme de amigos y conocidos que nunca existieron. (No sé, entendámonos, si no existieron o si soy yo quien no existe. En estas cosas, como en todas, no debemos ser dogmáticos.) Desde que me sé un yo, recuerdo haber fijado mentalmente, con sus correspondientes figuras, movimientos, caracteres e historias, varios personajes irreales que eran para mí tan visibles y míos como las cosas que forman parte de lo que designamos, quizás abusivamente, vida real. Esta tendencia, que me domina desde que me recuerdo como un yo, me ha acompañado siempre, modificando en parte la melodía con que me encanta, pero manteniendo siempre intacta su fuerza de encantamiento.

Así es como recuerdo al que me parece que fue mi primer heterónimo, o mejor, mi primer conocido inexistente, un cierto Chevalier de Pas de mis seis años, en cuyo nombre yo escribía cartas suyas dirigidas a mí mismo; su figura, no totalmente brumosa, conquista todavía aquella zona de mis afectos que linda con la nostalgia (…).

¿Cosas que ocurren a todos los niños? Seguramente –o quizá-. Pero fue tal la intensidad con que viví esas figuras, que aún hoy las vivo; tanto las recuerdo que debo realizar un gran esfuerzo par darme cuenta de que no fueron realidades.

Esta tendencia a crear en mí otro mundo, igual a éste pero con otra gente, nunca abandonó mi imaginación; atravesó varias etapas, entre las cuales ésta, producida ya en la madurez. De repente se me ocurría algo, algo que, por un motivo u otro, resultaba absolutamente ajeno a quien soy o a quien supongo que soy. Inmediatamente, espontáneamente, exteriorizaba esa ocurrencia, atribuyéndosela a cierto amigo mío cuyo nombre inventaba, cuya historia añadía y cuya figura –cara, estatura, traje y gesto- en seguida veía yo ante mí. Así fue como encontré y divulgué varios amigos y conocidos que nunca existieron pero que, aún hoy, a casi treinta años de distancia, oigo, siento y veo. Repito: oigo, siento, veo… Y extraño.

(…) Allá por 1912 me vino la idea de escribir unos poemas de índole pagana. Esbocé algo en verso irregular (no en el estilo de Álvaro de Campos, sino en el estilo de regularidad intermedia), y abandoné el asunto. Con todo, y envuelto en penumbra, entreví un vago retrato de la persona que estaba haciendo aquello (había nacido, sin que yo lo supiera, Ricardo Reis). Año y medio, o dos años después, se me ocurrió tomarle el pelo a Sá-Carneiro –inventar un poeta bucólico, de carácter complejo, y presentárselo, ya no recuerdo cómo, inscripto en alguna forma de realidad-. Durante varios días me empeñé en elaborar el poeta, pero nada conseguí. Un día en el que finalmente me había dado por vencido –fue el 8 de marzo de 1914- me acerqué a una cómoda alta y, tomando un manojo de papeles, comencé a escribir de pie, como escribo siempre que puedo. Escribí más de treinta poemas seguidos, en una especie de éxtasis cuya naturaleza no conseguiría definir. Fue el día triunfal de mi vida, y nunca podré tener otro igual. Empecé con un título –El cuidador de rebaños- y lo que siguió fue la aparición de alguien en mí, a quien, desde un primer momento, di el nombre de Alberto Caeiro. Perdóneme el absurdo de la frase: había aparecido en mí mi maestro. Fue esa la sensación inmediata que tuve. Y tanto fue así que, una vez escritos esos treinta y tantos poemas, tomé inmediatamente otro papel y escribí, también uno tras otro, los seis poemas que constituyen la Lluvia oblicua, de Fernando Pessoa. Inmediata y completamente… Fue el regreso de Fernando Pessoa –Alberto Caeiro a Fernando Pessoa propiamente dicho-. O mejor, fue la reacción de Fernando Pessoa contra su inexistencia como Alberto Caeiro.

Aparecido Alberto Caeiro, traté enseguida de descubrirle –instintiva y subconscientemente- algunos discípulos. Arranqué de su falso paganismo el Ricardo Reis latente, le descubrí el nombre y lo ajusté a sí mismo, porque a esa altura ya lo veía. Y de repente, y en derivación opuesta a la de Ricardo Reis, me surgió impetuosamente un nuevo individuo. Arrolladoramente y escrita a máquina, sin enmiendas ni interrupciones, surgió la Oda triunfal de Álvaro de Campos –la oda con ese nombre y el hombre con el nombre que tiene.
Creé, entonces, una coterie inexistente. Fijé todo aquello en moldes verosímiles. Gradué las influencias, conocí las amistades, oí, dentro de mí, las discusiones y divergencias de criterio, y en todo esto me parece que yo, que fui el creador de cuanto le digo, nada tuve que ver con ello.

(…) Yo veo, en el espacio incoloro pero real del sueño, los rostros, los gestos, de Alberto Caeiro, Ricardo Reis y Álvaro de Campos. Fijé sus edades y construí sus vidas. Ricardo Reis nació en 1887 (no recuerdo el día ni el mes pero en algún lado los tengo anotados), es oriundo de Porto, médico, y actualmente está en Brasil. Alberto Caeiro nació en 1889 y murió en 1915; nació en Lisboa pero vivió casi toda su vida en el campo. No tuvo profesión y careció casi completamente de educación. Álvaro de Campos nació en Tavira, el día 15 de octubre de 1890 (a la 1,30 de la tarde, según dice Ferreira Gomes; y es verdad, ya que hecho el horóscopo correspondiente a esa hora, los datos coinciden con sus características). Como usted sabe, Campos es ingeniero naval (graduado en Glasgow), pero ahora está en Lisboa, inactivo. Caeiro era de estatura media y, aunque realmente frágil (murió tuberculoso), no parecía serlo tanto como en verdad lo era. Ricardo Reis es un poco, pero muy poco, más bajo, más fuerte, más seco. Álvaro de Campos es alto (1,75 de altura, dos centímetros más que yo), delgado y con una leve tendencia a curvarse. Todos ellos tienen cara afeitada; Caeiro rubio, sin color, ojos azules; Reis, moreno mate; Campos, entre blanco y moreno, con un tipo que sugiere vagamente al del judío portugués, si bien su cabello es lacio y habitualmente peinado con raya al costado, usa monóculo. Caeiro, como le dije, no recibió prácticamente ninguna educación, sólo instrucción primaria; perdió muy pronto a sus padres y vivió siempre de una renta muy modesta. Compartió su casa con una tía vieja, tía-abuela. Ricardo Reis, educado en un colegio de Jesuitas, es, como también le dije, médico; vive en Brasil desde 1919, pues se expatrió espontáneamente por ser monárquico; es un latinista de escuela y un semihelenista por educación autodidacta. La educación secundaria de Álvaro de Campos fue vulgar; después lo enviaron a Escocia para que estudiara ingeniería, primero mecánica y después naval. Estando de vacaciones, realizó el viaje al Oriente del que resultó el poema Opiario. Aprendió latín con un tío de Beira que era cura.
¿Cómo escribo en nombre de los tres?... Caeiro, por pura e inesperada inspiración; sin saber ni calcular qué irá a decir. Ricardo Reis, después de una deliberación abstracta, que súbitamente se concreta en una oda. Campos, cuando siento un súbito deseo de escribir y no sé, sin embargo, qué. Mi semiheterónimo Bernardo Soares que, por lo demás, se parece en muchas cosas a Álvaro de Campos, aparece siempre que estoy cansado y somnoliento, cuando están en mí como suspendidas las cualidades del razonamiento y la inhibición; su prosa es un constante devaneo. Es un semiheterónimo porque, aunque su personalidad no es la mía, no difiere empero de ella; es, respecto de ésta, una simple mutilación. Soares soy yo menos el razonamiento y la afectividad. Su prosa, a no ser por lo que el razonamiento infunde de tenue a la mía, es igual a ésta; también el portugués es el mismo. En cambio Caeiro escribía mal en portugués. Campos, razonablemente pero con lapsus como decir (por ejemplo) ‘yo propio’ en lugar de ‘yo mismo’, etcétera. Reis, mejor que yo, pero con un purismo que considero exagerado. Lo difícil para mí es escribir la prosa de Reis –todavía inédita- o la de Campos. La simulación en verso es más fácil, incluso porque es más espontánea.”

¿Qué podemos agregar a lo dicho por el autor? La psicología nos ofrece diversas explicaciones. El mismo Pessoa propone dos o tres, una incluso cruelmente patológica: “probablemente soy un histérico-neurasténico (…) y esto explica, bien o mal, el origen orgánico de los heterónimos”.

No es que las explicaciones estén bien o estén mal, sino que son incompletas. Un neurótico es un poseído; el que domina sus trastornos: ¿es un enfermo? El neurótico padece sus obsesiones; el creador es su dueño y las transforma. Pessoa cuenta que desde niño vivía entre personajes imaginarios. (“No sé, entendámonos, si no existieron o si soy yo quien no existe. En estas cosas, como en todas, no debemos ser dogmáticos.)”

Pero ¿qué es un heterónimo? Según Pessoa, “la obra seudónima es del autor en su persona, salvo que firma con otro nombre; la heterónimo es del autor fuera de su persona”. El personaje, agregamos nosotros, es una creación del autor, el heterónimo es un personaje que es un autor. No basta con que se nos diga que Ricardo Reis y Álvaro de Campos son poetas como Balzac nos dice que Canalis es un poeta; es necesario que nos muestre sus obras y que esas obras posean individualidad y carácter propios.
Acuerdo plenamente con Octavio Paz cuando sugiere que ni Pessoa es un mentiroso ni su obra es una superchería. Es terrible que la mente moderna, que tolera las mentiras más flagrantes y las realidades más indignas, no pueda soportar la existencia de la fábula. La obra de Pessoa no es más ni menos que eso: una fábula, una ficción. El arte, entre otras cosas, tiene que ver con el juego. El arte no se reduce al juego, pero sin juego no puede haber arte.

La autenticidad de los heterónimos depende de su coherencia poética, de su verosimilitud. Fueron creaciones necesarias, pues de otro modo el autor no habría consagrado su vida a vivirlos y crearlos; lo que cuenta ahora no es que hayan sido necesarios para su autor sino si lo son también para nosotros. Pessoa, su primer lector, no dudó nunca de su realidad. Reis y Campos dijeron lo que quizá él nunca habría dicho. Al contradecirlo, lo expresaron; al expresarlo, lo obligaron a inventarse. Escribimos para ser lo que somos o para ser aquello que no somos. En uno o en otro caso, nos buscamos a nosotros mismos. Y si tenemos la suerte de encontrarnos –señal de creación- descubriremos que somos un desconocido. Siempre el otro, siempre él, inseparable, ajeno, con su tara y la mía, tú siempre conmigo y siempre solo.

Pessoa es un encantador hechizado por su propia obra, sus heterónimos lo juzgan, sus creaciones nos juzgan también a nosotros, sus lectores.

“Alberto Caeiro es mi maestro”: Caeiro es el sol alrededor del cual giran Reis, Campos y el mismo Pessoa. En todos ellos hay partículas de negación o de irrealidad: Reis cree en la forma, Campos en la sensación, Pessoa en los símbolos. Caeiro no cree en nada: existe. El sol es la vida henchida de sí; el sol no mira porque todos sus rayos son miradas convertidas en calor y luz; el sol no tiene conciencia de sí porque en él pensar y ser son uno y lo mismo.

Para finalizar con esta especie de biografía-introducción a su obra, digamos que Pessoa murió, minado por el alcohol, en 1935. No dejó descendientes, testamento ni bienes. Tampoco tuvo continuadores, no podía tenerlos: su escritura es inimitable.

Es posible que la brillantez de Pessoa como poeta y prosista haya disminuido su valoración como pensador. En estos extractos autobiográficos que les copio puede verse su extraordinaria fineza y profundidad de juicio. Algunas de sus afirmaciones tienen ecos nietzscheanos, sobre todo en su desconfianza hacia las opiniones del público.

Escritos autobiográficos:

[1917-1918]

Por mí, mi egoísmo es la superficie de mi dedicación. Mi espíritu vive constantemente en el estudio y en el cuidado de la Verdad, y en el escrúpulo de dejar, cuando deje la ropa que me liga a este mundo, una obra que sirva al progreso y al bien de la Humanidad.

Reconozco que el sentido intelectual que ese Servicio de la Humanidad toma en mí, en virtud de mi temperamento, me aparta, muchas veces, de las pequeñas manifestaciones que en general revelan el espíritu humanitario. Los actos de caridad, la dedicación por así decir cotidiana son cosas que raras veces aparecen en mí, aunque nada haya en mí que represente su negación.

En todo caso, reconozco, en justicia para conmigo mismo, que no soy más egoísta que la mayoría de los individuos, mucho menos lo soy que la mayoría de mis colegas en las artes y en las letras. Les parezco egoísta a aquellos que, por un egoísmo absorbente, exigen la dedicación de los otros como un tributo.

[1926]

Tengo treinta y ocho años y me siento más nuevo cada año, porque todos los años estoy más próximo de no haber realizado nunca cosa alguna en la vida. La realización nos envejece. Todo tiene su precio; el precio de la realización es la pérdida de la juventud. Sólo la falta de objetivos y un modo de vida inconsecuente –si la palabra “modo” puede ser aplicada a una tal ausencia de rumbo- nos mantienen jóvenes. No me casé y por eso me mantuve libre tanto de los placeres especiales como de los cuidados propios de esa especie de asociación; y el bien y el mal de ese estado son igualmente envejecedores. Nunca me establecí en una posición o en un rumbo de vida, ni siquiera en una opinión que durase más que el minuto pasajero con que fue defendida. (...) Nunca hice un esfuerzo real detrás de ninguna cosa, ni apliqué fuertemente mi atención excepto a cosas fútiles, innecesarias y ficticias. Me siento joven porque he vivido de esa manera. Dirá el señor que no presté ningún servicio a la humanidad, sea lo que fuera que “servicio” y “humanidad” signifiquen, y podría hablar hasta que las últimas estrellas desapareciesen sin que nadie me diese pruebas sobre la utilidad del servicio o el significado de humanidad. Pero presté a muchas personas el servicio de no estar en su camino. No competí con las ambiciones de ningún hombre, ni me puse en el camino de la grandeza natural de ningún loco. He procedido de modo idéntico con el hombre bueno y con el hombre malo, no consideré peor al criminal que al hombre común, como en los días victorianos de mi infancia, o mejor, como en los días “jorgianos” de mi actual juventud. Quedo más joven todos los días porque nunca hice nada y no puedo envejecer... Soy un espectador de mí mismo y de los tiempos, y no me siento menos sabio que los grandes hombres de este pequeño mundo. Soy, por eso, capaz, por un uso natural de la imaginación y de la fantasía, de extraer imperios de encuentros casuales y de endilgar nuevos mundos ( ).

Sucede que tengo precisamente aquellas cualidades que son negativas para los fines de influir, de cualquier modo que sea, en la generalidad de un ambiente social.

Soy, en primer lugar, un raciocinador, y, lo que es peor, un raciocinador minucioso y analítico. Ahora bien, el público no es capaz de seguir un raciocinio, y el público no es capaz de prestar atención a un análisis.

Soy, en segundo lugar, un analizador que busca, cuanto en sí cabe, descubrir la verdad. Ahora bien el público no quiere la verdad, sino la mentira que más le agrade. Se añade que la verdad –en todo, y mayormente en cosas sociales- es siempre compleja. Ahora bien el público no comprende ideas complejas. Es preciso darle sólo ideas simples, generalidades vagas, esto es, mentiras, aunque partiendo de verdades; pues dar como simple lo que es complejo, dar sin distinción lo que cumple distinguir, ser general donde importa particularizar, para definir, y ser vago en materia donde lo que vale es la precisión, todo esto da como resultado mentir.
Soy, en tercer lugar, y por eso mismo es que busco la verdad, tan imparcial cuanto en mí cabe ser. Ahora bien el público, movido íntimamente por sentimientos y no por ideas, es orgánicamente parcial. En consecuencia no sólo le desagrada o no interesa, por extraño a su índole, el mismo tonode imparcialidad, sino que más aún lo agrava el de concesiones, de restricciones, de distinciones que es preciso usar para ser imparcial. Entre nosotros, por ejemplo, y en la mayoría de los pueblos del ser de Europa, o se es católico, o se es anticatólico, o se es indiferente al catolicismo, porque a todo. Si yo, sin embargo, hiciera un estudio sobre el catolicismo, donde forzosamente tendría que decir mal y bien, que señalar ventajas mezcladas con desventajas, que indicar defectos aliviados por virtudes, ¿qué me sucedería? No me escucharían los católicos, que no aceptarían lo que yo hablase mal del catolicismo. No me escucharían los indiferentes, para quienes todo el asunto no pasaría de una lata ilegible. Así resultaría absolutamente inútil ese estudio mío, por cuidado y escrupuloso que fuese –diría, hasta tanto más inútil, porque tanto menos aceptable para el público cuanto más cuidado y escrupuloso fuese.
(...)
Las sociedades son conducidas por agitadores de sentimientos, no por agitadores de ideas. Ningún filósofo hizo camino sino porque sirvió, en todo o en parte, a una religión, a una política o a cualquier otro modo social del sentimiento.
Si la obra de investigación, en materia social, es por lo tanto socialmente inútil, salvo como arte y en lo que contenga de arte, más vale emplear lo que en nosotros haya de esfuerzo en hacer arte, que en hacer medio-arte”.
(...)
Disolvente, socialmente, es la doctrina social de lo que no está. Fue disolvente y antisocial, en el sentido de perjudicar el orden y la armonía de los pueblos, el cristianismo cuando el paganismo era la civilización. Fue disolvente y antisocial la Reforma, cuando la civilización de Europa era católica. Fue disolvente y antisocial la doctrina de la Revolución Francesa, cuando la civilización de Europa era el Antiguo Régimen...
¿Quiere esto decir que no hay doctrinas disolventes sino por su situación ocasional? Eso mismo quiere decir. La más “radical” de las doctrinas, en cuanto sea universalmente aceptada, es una doctrina conservadora; la más “conservadora”, si a esa altura se opusiera a aquélla, será “radical”.
¿Quiere decir esto que no hay principios fundamentales en la vida de las sociedades? No quiere decir esto; quiere decir sin embargo que, si los hay, no los conocemos. No hay ciencia social, no sabemos cómo nacen, cómo se conservan o no se conservan, cómo crecen o decrecen, cómo se debilitan o mueren, las sociedades...
(...)
Puedo aceptar la doctrina de que la cultura y el arte son un mal, de que es paz y no sonetos lo que más importa a la humanidad. ¿Pero cuáles son las circunstancias que producen la paz, cuáles las que no la producen? Encontraremos las mismas causas produciendo diferentes efectos, o, mejor, encontraremos las mismas circunstancias con diferentes resultados –lo que quiere decir que no son causas, sino coincidencias, que cualquier cosa que se considera una ventaja social, sea una sinfonía o la comida segura, puede aparecer en circunstancias sociales diferentes, sin que sepamos nunca de dónde vino la sinfonía, por qué se consiguió que la comida no faltase”.


Aún hoy, a 70 años de su muerte, sus obras no han sido publicadas por completo.

Pessoa-él-mismo:


En ocasiones, Pessoa parece concebir al hombre como una suerte de insecto ciego e inane que zumba contra una ventana cerrada. Instintivamente presiente que hay luz y calor más allá del vidrio, pero es ciego y no puede verla, ni puede ver aquello que se interpone entre él y la luz. Por eso lucha confusamente por acercarse a ella. Puede apartarse de la luz, pero no consigue aproximarse a ella más de lo que le vidrio lo permite. ¿Cómo ira a ayudarlo la ciencia? Puede descubrir la irregularidad y las protuberancias propias del vidrio, puede constatar que el cristal es aquí más grueso y por allá más fino, más grosero de un lado y en otra zona más delicado. ¿Pero hasta qué punto se aproxima el científico a la luz? ¿Y el filósofo?
Nuestro autor, desde joven, siente cierta inclinación por la filosofía. Sin embargo, a lo largo de su obra, Pessoa nos muestra que el poeta auténtico consigue de algún modo atravesar el vidrio y salir a la luminosidad exterior; siente calor y satisfacción por haber ido más lejos que todos los hombres, pero duda de si está más cerca o no de conocer la eterna Verdad.
Muchos, nos dice Pessoa, “se apartan del vidrio por el lado equivocado, pero al encontrarse a sí mismos lejos del vidrio gritan, alrededor, ‘lo atravesamos’”.
Pessoa es un poeta inspirado por la filosofía, y no un filósofo con facultades poéticas (como puede ser el caso de Platón). Como sus heterónimos, el poeta portugués ve poesía en todo. No sólo en la naturaleza –que incluye la tierra, el mar, los lagos, las orillas de los ríos –; sino también en la ciudad: en un papel, en una mesa, en un letrero, en un mendigo buscando restos de comida, en un almacenero de rostro cansado, en el aroma del sándalo, en las latas viejas de una pila de basura, en una caja de fósforos caída en la cuneta, en dos papeles sucios que, en un día ventoso, se arremolinan y persiguen a través de la calle.
La poesía, para Pessoa, es asombro, admiración como de un ser caído de los cielos que toma plena conciencia de su caída, asombrado con lo que ve.
Cuando contaba con tan solo 19 años declaró, refiriéndose a su familia: “no hay comprensión de mi estado mental; no, ninguna. Se ríen de mí, se burlan de mí, no me creen; dicen que deseo seralguien extraordinario. No pueden comprender que entre ser y desear ser extraordinario apenas hay la diferencia de acrecentarle conciencia a ese deseo(...)
No tengo nadie en quien confiar. Mi familia no me entiende para nada. A mis amigos no los puedo molestar con estas cosas. No tengo amigos verdaderamente íntimos, y aunque hubiera un amigo íntimo, como el mundo lo entiende, aún así no sería íntimo en el sentido en que yo entiendo la intimidad. Soy tímido y no me gusta dar a conocer mis angustias. Un amigo íntimo es uno de mis ideales, uno de mis sueños, pero un amigo íntimo es algo que nunca tendré (...)
Amante o enamorada no tengo; es otro de mis ideales y un ideal pleno, hasta en su alma, de una total no-existencia. No puede ser como yo lo sueño. ¡Ay de mí!
¿Por qué soy tan infeliz? Porque soy lo que no debo ser. Porque la mitad de mí no está hermanada con la otra mitad, la conquista de una es la derrota de la otra, y habiendo derrota hay sufrimiento; mi sufrimiento en cualquiera de los casos.
La mitad de mí es noble y grandiosa, y la mitad de mí es pequeña y vil. Ambas son yo. Cuando la parte de mí que es grandiosa triunfa, sufro porque a la otra mitad –que también es verdaderamente yo mismo, que no conseguí alienar de mí. Le duele eso. Cuando la parte inferior de mí triunfa, la parte noble sufre y llora.
Lágrimas innobles o lágrimas nobles, todas son lágrimas”.

Fragmentos de Pessoa-él-mismo:

¡Duerme, vivir es nada!
¡Duerme, es en vano todo!
Si alguien halló el camino,
Lo halló en la confusión,
Con el alma engañada.

No hay lugar ni día
Para quien quiere hallar,
Ni paz ni alegría
Para quien, por amar,
En quien ama, confía.

Mejor donde las ramas
Sin ser tejen doseles
Quedar como quedamos,
Sin pensar ni querer,
Dando lo que no damos.

                     ***

Tengo piedad de las estrellas,
Que brillan desde hace tanto,
Desde hace tanto tiempo…
Tengo piedad de ellas.

¿No habrá un cansancio
De las cosas,
De todas las cosas,
Como de las piernas o de un brazo?

Un cansancio de existir,
De ser,
Sólo de ser,
O ser triste brillar o sonreír…

¿No habrá, en fin,
Para las cosas que son,
No la muerte, pero sí
Otra especie de fin,
O una gran razón,
Alguna cosa así
Como un perdón?

Navidad

Nace un dios. Otros mueren. La Verdad
Ni vino ni se fue: el Error cambió.
Tenemos ahora otra Eternidad,
Y siempre es mejor lo que pasó.

Ciega, la Ciencia la inútil gleba labra.
Loca, la Fe vive el sueño de su culto.
Un nuevo dios es sólo una palabra.
No lo busques ni creas: todo es oculto.


Comentario a “Eróstrato y la búsqueda de la inmortalidad:


La fama póstuma es algo demasiado extraño como para culpar a la ceguera del mundo o a la corrupción del ambiente literario. Tampoco puede decirse que sea la amarga recompensa de aquellos que se adelantaron a su tiempo, como si la historia fuese una carrera donde algunos contendientes corren tan rápido que simplemente desaparecen de la vista de los espectadores. Por el contrario, la fama póstuma suele estar precedida por el reconocimiento más alto entre los colegas. Cuando Kafka murió en 1924, de los pocos libros que había publicado apenas se habían vendido unos doscientos ejemplares, pero para sus amigos literarios y los pocos lectores que por accidente habían llegado a conocer esos breves trozos de prosa (todavía no se había publicado ninguna de sus novelas) estaba fuera de toda duda que era uno de los maestros de la prosa moderna.
Séneca decía que “para la fama no basta la opinión de uno”, a pesar de que es suficiente para la amistad y el amor. Ninguna sociedad puede funcionar correctamente sin una clasificación, sin una disposición de las cosas y los hombres en clases y tipos ordenados. Esta clasificación necesaria es la base para toda discriminación social, y la discriminación, no obstante la actual opinión contraria, es tanto un elemento constitutivo del ámbito social como la igualdad es (o debería ser) un elemento constitutivo de lo político. Lo decisivo es que en la sociedad, todos deben responder a la pregunta: qué soy –diferente de quién soy- y la respuesta, obviamente, nunca puede ser: soy único, no por la arrogancia implícita sino porque esa respuesta carecería de sentido.
La fama póstuma parece ser la suerte de los inclasificables, de aquellos cuyos trabajos no encajan dentro del orden existente ni introducen un nuevo género que lleve a una futura clasificación. Los intentos de escribir “al estilo Pessoa” llevan a quienes lo intentan a un fracaso rotundo, y sólo sirven para enfatizar el carácter único del poeta portugués. La auténtica originalidad no puede hallarse en ningún predecesor ni tiene seguidores.
Pero dejemos que Pessoa nos hable a través de su “Eróstrato...”

Fragmentos de “Eróstrato[4] y la búsqueda de la inmortalidad”:

Si alguien quiere entender claramente lo que significa la presión de un nombre conocido, lo único que necesita es figurarse la siguiente hipótesis. Supóngase un libro de poemas, publicado hoy por un poeta desconocido. Supóngase que ese libro está compuesto por grandes poemas de grandes poetas. Supóngase que se lo somete a la recensión de un crítico competente, que por obra de un extraño azar resulta que ignora todos los poemas allí publicados, aun cuando los poetas allí representados le son familiares. ¿Alguien supone que el crítico competente, aunque estuviese a su alcance escribir, digamos, el artículo de fondo de The Times Literary Supplement (es lo menos que merecería ese libro), escribiría algo más que una breve reseña, en cuerpo 6, en la sección bibliográfica de ese periódico? Y el poeta tendría suerte si fuese mencionado en las líneas del texto.
La presión de un nombre conocido no significa que el crítico pensará que un poema es bueno o malo en función de un nombre conocido. Pero prestará especial atención, palabra por palabra y frase por frase, al poema de un poeta reputado; no hará nada de eso por un desconocido absoluto. Si alguien se tomara el trabajo, como yo me lo tomé, de hacer pasar como obra de un poeta desconocido, o de sí mismo (esto es lo que yo hice), el poema de un poeta celebrado, o si hace pasar algunos versos desconocidos por versos de un poeta celebrado, descubrirá esto con mucha facilidad. En ambos casos, y por motivos opuestos, los versos deben ser buenos o la prueba no será legítima.
* * *
Toda celebridad vive, en verdad, sólo en la medida en que puede ser leída o en que se lee acerca de ella. El hombre de acción no vive más allá de su acción; es el historiador quien lo hace vivir. Toda celebridad es en verdad literaria, porque la literatura es la verdadera memoria de la humanidad. A veces, ésta puede hacer trucos, y entonces es la prensa periódica.
* * *
Hay sólo dos tipos de humor constante con los que vale la pena vivir la vida -con el gozo noble de la religión, o con la pena noble de haberla perdido. El resto es vegetación, y sólo una botánica psicológica puede interesarse por una humanidad tan diluida.
Aun así es admisible pensar que hay un tipo de grandeza en Eróstrato -una grandeza que no comparte con otros ingresantes menores y abruptos a la fama. Él, un griego, puede ser pensado como alguien que poseía esa delicada percepción y ese calmo delirio de belleza que aún distinguen la memoria de su clan de gigantes. Puede entonces ser concebido que haya incendiado el templo de Diana en un éxtasis de dolor, con una parte suya también quemada en la furia de su hazaña equivocada. Podemos adecuadamente concebir que haya superado los afanes de un remordimiento futuro, y que se haya enfrentado a un horror interior en trueque por la longanimidad de la fama. Su acto puede ser comparado, de cierta manera, con ese elemento terrible de la iniciación de los Templarios, que después de dar pruebas primero de ser absolutos creyentes en Cristo -como cristianos en la tradición general de la Iglesia, y como gnósticos ocultos y, por lo tanto en la gran tradición particular de la cristiandad- debían escupir el crucifijo en la iniciación. El acto puede verse, desde un punto de vista moderno, como no más que humanamente revulsivo, porque no somos creyentes, y, cuando, desde los románticos, desafiamos a Dios y al infierno, desafiamos cosas que para nosotros están muertas, y por lo tanto retamos simplemente a cadáveres. Pero ningún coraje humano, en cualquier campo o mar donde los hombres son valientes por mera audacia, se puede comparar con el horror de esa iniciación. El Dios sobre el que escupían era la sustancia sagrada de la redención. Miraban hacia el infierno cuando sus bocas se mojaban con la blasfemia necesaria. De esa manera puede concebirse a Eróstrato, salvo por el hecho de que la tensión que provoca el amor a la belleza es menos que la convicción de una verdad sentimental. Concibámoslo así, entonces, para poder justificar su recuerdo.
* * *
Los realistas hacen las pequeñas cosas y los románticos, las grandes. Un hombre tiene que ser realista para ser el gerente de una fábrica de clavos. Debe ser un romántico para ser un gerente del mundo.

Es necesario un realista para encontrar la realidad; es necesario un romántico para crearla. Napoleón es sólo un poeta, Cromwell un entusiasta, César un retórico.

La distancia entre Henry Ford y John Milton es siempre más grande en el tren de vuelta.

La realización es la muerte, porque es el fin. Los románticos se sobreviven, son encarnaciones perpetuas de sí mismos.
* * *
El Imperio es la donación de la libertad, la derivación de nuestro exceso de vida en un despertar de las vidas inferiores de otros. De antiguo, el Imperio era considerado una tiranía, pero la tiranía es esclavitud para el tirano, porque sólo es tirano quien no tiene fuerza de mando. Sólo se rodea de muros aquel que no tiene en su poder muros para rodear a los hombres. El tirano es el primero de los esclavos, porque es un esclavo del concepto de tiranía.
Sólo es emperador quien es mayor que los hombres sobre quienes impera. ¿Cómo podría un tontuelo, recostado, como cualquier usurero o mal marido, sobre la opresión de aquellos que no se pueden rebelar, ser mayor que esos hombres que, en el peor de los casos, tienen su misma avaricia, su misma astucia y su misma mezquindad, y difieren de él sólo en los accidentes del nacimiento y de la fortuna, o en la mala fortuna de la sinrazón del mundo?

La condición de amo no se muestra, se posee.
* * *
Si hesitamos en sentir lástima por el toxicómano que se satura a sí mismo con cocaína, ¿por qué deberíamos sentir lástima por el toxicómano todavía más estúpido que ingiere velocidad en lugar de cocaína?

En tiempos del Renacimiento, la vida era más veloz y más sanamente febril que en nuestros tiempos. Sir Philip Sydney fue embajador a la edad de dieciséis años.
La lentitud de nuestra vida es tal que no nos consideramos viejos a los cuarenta años. La velocidad de los vehículos nos ha quitado la velocidad de nuestras almas. Vivimos muy lentamente, y ésa es la razón por la que nos aburrimos tan fácil. La vida se ha tornado un campo para nosotros. No trabajamos lo suficiente y fingimos que trabajamos demasiado. Nos movemos muy rápido desde un punto en donde nada se hace hasta otro donde no hay nada que hacer, y llamamos a esto la prisa febril de la vida moderna. No se trata de la fiebre de la prisa, sino de la prisa por la fiebre. La vida moderna es un ocio agitado, un apartarse agitado del movimiento ordenado.
* * *
Las relaciones entre el arte y la moral son extraordinariamente simples, puesto que tanto los defensores de que no hay ninguna relación como sus oponentes están en lo cierto. Objetivamente, no hay ninguna relación entre el arte y la moralidad, por la simple razón de que el arte es arte y la moralidad es moralidad, y por la misma razón por la que no hay relaciones entre la verdad y la moralidad. La moralidad, de todos modos, en tanto es el esfuerzo por elevar la vida humana, por darle un valor humano, tiene por lo tanto relaciones con toda la vida humana. Y la vida humana incluye al arte y la verdad.
Las mismas relaciones existen entre la belleza y la verdad. Yo puedo, si tuviera el poder para hacerlo, basar un espléndido poema en la suposición de que el Sol gira alrededor de la Tierra; ninguna injuria a Copérnico afectará necesariamente el ritmo de mi verso. Mas, en tanto y en cuanto utilizo un supuesto tan patentemente erróneo, así alejaré a mi poema de cualquier contacto con la vida -esto es, aun cuando no con el arte, con aquello a lo que el arte pertenece.
Mi mentira no dañará el efecto artístico de mi poema, pero dañará el efecto de elevación del cual el efecto artístico es meramente un aspecto. Porque -y aquí llegamos al fundamento- elevar es el fin del arte más alto, y su fin es entonces el mismo que el fin de la moral. Mi poema puede elevar en tanto poema; dejará de elevar en tanto producto viviente.
Todos los grandes artistas trabajan bajo la orden instintiva que se dan a sí mismos de crear algo que, a través de la contemplación, elevará la mente del que contempla hacia algo ideal en sí mismo, o hacia la forma ideal de una cosa real. Esto puede observarse en el mero hecho del verso, que es el medio de la más alta de las artes, o del ritmo, como en la música, que es el medio de la más poderosa de ellas. El verso es la forma de lenguaje ideal, es artificialmente superior; el ritmo es la forma ideal -la figura artificial- del sonido. Ahora cualesquiera que sean las formas de elevación, rebajarse no es una de ellas. Todos los grandes artistas evitan la verdadera inmoralidad -esto es, aquello que sienten que es inmoral- en su arte, porque ello está fuera de sus propios esfuerzos y propósitos artísticos; directamente juega en contra de ellos, y no sólo disminuye el valor objetivo del producto, no como simple arte sino como arte humano, o elemento de elevación, sino que también hace lo mismo de manera subjetiva, por la división de la atención que causa en el artista. El efecto es similar a la introducción de teología o moralidad discursiva en un poema.
* * *
A la posteridad, dice Faguet, le gustan sólo los escritores concisos: la postérité n´aime que les écrivains concis. Los hombres siempre leerán, aun cuando les traiga problemas, lo inmediato temporal, por lo que puede haber en ello que ataña a su, por así decir, interés privado. Siempre leerán una novela de quinientas páginas dedicada a su propia época, así como leerán un manuscrito de quinientas páginas acerca de la historia de su familia, o de la de sus vecinos. Pero el pasado sólo los atraerá mediante la perfección y la brevedad. Es curioso cómo muchos hombres, que son críticos desastrosos de sus contemporáneos, son lúcidos acerca del pasado. Esto se ve frecuentemente en quienes escriben historia; y el hombre que juzga a Walpole con un instinto sociológico apreciable será incapaz de aplicar los mismos principios, si es que tiene alguno, al análisis del actual primer ministro. En el momento en que llega a casa, vuelve a salir.
La fama, en lo que respecta a los poetas menores y a los prosistas menores, se irá estrechando de antología en antología. De aquí a cien años, será imposible publicar una edición completa de Byron, o de Shelley o de Goethe el poeta o de Hugo. Inclusive las ediciones modernas de esos escritores serán reducidas por la presión y el tumulto del tiempo: las cien páginas en las que conocemos ahora a Wordsworth se convertirán en cincuenta; las cincuenta en las que conocemos a Coleridge tal vez lleguen a ser menos de diez. Cada nación tendrá sus grandes libros fundamentales y una o dos antologías del resto. La competencia entre los muertos es más terrible que la competencia entre los vivos; los muertos son más.
* * *
El esfuerzo concentrado que requiere producir incluso un pequeño poema bueno excede la incapacidad constructiva, la mezquindad del entendimiento, la futilidad de la sinceridad y la desordenada pobreza de imaginación que caracterizan a nuestros tiempos. Cuando Milton escribía un soneto, lo escribía como si su vida dependiese de ese solo soneto. Ningún soneto debería ser escrito con otro espíritu. Un poema puede ser una paja, pero debería ser la paja a la que se aferra el poeta moribundo.
El gran arte no es trabajo de periodistas, sea que escriban en periódicos o no.
La gran influencia científica de la segunda mitad del siglo pasado no fue recibida. Produjo materialismo en lugar de espíritu científico. El hombre en la calle oía hablar de frenología, de astrología o de alquimia, y decía que estaban podridas. El espíritu científico debería llevarlo a no decir nada o a examinar cada cosa directamente. La frenología (aunque absurda) fue expulsada del campo científico por mero prejuicio religioso, y uno de los deleites de Némesis es que su gradual rehabilitación haya sido obra de un alienista católico, Grasset. La alquimia regresó con la química más reciente. La astrología es verificable, si alguien se toma el trabajo de verificarla. Por qué las estrellas influyen sobre nosotros es una pregunta difícil de contestar, pero no es una pregunta científica. La pregunta científica es: ¿influyen sobre nosotros o no? La razón por la que eso podría ocurrir es metafísica y no altera el hecho, una vez que descubrimos que es un hecho.
Los grandes novelistas, los grandes artistas y las otras grandes cosas de nuestra época señalan con orgullo su fortuna y su público. Deberían tener al menos el coraje de burlar a sus inferiores del pasado. Wells debería reírse de Fielding y Shaw de Shakespeare; de hecho, Shaw en efecto se ríe de Shakespeare.
Ellos tienen la celebridad que la época puede darles; tienen la fortuna que viene con esa celebridad; tienen los honores y la posición que se sigue de una o de ambas. No pueden pretender la inmortalidad. Lo que los dioses dan, lo venden, decían los griegos. Y a los niños ingleses se les dice que no pueden guardarse la torta que han comido.
* * *
Ocurrirá de inmediato preguntar cómo es que el genio llega, de la manera que sea, a ser apreciado. Si hay, en su obra, un aspecto novedoso de lo que es permanente en la humanidad, y si, en virtud de ese aspecto novedoso, se aparta de la época en la que vive, ¿cómo es que, precisamente por esa misma novedad, no se aparta también de las generaciones o de los períodos que le siguen? No hay en este hecho misterio ni dificultad de explicación.
La vida, y por lo tanto, la vida social, es un sistema de acciones y reacciones. El carácter de cada período está determinado por el hecho de que reacciona contra el período inmediatamente anterior. La vida social es convención y fórmula, y siempre lo será. Las convenciones envejecen y las fórmulas se tornan evidentes. Cuando esto ocurre, surge una nueva época que, con razón, proclama falsas las convenciones y las fórmulas de la época precedente, y procede a aclamar como Naturaleza las convenciones igualmente convencionales y las fórmulas igualmente formulistas que construye para sí. El observador menos avisado de la vida social notará esto. No hay época más claramente convencional, formulista y artificial que la nuestra; pero ninguna época ha chillado más contra las fórmulas precedentes -las de lo que alguien ha llamado la Era Victoriana.
Ahora bien, el genio está precisamente en la misma situación que la generación siguiente. También se opone a la época en la que vive. Hay entonces una coincidencia entre la función del genio y la función de la época posterior a él. Y la coincidencia se convierte en confluencia porque esa época posterior, al oponerse a la época anterior, busca una base en ella, y la base que hay en ella es el hombre de genio. El hombre de genio se convierte así tanto en el creador como en el hijo de la época siguiente.
Los hombres de genio o bien se tornan célebres en su propia época -porque también tienen talento o ingenio- o, al no poseerlos, y siendo por ello tratados fríamente por su época, son celebrados en la época siguiente. Nunca se vuelven famosos dos o tres épocas más tarde. Nótese que me refiero al genio -no a meros aspectos del genio o a curiosidades literarias, que pueden ser descubiertas, olvidadas y vueltas a descubrir una y otra vez.


Álvaro de Campos:
Campos está condenado a mirarse y juzgarse a sí mismo. Pese a su amor a los viajes, está siempre prisionero de su propia mirada. Su desdicha es de nacimiento; temprano, muy temprano, por ésta o aquella circunstancia, pareciera ser que se ha dado cuenta de la verdadera significación de una frase que todos repetimos sin pensarla demasiado: soy yo. Los cristianos llaman a ese malestar “presencia del pecado original”; los modernos lo llaman angustia, conciencia de existir, neurosis, trauma. Pero ¿es una enfermedad? ¿No es ella más bien una suerte de falla (en el sentido geológico), de fisura, que nos constituye? Y no hay que quejarse demasiado de sus estragos: le debemos casi todas las grandes obras y los actos nobles que iluminan un poco la historia sombría de los hombres.
Campos se siente fascinado por este mundo, y al minuto la realidad que lo circunda lo asquea. Busca lo absoluto detrás del espectáculo de las cosas, pero no lo encuentra. No encuentra a nada ni a nadie, salvo a sí mismo. Pero Campos no es narcisista, quizá como Kafka, no está fascinado por sus perfecciones, sino por sus defectos. Su psicología es la de un ególatra que se aborrece, se hastía y se impregna de bilis y sarcasmo. Oscila entre el embeleso ante su persona y el desprecio, la bajeza y la sublimidad, el entusiasmo y la apatía, las rebeliones fútiles y las niñerías crueles. El mal lo hechiza, más como idea que como acción real; su crimen es mental, y ni bien comete una indignidad se arrepiente en el acto. Su enamoramiento es menos del pecado que de la expiación. Los momentos se aceleran o arrastran como babosas, los estados de ánimo modernos no le permiten demorarse en el arrepentimiento, sino pasar de un lugar a otro, de un estado de ánimo a su contrario. En una hora, casi sin moverse de su sitio, pasa por multitud de horrores y beatitudes.
El mundo es su limbo. Está condenado a su libertad, y a no saber qué demonios hacer con ella. Busca lo absoluto, lo vislumbra y lo cambia por alguna quimera vistosa.
Hay momentos en que parece indomablemente salvaje, pese a ser extremadamente civilizado. Su pesimismo es completo y radical, y no se siente responsable de los males ni las injusticias sociales.
Las pasiones de Campos son intensas, pero puramente intelectuales. Pasiones violentas y, más que pasiones, arranques, estallidos, desahogos de un alma grande, exasperada y hasta los bordes repleta de sí misma. Pasiones intelectuales, no carnales. Campos ignora el cuerpo, la caricia, el abrazo, los besos, los oleajes y las descargas de las sensaciones. Ignora las miradas, los suspiros, las confidencias, la ternura. Desprecia o no sabe de las vertientes eróticas de la existencia.

Fragmentos de Álvaro de Campos:

En la noche terrible, sustancia natural de todas las
noches,
En la noche de insomnio, sustancia natural de todas mis
         noches,
Recuerdo, velando en modorra incómoda,
Recuerdo lo que hice y lo que podía haber hecho en la
         vida.
Recuerdo, y una angustia
Se derrama por mí como un frío del cuerpo o un miedo.
Lo irreparable de mi pasado: ¡ese es el cadáver!
Todos los otros cadáveres quizá sean ilusiones.
Todos los muertos quizá estén vivos en otra parte.
Todos mis propios momentos pasados quizá existan por
         ahí,
En la ilusión del espacio y del tiempo,
En la falsedad del devenir.
Pero lo que yo no fui, lo que yo no hice, lo que ni
         siquiera soñé;
Lo que sólo ahora veo que debería haber hecho,
Lo que sólo ahora claramente veo que debería haber
sido...
Es lo que está muerto más allá de todos los Dioses,
Eso –y fue al fin lo mejor de mí- es lo que ni los
         Dioses hacen vivir...

Si a cierta altura
Hubiese doblado hacia la izquierda en lugar de hacia la
derecha;
Si a cierta altura
Hubiese dicho sí en lugar de no, o no en lugar de sí;
Si en cierta conversación
Hubiese tenido las frases que sólo ahora, en el
         entresueño, elaboro...
Si todo eso hubiese sido así,
Sería otro hoy, y tal vez el universo entero
Sería llevado insensiblemente a ser otro también.

Pero no doblé hacia el lado irreparablemente perdido,
No doblé ni pensé en doblar, y sólo ahora lo percibo,
Pero no dije no o no dije sí, y sólo ahora veo lo que no
dije;
Pero las frases que faltó decir en ese momento me
surgen todas,
Claras, inevitables, naturales,
La conversación cerrada concluyente,
La materia toda resuelta...
Pero sólo ahora lo que nunca fue, ni será hacia atrás, me
duele.
Lo que de veras fallé no tiene ninguna esperanza
En ningún sistema metafísico.
Puede ser que para otro mundo pueda llevar lo que
         soñé,
¿Pero podré llevar para otro mundo lo que me olvidé de
         soñar?
Esos sí, los sueños por tener, son el cadáver.
Lo entierro en mi corazón para siempre, para todo el
         tiempo, para todos los universos.
En esta noche donde no duermo, y el sosiego me cerca
Como una verdad de la que no participo,
Y allá fuera la luna, como la esperanza que no tengo, es
         invisible para mí.

                     ***

El sueño que desciende sobre mí,
El sueño mental que desciende físicamente sobre mí,
El sueño universal que desciende individualmente sobre
         mí:
Ese sueño
Parecerá a los otros el sueño de dormir,
El sueño de la voluntad de dormir,
El sueño de ser sueño.

Pero es más, más de adentro, más de arriba:
Es el sueño de la suma de todas las desilusiones,
Es el sueño de ser sueño.

Pero es más, más de adentro, más de arriba:
Es el sueño de la suma de todas las desilusiones,
Es el sueño de la síntesis de todas las desesperanzas,
Es el sueño de tener mundo conmigo allá dentro
Sin que yo hubiese contribuido en nada para eso.

El sueño que desciende sobre mí
Es sin embargo como todos los sueños.
El cansancio tiene al menos blandura,
El abatimiento tiene al menos sosiego,
La rendición es la menos el fin del esfuerzo,
El fin es al menos el ya no tener que esperar.

Hay un sueño de abrir una ventana,
Vuelvo indiferente la cabeza hacia la izquierda
Por encima del hombre que la siente,
Miro por la ventana entreabierta:
La muchacha del segundo piso de enfrente
Se asoma con los ojos azules en busca de alguien.
¿De quién?,
Pregunta mi indiferencia.
Y todo eso es sueño.

Dios mío, ¡tanto sueño!...

                     ***

Todas las cartas de amor son
Ridículas.
No serían cartas de amor si no fuesen
Ridículas.

También escribí en mi tiempo cartas de amor,
Como las otras,
Ridículas.

Las cartas de amor, si hay amor,
Tienen que ser
Ridículas.

Pero, al fin,
Sólo las criaturas que nunca escribieron
Cartas de amor
Son
Ridículas.

Quién me diera en el tiempo en que escribía
Sin darme cuenta
Cartas de amor
Ridículas.

La verdad es que hoy
Mis recuerdos
De esas cartas
Son
Ridículos.

(Todas las palabras esdrújulas,
Como los sentimientos esdrújulos,
Son naturalmente
Ridículos.)


Lisbon revisited (1923)

No: no quiero nada.
Ya dije que no quiero nada.

¡No me vengan con conclusiones!
La única conclusión es morir.

¡No me traigan estéticas!
¡No me hablen de moral!
¡Sáquenme de aquí la metafísica!
¡No me pregonen sistemas completos, no me alineen
         conquistas
De las ciencias (¡de las ciencias, Dios mío, de las
         ciencias!),
De las ciencias, de las artes, de la civilización moderna!

¿Qué mal hice yo a los dioses todos?

Si tienen la verdad, ¡guárdensela!

Soy un técnico, pero tengo técnica sólo dentro de la
         técnica.
Fuera de eso soy loco, con todo el derecho de serlo.
Con todo el derecho de serlo, ¿oyeron?

¡No me fastidien, por amor de Dios!
¿Me querían casado, fútil, contribuyente y cotidiano?
¿Me querían lo contrario de esto, lo contrario de
         cualquier cosa?
Si yo fuese otra persona, les daría, a todos, el gusto.
¡Así, como soy, tengan paciencia!
¡Váyanse al diablo sin mí
O déjenme ir al diablo solo!
¿Para qué hemos de ir juntos?

¡No me toquen en el brazo!
Me molesta que me toquen en el brazo. Quiero estar
         solo.
¡Ya dije que estoy solo!
¡Ah, qué importuno querer que yo tenga compañía!

¡Oh cielo azul! –el mismo de mi infancia-,
¡Eterna verdad vacía y perfecta!
¡Oh suave Tajo ancestral y mudo,
Pequeña verdad donde el cielo se refleja!
¡Oh pena revisitada, Lisboa de antes de hoy!
Nada me dais, nada me quitáis, nada sois que yo me
         sienta.

¡Déjenme en paz! No tardo, que yo nunca tardo…
¡Y en tanto tarda el Abismo y el Silencio quiero estar
         solo!


Al margen

¡Aprovechar el tiempo!
¿Pero qué es el tiempo, para que yo lo aproveche?
¡Aprovechar el tiempo!
Ningún día sin una línea…
El trabajo honesto y superior…
El trabajo en Virgilio, En Milton…
¡Pero es tan difícil ser honesto o superior!
¡Es tan poco probable ser Milton o ser Virgilio!

¡Aprovechar el tiempo!
Arrancar del alma los bocados precisos –ni más ni
         menos-
Para juntar con ellos los cubos ajustados
Que hacen grabados ciertos en la historia
(Y son ciertos también del lado de abajo que no se ve)…
Poner las sensaciones en castillo de cartas, pobre China
         de las veladas.
Y los pensamientos en dominó, igual contra igual,
Y la voluntad en carambola difícil.
Imágenes de juegos o de paciencias o de pasatiempos:
Imágenes de la vida, imágenes de las vidas, Imagen de la
         Vida.

Verbalismo…
Sí, verbalismo…
¡Aprovechar el tiempo!
No tener un minuto que el examen de conciencia
         desconozca…
No tener una acto indefinido ni facticio…

No tener un movimiento disconforme con propósitos…
Buenas maneras del alma…
Elegancia de persistir…

¡Aprovechar el tiempo!
Mi corazón está cansado como mendigo verdadero


Tabaquería

No soy nada.
Nunca seré nada.
No puedo querer ser nada.
Aparte de eso, tengo en mí todos los sueños del mundo.

Ventanas de mi cuarto,
De mi cuarto de uno de los millones del mundo que
         nadie sabe quién es
(Y si supieran quién es, ¿qué sabrían?),
Dais hacia el misterio de una calle cruzada
         constantemente por gente,
Hacia una calle inaccesible a todos los pensamientos,
Real, imposiblemente real, cierta, desconocidamente
         cierta,
Con el misterio de las cosas debajo de las piedras y de
los seres,
Con la muerte poniendo humedad en las paredes y
         cabellos blancos en los hombres,
Con el Destino conduciendo el carro de todo por el
         camino de nada.

Estoy vencido hoy, como si supiese la verdad.
Estoy lúcido hoy, como si estuviese por morir,
Y no tuviese más hermandad con las cosas
Que una despedida, volviéndose esta casa y este lado de
         la calle
La hilera de vagones de un tren, y un silbato de partida
Dentro de mi cabeza,
Y una sacudida de mis nervios y un crujir de huesos al
         salir.

Estoy perplejo hoy, como quien pensó y halló y olvidó.
Estoy dividido hoy entre la lealtad que debo
A la Tabaquería del otro lado de la calle, como cosa real
         por fuera,
Y a la sensación de que todo es sueño, como cosa real
         por dentro.

Fracasé en todo.
Como no tuve ningún propósito, tal vez todo fuese nada.
La enseñanza que me dieron,
Descendí de ella por la ventana de detrás de la casa.
Fui hasta el campo con grandes propósitos.
Pero allí encontré sólo hierbas y árboles.
Y cuando había gente era igual a la otra.
Salgo de la ventana , me siento en una silla. ¿En qué he de
         pensar?
¿Qué sé yo del que seré, yo que no sé lo que soy?
¿Ser lo que pienso? ¡Pero pienso ser tantas cosas!
¡Y hay tantos que piensan ser lo mismo que no puede
         haber tantos!
¿Genio? En este momento
Cien mil cerebros se conciben en sueños genios como yo,
Y la historia no señalará, ¿quién sabe? , ni uno,
Ni habrá sino estiércol de tantas conquistas futuras.
No, no creo en mí...
¡En todos los manicomios hay locos pensativos con tantas
         certezas!
¿Yo, que no tengo ninguna certeza, soy más cierto o
         menos cierto?
No, ni en mí…
¿En cuántas bohardillas y no-bohardillas del mundo
no hay a esta hora genios-para-sí-mismos soñando?
¿Cuántas aspiraciones altas y nobles y lúcidas,
Sí, verdaderamente altas y nobles y lúcidas,
Y hasta realizables,
Nunca verán la luz del sol real ni hallarán oídos de gente?
El mundo es para quien nace para conquistarlo
Y no para quien sueña que puede conquistarlo, aunque
         tenga razón.
He soñado más que Napoleón.
He apretado a un pecho hipotético más humanidades que
         Cristo,
He hecho filosofías en secreto que ningún Kant ha escrito.
Pero soy, y tal vez seré siempre, el de la bohardilla,
Aunque no viva en ella;
Seré siempre el que no nació para eso;
Seré siempre sólo el que tenía cualidades;
Seré siempre el que esperó que le abriesen la puerta al pie
         de una pared sin puerta
Y cantó la canción del Infinito en un gallinero,
Y oyó la voz de Dios en un pozo tapado.
¿Creer en mí? No, ni en nada.
Derrámame la Naturaleza sobre la cabeza ardiente
Su sol, su lluvia, el viento que me busca el cabello,
Y el resto que venga si viniere, o tuviera que venir, o no
         venga.
Esclavos cardíacos de las estrellas,
Conquistamos el mundo entero antes de levantarnos de la
         cama;
Pero despertamos y es opaco,
Nos levantamos y es ajeno,
Salimos de casa y es la tierra entera,
Más el sistema solar y la Vía Láctea y lo Indefinido.

(¡Come chocolates, pequeña;
¡Come chocolates!
Mira que no hay más metafísica en el mundo que los
         chocolates
Mira que las religiones todas no enseñan más que la
         confitería.
¡Come, pequeña sucia, come!
¡Pudiese comer chocolates con la misma verdad con que
tú los comes!
Pero yo pienso, y al tirar papel de plata, que es hoja de
         estaño
Echo todo al suelo, como he echado la vida.)

Pero al menos queda la amargura de lo que nunca seré
La caligrafía rápida de estos versos,
Pórtico partido para lo Imposible.
Pero al menos me consagro a mí mismo un desprecio
         sin lágrimas,
Noble al menos en el amplio ademán con que arrojo
La ropa sucia que soy, sin orden, para el decurso de las
         cosas,
Y quedo en casa sin camisa.

 (Tú, que consuelas, que no existes y por eso consuelas,
O diosa griega, concebida como estatua que fuese viva,
O patricia romana, imposiblemente noble y nefasta,
O princesa de trovadores, gentilísima y colorida,
O marquesa del siglo dieciocho, escotada y distante,
O cocotte célebre del tiempo de nuestros padres,
O no sé qué moderno- no concibo bien qué- ,
Todo esto, sea lo que fuere, que seas, ¡si puede inspirar,
que inspire!
Mi corazón es un cubo vaciado.
Como los que invocan espíritus me invoco
A mí mismo y no encuentro nada.
Llego a la ventana y veo la calle con una nitidez absoluta.
Veo las tiendas, veo los paseos, veo los carros que pasan,
Veo los entes vivos vestidos que se cruzan,
Veo los perros que también existen,
Y todo esto me pesa como una condena al destierro,
Y todo esto me es extraño, como todo.)

Viví, estudié, amé, y hasta creí,
Y hoy no hay mendigo a quien no envidie sólo por no
ser yo.
Le miro a cada uno los andrajos y las llagas y la mentira,
Y pienso: tal vez nunca vivieses ni estudiases ni amases ni creyeses
(Porque es posible hacer la realidad de todo eso sin hacer
nada de eso);
Tal vez hayas existido apenas, como un lagarto a quien le
cortan la cola
Y que es cola para acá del lagarto revolviéndose.

Hice de mí lo que no supe,
Y lo que podía hacer de mí no lo hice.
El disfraz que vestí era equivocado.
Me tomaron luego por quien no era y no desmentí, y me
perdí.
Cuando quise quitarme la máscara,
Estaba pegada a la cara.
Cuando la tiré y me vi en el espejo,
Ya había envejecido.
Estaba ebrio, ya no sabía vestir el disfraz que no había
         tirado.
Acosté fuera a la máscara y dormí en el guardarropas
Por ser inofensivo
Y voy a escribir esta historia para probar que soy sublime.

Esencia musical de mis versos inútiles,
Quién me diera encontrarte como algo que yo hiciese,
Y no quedase siempre enfrente de la Tabaquería de
         enfrente,
Pisando bajo los pies la conciencia de estar existiendo,
Como un tapete en que un ebrio tropieza
O una espuerta que los gitanos robaron y no valía nada.

Pero el Dueño de la Tabaquería llegó a la puerta y se
quedó en la puerta.
Lo miro con la incomodidad de la cabeza mal doblada
Y con la incomodidad del alma malentendiendo.
Él morirá y yo moriré.
Él dejará el letrero, y yo dejaré versos.
A cierta altura morirá el letrero también, y los versos
también.
Después de cierta altura morirá la calle donde estuvo el
         letrero,
Y la lengua en que fueron escritos los versos.
Morirá después el planeta girador en que todo esto se dio.
En otros satélites de otros sistemas cualquier cosa como
         gente
Continuará haciendo cosas como versos y viviendo
debajo de cosas como letreros,
Siempre una cosa enfrente de la otra,
Siempre una cosa tan inútil como la otra,
Siempre lo imposible tan estúpido como lo real,
Siempre el misterio del fondo tan cierto como el sueño
         de misterio de la superficie,
Siempre esto o siempre otra cosa o ni una cosa ni otra.

Pero un hombre entró en la Tabaquería (¿para comprar
         tabaco?),
Y la realidad plausible cae de repente sobre mí.
Me yergo a medias enérgico, convencido, humano,
Y voy a intentar escribir estos versos en que digo lo
         contrario.
Enciendo un cigarro al pensar en escribirlos
Y saboreo en el cigarro la liberación de todos los
         pensamientos.
Sigo el humo como una ruta propia,
Y gozo, en un momento sensitivo y competente,
La liberación de todas las especulaciones
Y la conciencia de que la metafísica es una consecuencia
         de estar indispuesto.
Después me echo para atrás en la silla
Y continúo fumando.
Mientras el Destino me lo conceda, continuaré fumando.

(Si yo me casase con la hija de mi lavandera
Tal vez fuese feliz.)
Visto esto, me levanto de la silla. Voy a la ventana.

El hombre salió de la Tabaquería (¿metiendo el cambio
         en el bolsillo de los pantalones?).
Ah, lo conozco: es Esteves, sin metafísica.
(El Dueño de la Tabaquería llegó a la puerta.)
Como un instinto divino Esteves se volvió y me vio,
Me dijo adiós, le grité ¡Adiós, Esteves!, y el universo
Se reconstruyó sin ideal ni esperanza, y el Dueño de la
         Tabaquería sonrió.



Alberto Caeiro:
Caeiro no es un filósofo: es un sabio. Los pensadores tienen ideas; para el sabio vivir y pensar no son actos separados. Por eso es imposible exponer las ideas de Sócrates o Lao-tse. No dejaron doctrinas, sino un puñado de anécdotas, enigmas y poemas. La doctrina del filósofo incita a la refutación; la vida del sabio es irrefutable. Ningún sabio ha proclamado que la verdad se aprende; lo que han dicho todos, o casi todos, es que lo único que vale la pena de vivirse es la experiencia de la verdad. La debilidad de Caeiro no reside en sus ideas (más bien ésa es su fuerza); consiste en la irrealidad de la experiencia que dice encarnar.
Nombrar, en Caeiro, es ser. La palabra con que nombra a la piedra no es la piedra pero tiene la misma realidad que la piedra. Caeiro no se propone nombrar a los seres y por eso nunca nos dice si la piedra es un ágata o un guijarro, si el árbol es un pino o una encina. Tampoco pretende establecer relaciones entre las cosas; la palabra como no figura en su vocabulario; cada cosa está sumergida en su propia realidad. Si Caeiro habla es porque el hombre es un animal de palabras, como el pájaro es un animal alado. El hombre habla como el río corre o la lluvia cae.
El poeta inocente es un mito pero es un mito que funda a la poesía. El poeta real sabe que las palabras y las cosas no son lo mismo y por eso, para restablecer una precaria unidad entre el hombre y el mundo, nombra las cosas con imágenes, ritmos, símbolos y comparaciones. Las palabras no son las cosas: son los puentes que tendemos entre ellas y nosotros. El poeta es la conciencia de las palabras, es decir, la nostalgia de la realidad real de las cosas. Cierto, las palabras también fueron cosas antes de ser nombres de cosas. Lo fueron en el mito del poeta inocente, esto es, antes del lenguaje. Las opacas palabras del poeta real evocan el habla de antes del lenguaje, el entrevisto acuerdo paradisíaco. Habla inocente: silencio en el que nada se dice porque todo está dicho, todo está diciéndose. El lenguaje del poeta se alimenta de ese silencio que es habla inocente. Pessoa, poeta real y hombre escéptico, necesitaba inventar a un poeta inocente para justificar su propia poesía. Reis, Campos y Pessoa dicen palabras mortales y fechadas, palabras de perdición y dispersión: son el presentimiento o la nostalgia de la unidad. No es un azar que Caeiro muera joven, antes de que sus discípulos inicien su obra. Es su fundamento, el silencio que los sustenta.

Fragmentos de Alberto Caeiro:

De “El cuidador de rebaños”

No tengo ambiciones ni deseos.
Ser poeta no es una ambición mía.
Es mi manera de estar solo.

(…)

Me siento nacido a cada instante
Para la eterna novedad del Mundo…

Creo en el mundo como en un malquerer,
Porque lo veo. Pero no pienso en él
Porque pensar es no comprender nada…
El mundo no se hizo para pensar en él
(Pensar es estar enfermo de los ojos)
Sino para mirarlo y estar de acuerdo…

Yo no tengo filosofía: tengo sentidos…
Si hablo de la Naturaleza no es porque sepa lo que es,
Sino porque la amo, y la amo por eso,
Porque quien ama nunca sabe lo que ama
Ni sabe por qué ama, ni qué es amar…

Amar es la eterna inocencia,
Y la única inocencia es no pensar…

IX
Soy un cuidador de rebaños
El rebaño son mis pensamientos
Y mis pensamientos son todos sensaciones.
Pienso con los ojos y con los oídos
Y con las manos y los pies
Y con la nariz y la boca.
Pensar una flor es verla y olerla
Y comer una fruta es conocerle el sentido.

Por eso cuando en un día de calor
Me siento triste de gozarlo tanto,
Y me echo a gusto sobre la hierba,
Y cierro los ojos calientes,
Siento todo mi cuerpo echado en la realidad,
Sé la verdad y soy feliz.

XX
El Tajo es más bello que el río que corre por mi aldea,
Pero el Tajo no es más bello que el río que corre por
         mi aldea
Porque el Tajo no es el río que corre por mi aldea.

El Tajo tiene grandes navíos
Y anda en él todavía,
Para aquellos que ven en todo lo que no está allí,
La memoria de las aves.

El Tajo desciende de España
Y el Tajo entre en el mar por Portugal.
Todo el mundo lo sabe.
Pero pocos saben cuál es el río de mi aldea
Y hacia dónde va
Y de dónde viene.
Y por eso, porque pertenece a menos gente,
Es más libre y mayor el río de mi aldea.

Por el Tajo se va al Mundo.
Más allá del Tajo está América
Y la fortuna de los que la encuentran.
Nadie pensó nunca en lo que hay más allá
Del río de mi aldea.

El río de mi aldea no hace pensar en nada,
Quien está a su lado sólo está a su lado.

XXII
Como el que un día de Verano abre la puerta de su casa
Y acecha el calor de los campos con todo su rostro,
A veces, de repente, la Naturaleza me golpea de lleno
En el rostro de mis sentidos,
Y yo quedo confuso, perturbado, queriendo percibir
No sé bien cómo ni qué…
¿Pero quién me mandó a mí percibir?
¿Quién dijo que había que percibir?

Cuando el Verano me pasa por el rostro
La mano leve y caliente de su brisa,
Sólo tengo que sentir agrado porque es brisa
O sentir desagrado porque es caliente,
Y de cualquier manera que lo sienta,
Así, porque lo siento, mi deber es sentirlo…

XXIX
No siempre soy igual en lo que escribo y digo.
Cambio, pero no cambio mucho.
El color de las flores no es el mismo al sol
Que cuando pasa una nube
O cuando entre la noche
Y las flores son color de sombra.

Pero quien mira bien ve que son las mismas flores.
Por eso cuando parezco no concordar conmigo,
Fíjense bien en mí:
Si estaba vuelto a la derecha,
Me volví ahora a la izquierda,
Pero soy siempre yo, firme sobre los mismos pies,
El mismo de siempre, gracias al cielo y a la tierra
Y a mis ojos y oídos atentos
Y a mi clara simplicidad de alma…

XXXIX
¿El misterio de las cosas, dónde está?
¿Dónde está que no aparece
Por lo menos a mostrarnos que es misterio?
¿Qué sabe el río de eso y qué sabe el árbol?
¿Y yo, que no soy más que ellos, qué sé de eso?
Siempre que miro las cosas y pienso en lo que los
         hombres piensan de ellas,
Río como un arroyo que suena fresco entre las piedras.

Porque el único sentido oculto de las cosas
Es que no tienen ningún sentido oculto,
Es más extraño que todas las extrañezas
Y que los sueños de todos los poetas
Y los pensamientos de todos los filósofos,
Que las cosas sean realmente lo que parecen ser
Y no haya nada que comprender.

Sí, es lo que mis sentidos aprendieron solos:
Las cosas no tienen significado: tienen existencia.
Las cosas son el único sentido oculto de las cosas.

Bernardo Soares:

Como ha sido dicho, Soares no es un heterónimo, sino un semiheterónimo del autor. Es una mutilación de Pessoa, no una réplica, sino un énfasis de algunos de sus rasgos característicos.

El libro (he copiado fragmentos de un libro que tiene más de quinientas páginas) puede leerse de manera tradicional, esto es, de forma lineal; también puede optarse por una lectura aleatoria, con zambullidas aquí y allá, viendo los diversos fragmentos como una suerte de refugio sapiencial, un oráculo al cual recurrir en momentos clave, antes que dejarse arrastrar por un río de aguas extremadamente melancólicas.

Como bien dice Richard Zenith en la introducción a la edición española aparecida recientemente, la honestidad es la virtud por excelencia de los grandes escritores, para quienes las cosas más personales se vuelven, por la alquimia de la verdad, universales. Fue necesaria la simulación para que Pessoa llegue a ser asombrosamente auténtico y honesto consigo mismo. Fue siendo tan auténticamente portugués que nuestro autor pudo ser un poeta universal (como ocurre, entre nosotros, con Borges).

En la prosa altamente musical de Bernardo Soares, Pessoa escribió a su siglo y nos escribió a nosotros: hasta los infiernos y paraísos que habitan en cada uno, incluso pese a que, como el autor, no seamos creyentes. No hay, en estas páginas, ninguna esperanza, ni siquiera ningún deseo de remisión, salvación o cosa parecida. Tampoco hay autocompasión, ni embelesamiento ante a su condición irremediablemente humana. Bernardo Soares no confiesa nada, salvo en el sentido de reconocer. Cuenta, relata su propio ser, porque es el paisaje que tiene más cerca, el que le es más familiar, el más real. Y es un caos.

Fragmentos de Bernardo Soares (libro del desasosiego):

       (Fragmento 12)

En estas impresiones sin nexo, ni deseo de nexo, narro indiferentemente mi autobiografía sin hechos, mi historia sin vida. Son mis Confesiones y si en ellas nada digo, es que nada tengo que decir.           

       (Fragmento 1)

Nací en un tiempo en el que la mayoría de los jóvenes habían dejado de creer en Dios, por la misma razón que sus mayores habían creído en Él –sin saber por qué. Siendo así, y dado que el espíritu humano tiende naturalmente a criticar porque siente y no porque piensa, la mayoría de esos jóvenes eligió la Humanidad como sucedáneo de Dios. Pertenezco, sin embargo, a esa especie de hombres que están siempre al margen de aquello a lo que pertenecen y no ven sólo la multitud de la que forman parte, sino también los grandes espacios que hay a sus costados. Por eso, ni abandoné a Dios tan ampliamente como ellos, ni acepté nunca la Humanidad. Consideré que Dios, si bien improbable, podría ser y en consecuencia, también ser adorado; pero que la Humanidad, siendo una mera idea biológica cuyo significado se limita a la especie animal humana, no era más digna de adoración que cualquier otra especie animal. Este culto de la humanidad, con sus ritos de Libertad e Igualdad, me pareció siempre una resurrección de los cultos antiguos, en que los animales eran como dioses, o los dioses tenían cabezas de animales.

De tal manera, no sabiendo creer en Dios, y no pudiendo en una suma de animales, me ubiqué, como alguna otra gente marginal, a esa distancia de todo a la que vulgarmente se la llama Decadencia. La Decadencia es la pérdida total de inconsciencia; porque la inconsciencia es el fundamento de la vida. El corazón, si pudiese pensar, se detendría.     
***

Le pedí tan poco a la vida y hasta ese poco la vida me negó. Una hebra de sol, el campo, un poco de paz con un poco de pan, que no me pese mucho el saber que existo, y no exigir nada a nadie, ni que nadie exija nada de mí. Todo esto me fue negado, como quien niega una limosna no por falta de bondad, sino por no tener que desabrocharse el abrigo para darla.
***

       (Fragmento 6)

Escribo, triste, en mi cuarto quieto, solo, como siempre he sido, solo como siempre seré. Y pienso si mi voz, tan poca cosa en apariencia, no encarna la sustancia de miles de voces, el hambre de decirse de miles de vidas, la paciencia de millones de almas, sumisas como la mía al destino cotidiano, al sueño inútil, a la esperanza sin vestigios. En este momento mi corazón palpita con más fuerza por la conciencia que tengo de que palpita. Vivo más porque sabiéndolo es más lo que vivo. Siento en mi persona una energía religiosa, una especie de oración, algo así como un clamor. Pero la reacción contra mí se precipita desde la inteligencia… Me veo en el cuarto piso alto de la Rua dos Douradores; me presencio con sueño; observo, sobre el papel medio escrito, la vida vana sin belleza y el cigarrillo barato que se consume mientras lo sostengo sobre el secante viejo. ¡Aquí yo, en este cuarto piso, interpelando a la vida!, ¡diciendo qué sienten las almas!, ¡escribiendo prosa como los genios y los célebres! ¡Aquí yo, así!...   


***

       (Fragmento 14)

Saber que será mala la obra que nunca estará acabada. Peor, empero que ella, será la que nunca se empiece a escribir. La que se inicia queda, al menos, iniciada. Será pobre pero real, como la planta mezquina en la maceta única de mi vecina inválida. Esa planta es su alegría, y a veces también la mía. Lo que escribo, aún sabiendo que es malo, puede sin embargo dar unos momentos de distracción de lo peor a uno u otro espíritu apenado o triste. Eso me basta o no me basta, pero de algún modo sirve, y así es toda la vida.

Un hastío que incluye sólo el anticipo de más hastío; la pena, ya sentida, de sentir pena mañana por la pena sentida hoy –grandes marañas sin utilidad y sin verdad, grandes marañas…

***
       (Fragmento 49)

Soy capaz, a solas conmigo, de idear incontables dichos ingeniosos, respuestas rápidas a lo que nadie dijo, fulguraciones de una sociabilidad inteligente entablada con nadie; pero toda esa capacidad se me desvanece si estoy ante otro físicamente existente, pierdo la inteligencia, la fluidez para decir, y, al rato, lo único que siento es sueño. Sí, hablar con la gente me da ganas de dormir. Sólo mis amigos espectrales e imaginados, sólo las conversaciones que transcurren en sueños, tienen una verdadera realidad y un relieve justo, y en ellos el espíritu está presente como una imagen en un espejo.

Me pesa, por lo demás, la sola idea de estar obligado a tomar contacto con otro. Una simple invitación a cenar con un amigo me produce una angustia difícil de definir. La idea de un compromiso social cualquiera –ir a un entierro, tratar con otro algún asunto en la oficina, ir a esperar a alguien a la estación, se trate o no de un desconocido- esa sola idea me estorba los pensamientos de todo ese día, y a veces incluso en la víspera ya estoy preocupado y duermo mal, y cuando al fin y al cabo las cosas ocurren resulta que no justifican semejante tensión; pero siempre pasa lo mismo y yo no aprendo a aprender.     

***

       (Fragmento 59)

¡Mis pobres compañeros que sueñan alto, cómo los envidio o los desprecio! Conmigo están los otros –los más pobres, los que no cuentan sino consigo mismos para contarse los sueños y hacer lo que serían versos si los escribiesen-, los pobres diablos sin más literatura que su alma, que jamás oyeron hablar de la crítica, que mueren asfixiados por el hecho de estar en el mundo sin haber aprobado aquel desconocido examen trascendente que habilita para vivir. 

***

       (Fragmento 66)

Damos frecuentemente a nuestras ideas de lo desconocido el color de nuestras nociones de lo conocido: si llamamos a la muerte un sueño es porque parece un sueño por fuera; si llamamos a la muerte una nueva vida es porque parece una cosa diferente de la vida. Con pequeños malentendidos acerca de la realidad construimos las creencias y las esperanzas, y vivimos de migajas en las que saboreamos tortas, como los niños pobres que juegan a ser felices.

Pero así es la vida; así, por lo menos, es aquel sistema de vida particular al que en general se llama civilización. La civilización consiste en dar a algo un nombre que no le compete, y después soñar sobre el resultado. Y realmente el nombre falso y el sueño verdadero crean una nueva realidad. El objeto se convierte realmente en otro, porque lo convertimos en otro. Manufacturamos realidades. La materia prima sigue siendo la misma, pero la forma que el arte le dio le impide efectivamente seguir siendo la misma. Una mesa de pino es pino pero también es mesa. Nos sentamos a la mesa y no al pino. Un amor es un instinto sexual, pero no amamos con el instinto sexual sino con la presuposición de otro sentimiento. Y esa presuposición ya es, de hecho, otro sentimiento.                   

***

       (Fragmento 80)

INTERVALO DOLOROSO

Todo me cansa, incluso lo que no me cansa. Mi alegría es tan dolorosa como mi dolor.

Quien pudiera ser un niño poniendo barcos de papel en un estanque de quinta; barcos de vela rústica hecha de parra entramada, que traza contrapuntos en rombos de luz y sombra verde sobre los reflejos sombríos del agua escasa.

Entre la vida y yo hay un cristal tenue. Por más nítidamente que yo vea y comprenda la vida, no la puedo tocar.

¿Razonar mi tristeza? ¿Para qué si el razonamiento es una esfuerzo? Y los tristes no pueden esforzarse.
Ni siquiera abdico de aquellos gestos banales de la vida de los que yo tanto quisiera abdicar. Abdicar es un esfuerzo, y yo no tengo aliento en el alma con que esforzarme.

***

       (Fragmento 91)

Hubo épocas en las que me irritaban aquellas cosas que hoy me hacen sonreír. Y una de ellas, que casi todos los días me lo recuerdan, es la insistencia con que los hombres cotidianos y activos en la vida se ríen de los poetas y los artistas. No siempre lo hacen, como creen los pensadores de los diarios, con un aire de superioridad. Muchas veces lo hacen con cariño. Pero siempre como quien acaricia a un niño, a alguien ajeno a la certeza y a la exactitud de la vida.                      

***

       (Fragmento 107)

Soy un alma de esas que las mujeres dicen amar, pero a las que nunca reconocen cuando encuentran; una de esas que, si ellas las reconociesen, ni aun así las reconocerían. Sufro la delicadeza de mis sentimientos con una atención desdeñosa. Tengo todas las cualidades por las que son admirados los poetas románticos, incluso esa falta de cualidades por la cual se es realmente poeta romántico. Me encuentre descripto (en parte) en varias novelas como protagonista de enredos varios; pero lo esencial en mi vida, como de mi alma, es no ser nunca protagonista.    

***

       (Fragmento 115)

Organizar de tal modo nuestra vida que ella sea un misterio para los demás; que quien mejore nos conozca sea, apenas, uno que nos desconoce de mas cerca que los otros. Así forjé yo mi vida, casi sin proponérmelo, pero fue tanto el arte instintivo que puse en hacerlo que para mí mismo me convertí en una no del todo clara y nítida individualidad creada por mí.

***

       (Fragmento 120)

Aquella maldad imprecisa y casi imponderable que alegra cualquier corazón humano ante el dolor de los demás, así como el desagrado ajeno que ella puede provocar, los pongo yo en el examen de mis propios padecimientos; los llevo tan lejos que, en los momentos en que me siento ridículo o mezquino, los disfruto como si estuviese siendo otro. Por una extraña y fantástica metamorfosis de sentimientos, sucede que no siento esa alegría malvada y humanísima ante el dolor o el ridículo ajeno. Siento ante la bajeza de los demás no un dolor, sino una incomodidad estética y una irritación sinuosa. No es por bondad que eso ocurre, sino porque quien se vuelve ridículo, no sólo se vuelve ridículo para mí, sino también para los demás, y me irrita que alguien sea ridículo a juicio de los demás; me duele que cualquier animal de la especie humana se ría a costas de otro, porque no tiene ningún derecho de hacerlo. Que los otros se rían de mí no me molesta, porque de mí hacia afuera hay un desprecio denso y blindado.

Más inexpugnables que cualquier muro son las rejas altísimas que circundan el jardín de mi ser, de modo que, viendo perfectamente a los demás, perfectísimamente los excluyo y no los dejo ser sino ajenos.          

***

       (Fragmento 140)

A veces me sucede, y siempre que me sucede es casi de repente, que en medio de las sensaciones me brota un cansancio tan terrible de la vida, que no tengo ni siquiera la más mínima idea de cómo dominarlo. Para remediarlo, el suicidio parece incierto; la muerte, aun cuando suponga la inconsciencia, es poco todavía. El que siento es un cansancio que ambiciona, no el dejar de existir –lo que puede o no ser posible-, sino una cosa mucho más horrorosa y profunda, como es el no haber siquiera existido nunca, no haber sido nunca de ninguna manera.         

***
       (Fragmento155)

Escribo demorándome en las palabras, como ante vidrieras en las que nada veo, y son medio-sentidos, cuasi-expresiones lo que me queda, como colores de telas que miré sin ver, armonías exhibidas y compuestas de no sé qué objetos. Escribo acunándome, como una madre loca a un hijo muerto.         

***

       (Fragmento 152)

Me quedo pasmado cuando termino algo. Me quedo pasmado y desolado. Mi instinto de perfección debería impedirme acabar; debería impedirme incluso empezar. Pero me distraigo y obro. Lo que obtengo es un producto que no resulta de una aplicación de mi voluntad, sino de una concesión que ella hace de sí misma. Empiezo porque no tengo fuerza para pensar; termino porque no tengo alma para interrumpir. Este libro es mi cobardía.      

***

       (Fragmento 165)

Recuerdo, con tristeza irónica, una manifestación de obreros, realizada no sé con qué sinceridad (pues me cuesta siempre reconocer sinceridad en las acciones colectivas, visto que es el individuo, a solas consigo, el único ser que siente). Era un grupo compacto y suelto de estúpidos animados, que pasó gritando montones de cosas ante mi indiferencia de ajeno. Sentí náuseas repentinamente. Ni siquiera estaban suficientemente sucios. Quienes verdaderamente sufren no forman plebe, no integran un conjunto. Quien sufre, sufre solo.               

***

       (Fragmento 191)

Pienso a veces, con un deleite triste, que si un día, en un futuro al que ya no perteneceré, estas frases que escribo perdurasen reconocidas, habré encontrado por fin a la gente que me “comprenda”, a los míos, a la familia verdadera en cuyo seno nacer y ser amado. Pero lo cierto es que, lejos de nacer en ella, para ese entonces ya habré muerto hará mucho. La comprensión recaerá sólo sobre mi esfinge, cuando el cariño ya no pueda consolar a quien ha muerto, de la indiferencia exclusiva que conoció cuando vivo.

Tal vez un día comprendan que cumplí, como ningún otro, mi deber innato de intérprete de una parte de nuestro siglo; y cuando lo comprendan, escribirán que en mi época fui incomprendido, que desgraciadamente viví entre el desinterés y las frialdades de los que me rodeaban, y que es una pena que tal cosa me sucediera. Y el que esto escriba será, en la época en que lo haga, tan poco comprensivo de mi análogo de aquel tiempo futuro, como lo son hoy aquellos con quienes convivo. Porque los hombres sólo aprenden para uso de sus bisabuelos, que ya murieron. A los muertos y a nadie más, sabemos enseñarles las verdaderas reglas para vivir.

***

       (Fragmento 193)

Me convertí en una figura de libro, en una vida leída. Lo que siento está (sin que yo me lo proponga) sentido para que se escriba que se sintió. Lo que pienso enseguida está puesto en palabras, mezclado con imágenes que lo deshacen, abierto en ritmos que son cualquier otra cosa. De tanto recomponerme me destruí. De tanto pensarme, soy ya mis pensamientos pero no yo. Me exploré con una sonda y la dejé caer; vivo pensando si soy hondo o no lo soy, sin más sonda, ahora, a no ser esta mirada que me muestra, claro en negro en el espejo del pozo profundo, mi propio rostro que me contempla mirarlo.

Soy una especie de baraja, de naipe antiguo e incógnito, la única que queda del mazo perdido. No tengo sentido, no sé de mi valor, no tengo con qué compararme para encontrarme de algún modo, no tengo nada que sirva para que me conozca. Y así, en imágenes sucesivas en las que me describo –no sin verdad pero con mentiras-, voy quedando más en las imágenes que en mí, diciéndome hasta ya no ser, escribiendo con el alma como tinta, útil tan sólo para escribir con ella. Pero cesa la reacción y de nuevo me resigno. Vuelvo en mí a lo que soy, aunque yo no sea nada. Y algo así como lágrimas sin llanto arde en mis ojos secos, algo así como angustia que no hubo me oprime ásperamente la garganta seca. Pero entonces ya ni sé qué fue lo que lloré, en el caso de que hubiese llorado, ni porqué fue que no lo lloré. La ficción me acompaña como mi propia sombra. Y lo que quiero es dormir.

***

       (Fragmento 196)

Los sentimientos que más duelen, las emociones que más acucian, son los que resultan absurdos –el ansia de cosas imposibles, precisamente porque son imposibles, la nostalgia de lo que nunca hubo, el deseo de lo que podría haber sido, la pena de no ser otro, la insatisfacción de la existencia del mundo. Todos estos medios tonos de la conciencia del alma crean en nosotros un paisaje dolorido, un eterno poniente de lo que somos. El que podamos sentirnos es entonces un campo desierto que oscurece, triste de juncos a orillas de un río sin barcos, devorado claramente por una sola sobre, entre orillas distanciadas.

(…)

La vida es hueca, el alma es hueca, el mundo es hueco. Todos los dioses mueren de una muerte mayor que la muerte. Todo está más vacío que lo vacuo. Todo es un caótico amontonamiento de nada…

Todos los movimientos son parajes, el mismo paraje todos ellos. Nada me dice nada. Nada me es conocido, no porque me extrañe sino porque no sé qué es. Se perdió el mundo. Y en el fondo de mi alma –como única realidad de este momento- hay una pena intensa e invisible, una tristeza que es como el sonido de quien llora en una habitación oscura.

***

       (Fragmento 207)

¡Cuántas cosas que tenemos por ciertas o justas, no son más que los vestigios de nuestros sueños, el sonambulismo de nuestra incomprensión! ¿Sabe acaso alguien lo que es cierto o justo? ¿Cuántas cosas que tenemos por bellas no son más que las costumbres de le época, la ficción del lugar y de la hora? ¡Cuántas cosas que tenemos por nuestras, no son más que aquello de lo que somos perfectos espejos o envoltorios transparentes, ajenos en la sangre a la raza de su naturaleza!

(…)

Encontré hoy, en calles distintas y por separado, a dos amigos míos que se habían enojado entre sí. Cada uno me relató la causa de su enojo. Cada uno me dijo la verdad. Cada uno me contó sus razones. Los dos tenían razón. No era que uno veía una cosa y el otro otra, o que uno veía un lado de las cosas y el otro el lado opuesto. No: cada uno veía las cosas exactamente como habían ocurrido, cada uno las veía con un criterio idéntico al del otro, pero cada uno veía una cosa diferente, y cada uno, por lo tanto, tenía razón.

***

       (Fragmento 209)

El único destino noble de un escritor al que se publica en no tener una celebridad que merezca. Pero el verdadero destino noble es el del escritor al que no se publica. No digo que no escriba, porque quien no escribe no es escritor. Digo del que por naturaleza escribe, y por condición espiritual no ofrece lo que escribe.

Escribir es objetivar sueños, es crear un mundo exterior para recompensa evidente de nuestra índole de creadores. Publicar es dar ese mundo exterior a los demás; ¿pero para qué, si el mundo exterior común a nosotros y a ellos es el “mundo exterior” real, el de la materia, el mundo visible y tangible? ¿Qué tienen que ver los demás con el universo que hay en mí?

***

       (Fragmento 212)

Tener opiniones es estar vendido a sí mismo. No tener opiniones es existir. Tener todas las opiniones es ser poeta.


Otros fragmentos:

Hacer cualquier cosa al contrario de lo que todos hacen es casi tan malo como hacer algo porque todos lo hacen. Muestra una igual preocupación con los otros, una igual consulta de su opinión –característica cierta de la inferioridad absoluta.

Abomino por eso a gentes como Oscar Wilde y otros que se preocupan de ser inmorales o infames, y de endosar paradojas y opiniones delirantes. Ningún hombre superior desciende hasta dar a la opinión ajena tal importancia que se preocupe por contradecirla.

Para el hombre superior no hay otros. Él es el otro de sí mismo. Si quiere imitar a alguien, es a sí mismo que procura imitar. Si quiere contradecir a alguien, es a sí mismo que busca contradecir. Busca herirse, a sí mismo, en lo que tiene de más íntimo… Le hace bromas a sus propias opiniones, tiene largas conversaciones llenas de desprecio…

Dónde está Dios, aunque no exista

"¿Dónde está Dios, aunque no exista? Quiero rezar y llorar, arrepentirme de crímenes que no he cometido, disfrutar de ser perdonado por una caricia no propiamente maternal. Un regazo para llorar, pero un regazo enorme, sin forma, espacioso como una noche de verano, y sin embargo cercano, caliente, femenino, al lado de cualquier fuego… Poder llorar allí cosas impensables, faltas que no sé cuáles son, ternuras de cosas inexistentes, y grandes dudas crispadas de no sé qué futuro…Una infancia nueva, un ama vieja otra vez, y una cama pequeña donde acabe por dormirme, entre cuentos que arrullan, mal oídos, con una atención que se pone tibia, de rayos que penetraban en jóvenes cabellos rubios como el trigo… Y todo esto muy grande, muy eterno, definitivo para siempre, de la estatura única de Dios, allá en el fondo triste y somnoliento de la realidad última de las cosas…Un regazo o una cuna o un brazo caliente alrededor de mi cuello…Una voz que canta bajo y parece querer hacerme llorar…El ruido de la lumbre en el hogar… Un calor en el invierno… Un extravío suave de mi conciencia… Y después, sin ruido, un sueño tranquilo en un espacio enorme, como la luna rodando entre estrellas…Cuando coloco en un rincón, con un cuidado lleno de cariño –con ganas de darles besos -mis juguetes, las palabras, las imágenes, las frases- ¡me quedo tan pequeño y tan inofensivo, tan solo en un cuarto tan grande y tan triste, tan profundamente triste…! Después de todo, ¿quién soy yo cuando no juego? Un pobre huérfano abandonado en las calles de las sensaciones, tiritando de frío en las esquinas de la Realidad, teniendo que dormir en los escalones de la Tristeza y que comer el pan regalado de la Fantasía. De un padre sé el nombre; me han dicho que se llama Dios, pero el nombre no me da idea de nada. A veces, de noche, cuando me siento solo, le llamo y lloro, y me hago una idea de él a la que poder amar… Pero después pienso que no le conozco, que quizás no sea así, que quizás no sea nunca ese padre de mi alma…¿Cuándo se terminará todo esto, estas calles por las que arrastro mi miseria, y estos escalones donde encojo mi frío y siento las manos de la noche entre mis harapos? Si un día viniese Dios a buscarme y me llevase a su casa y me diese calor y afecto… Pero el viento se arrastra por la calle y las hojas caes en la acera… Alzo los ojos y veo las estrellas que no tienen ningún sentido… Y de todo esto apenas quedo yo, un pobre niño abandonado…Tengo mucho frío. Estoy tan cansado en mi abandono. Vé a buscar, oh Viento, a mi Madre. Llévame por la Noche a la casa que no he conocido…Vuelve a darme, oh Silencio, mi alma y mi cuna y la canción con que dormía”.





Notas:

[1] Tiendo a menospreciar la teoría del “genio”, una de las  hijas más nefastas del Romanticismo (concepto que a su vez hunde sus raíces miles de años atrás, en el Ion de Platón), pero a falta de una palabra mejor me permitiré utilizarla.

[2] Acedia viene del griego, akedia, y significa “postración”, de kedewo “cuidar”, precedido de la partícula privativa a, que da akedes, “negligente, descuidado”, y akedestos, “abandonado”. Es una suerte de estado de depresión, lasitud, nostalgia, tristeza, tedio, desaliento. En la akedia soy objeto y sujeto del abandono: de allí la sensación de bloqueo, de trampa, de callejón sin salida.

[3] Vale la pena detenerse en el siguiente fragmento escrito por Kafka:

“Resumen de todo lo que habla en pro y en contra de mi boda:

1.       Incapacidad de soportar sólo la vida, no incapacidad para vivir, al contrario, incluso es improbable que sepa vivir con alguien, pero soy incapaz de soportar solo la tempestad de mi propia vida, las exigencias de mi propia persona, la agresión del tiempo y de la edad, la vaga afluencia del deseo de escribir, el insomnio, la proximidad de la locura... Quizá, añado de manera natural, la unión con F(elice) dará más resistencia a mi vida.

2.       Todo me da qué pensar. Cada chiste de la página de chistes, el recuerdo de Flaubert y de Grillparzer, la visión de los camisones en las camas preparadas para la noche de mis padres, el matrimonio de Max. Ayer, mi hermana dijo: ‘Todos los casados (que conocemos) son felices, no lo entiendo’, también esta frase me dio qué pensar, volví a tener miedo.

3.       Tengo que estar mucho tiempo solo. Lo que he logrado no es más que un éxito de la soledad.

4.       Odio todo lo que no se refiere a la Literatura, me aburre mantener conversaciones (incluso cuando se refieren a la Literatura), me aburre hacer visitas, las penas y alegrías de mis parientes me aburren hasta el fondo del alma. Las conversaciones quitan la importancia, la seriedad, la verdad a todo lo que pienso.

5.       El miedo a la unión, al trasvase. Entonces ya nunca estaré solo.

6.       Ante mis hermanas, sobre todo antes era así, he sido a menudo una persona completamente distinta que ante otras gentes. Sin miedo, al descubierto, fuerte, sorprendente, conmovido como sólo lo estoy al escribir. ¡Si pudiera llegar a eso ante todos por mediación de mi mujer! Pero, ¿no estaría entonces privado de la escritura? ¡Eso no, eso no!

7.       Solo, quizá podría un día dejar mi trabajo. Casado, nunca será posible”.

Esta melodía del autor de La metamorfosis podría adaptarse bastante bien a Pessoa. El miedo a estar solo, el temor a no estarlo (el escritor necesita imperiosamente de su soledad), la preocupación por la literatura más que por la vida (si es que es lícito dividir vida y literatura), la conciencia de que es casi imposible que una mujer o la mayoría de sus seres queridos puedan comprender su destino inevitable de escritores y su impedimento para todo tipo de vida social convencional.

[4] En 356 a. de C., Eróstrato, un griego desconocido, incendió el templo de Artemisa en Efeso, con la sola intención de conquistar la fama y hacerse inmortal. Para contrariar su voluntad, los gobernantes de la ciudad prohibieron, bajo pena de muerte, que se pronunciara el nombre del vanidoso. De todos modos, ese nombre llegó hasta la actualidad. En cambio hoy se ignora quién fue el constructor de aquel edificio consagrado a una diosa, considerado una de las maravillas del mundo y destruido para satisfacer la ambición de un desaforado.

En Eróstrato, Pessoa se muestra escéptico respecto del concepto de inmortalidad que, según los indicios de su época, sufría una profunda transformación. El poeta critica a los “toxicómanos de la velocidad” y reconoce que el ritmo y los valores del pasado han sido reemplazados por la agitación y la impaciencia. La fotografía amenaza a la pintura, así como la ingeniería tiende a sustituir a la arquitectura. La belleza superficial del período no es sino un signo de que los dioses han muerto y de que, como afirma Pessoa en Libro del desasosiego, cada uno ha quedado "entregado a sí mismo, en la desolación de sentirse vivir".

El escritor portugués, tan preocupado por la perduración, profetizaba en uno de sus fragmentos: quien tenga la celebridad que su época pueda darle, no puede esperar la celebridad futura. Su caso prueba, de modo inverso, la exactitud de su observación. Desconocido en su tiempo, hoy es una de las glorias de la literatura portuguesa.


2 comentarios:

  1. Qué bueno Pessoa! Me acabo de terminar una antología del Libro del Desasosiego titulada: "Un día en la (no) vida de Bernardo Soares", que me ha parecido buenísima, muy recomendable para todos los amantes de la buena literatura en general y de Pessoa en particular. Por cierto, enhorabuena por el blog!!!

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    1. Muchas gracias! La verdad es que Pessoa me parece un tremendo escritor. Respecto de mi blog: le pongo menos onda de la que me gustaría. El trabajo me deja cansado y sin mucho tiempo para postear más seguido. Saludos!

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