Dora Diamant, la compañera de los últimos años de vida de Franz Kafka,
contó que una vez, mientras paseaban juntos por un parque municipal de las
afueras de Berlín, encontraron una nenita llorando. Lloraba porque se le había
perdido la muñeca. Kafka trató de consolarla, pero no había forma. “Pero si tu
muñeca no se perdió”, dijo él de repente. “Tan sólo se fue de viaje. Acabo de
verla hace un rato y he hablado con ella. Me prometió que te iba a escribir.
Mañana a esta misma hora vení, yo te voy a traer la carta”. En aquel momento,
la niñita dejó de llorar. Al día siguiente, Kafka llevó realmente la carta, que
describía las aventuras de la muñeca durante el viaje. De ahí surgió una correspondencia
entre la muñeca y la nena que se prolongó durante varias semanas y que finalizó
cuando Kafka, quien estaba enfermo de tuberculosis, tuvo que cambiar de
residencia y emprender su último viaje. Al final no olvidó, en medio de todo el
barullo de un traslado tan triste, dejarle a la niña una muñeca, asegurando que
era la antigua, la que había perdido, que sólo a causa de todo lo vivido en
aquellos lejanos países había sufrido ciertos cambios.
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