sábado, 9 de julio de 2016

AMOR FILOSÓFICO: JEAN-PAUL SARTRE Y SIMONE DE BEAUVOIR

Hay una escena conmovedora que tuvo lugar en 1980, en el hospital Broussais, en el que Sartre había ingresado tiempo atrás: Simone de Beauvoir, su pareja durante más de 50 años, se metió en la cama donde yacía el cadáver de su amor, aún caliente, y pasó esa última noche a su lado. 

En El diablo y el buen Dios, Sartre había escrito: “Si mueres, me acostaré pegada a vos y ahí me quedaré hasta el fin, sin comer ni beber; te pudrirás entre mis brazos y te amaré carroña: pues no se ama nada si no se ama todo”.

Otra relación de filósofos y amantes que ha dado mucho que hablar fue la que se dio entre Martin Heidegger, quien apoyó al nazismo; y Hanna Arendt, una de las analistas más lúcidas de los totalitarismos del siglo XX. La misma Arendt no tenía buena opinión de Simone de Beauvoir. En 1947, el director de Partisan Review, un tal William Phillips, le comentó a Arendt lo sorprendido que estaba de la “infinidad de tonterías” que Beauvoir podía decir sobre Norteamérica. La respuesta de su interlocutora fue demoledora: “El problema, William, es que usted no se da cuenta de que no es muy inteligente. En vez de discutir con ella, mejor sería que la cortejara”. Más adelante me gustaría hablar de la relación entre Arendt y Heidegger; por el momento, me voy a centrar en la famosa pareja de intelectuales franceses. 


Se conocieron en 1929, cuando él tenía veinticuatro y ella veintiuno. Tanto Sartre como Simone de Beauvoir han sido el prototipo de la pareja libre, un modelo de ruptura con las formas de vida burguesas tradicionales: nunca vivieron juntos, ambos aceptaban que el otro tuviera relaciones con terceras personas, dormían en camas separadas, se negaron a contraer matrimonio y tener hijos…


La autora de El segundo sexo le dedicó mucho al trabajo intelectual: en su adolescencia organizaba sus lecturas, dormía poco y evitaba las conversaciones inútiles, especialmente con la familia. Años después, en julio de 1929, un amigo en común, André Herbaud, los presentó. Ninguno de los dos quedó decepcionado: “estaba muy contento de acapararme; a mí me parecía que todo el tiempo que no estaba con él era tiempo perdido”.


En sus Memorias de una joven formal, ella escribió: “Sartre correspondía al deseo que formulé cuando tenía quince años: era el doble en el que reencontraba, llevadas a la incandescencia, todas mis manías. Con él siempre podía compartirlo todo”.


Parece ser que Sartre le propuso que conozcan “amores contingentes”, y ella aceptó el trato sin dudar: creía que las fugaces satisfacciones que podían proporcionarles los encuentros íntimos con otras personas, no podrían romper el vínculo entre dos almas de la misma especie.

Sartre fue un incansable seductor, pese a sus ojos estrábicos, sus dientes manchados por el tabaco y su escaso metro cincuenta y cinco centímetros de estatura. El tipo mantuvo diversos romances con mujeres cada vez más jóvenes, a menudo inestables y dependientes desde el punto de vista emocional. Simone de Beauvoir, por su parte, se relacionó eróticamente tanto con hombres como con mujeres.


Es curiosa la mezcla promiscua que ambos tenían con sus respectivos amantes. Cuando Simone de Beauvoir tuvo una relación amorosa con Olga Kosakiewicz, allá por 1936, Sartre intentó seducirla. Al ser rechazado, dirigió su interés a la hermana de Olga, de nombre Wanda, quien luego sería su amante varios años. Ocurrió algo similar poco después de que Simone de Beauvoir y el documentalista Claude Lanzmann fueran amantes: Sartre sedujo a la hermana de Claude, llamada Evelyne. La versión edulcorada interpreta que, al decir del propio Sartre, se trataba de una “gran familia”. La versión maliciosa sostiene que la mayor parte de esa “familia” de amantes pasaba de Simone de Beauvoir al autor de Las palabras, lo que llevó a Nelson Algren, amante de Simone, a acusar a su ex enamorada de “proxeneta” de Sartre.

En ese sentido, la historia de Nelson Algren es bastante paradigmática en cuanto al riesgo de este tipo de relaciones “contingentes”. En los años 40’, Sartre conoció, en uno de sus viajes a Estados Unidos, a Dolores Vanetti, con quien sostuvo una relación de tres años. La estadounidense no fue una amante más en la vida de Sartre: incluso estuvieron a punto de casarse. Simone de Beauvoir, quien sentía celos cuando el interés de Sartre iba más allá de lo físico, pasó un período bastante depresivo a consecuencia de ese amor. Así fue como, también durante un viaje a Estados Unidos, conoce a Nelson Algren:

“No puede decirse que lo suyo constituyera precisamente un flechazo: tras pasar juntos una noche, se despiden pensando que no se volverán a ver más. Es una petición del propio Sartre –sarcasmos del acuerdo fundacional que venimos comentando- en el sentido de que retrase su regreso (Dolores está en París con él en ese momento) la que termina devolviendo a Simone a los brazos de Nelson Algren. Decide volver a Chicago y esos días inicialmente no previstos significan el principio de una pasión que se prolongará varios años”. (Manuel Cruz)


Parece ser que con Algren, Simone de Beauvoir experimentó por vez primera un “orgasmo total”, lo que la había hecho sentir “una mujer completa”. Hay fragmentos de sus cartas con él donde escribe cosas sorprendentes para una pionera del feminismo: 

“¡Oh, Nelson! Seré amable, seré buena, ya lo verás, fregaré el suelo, cocinaré siempre yo, escribiré tu libro al mismo tiempo que el mío, haré el amor contigo diez veces cada noche y otras diez cada día, aunque me canse un poco”. (Simone de Beauvoir, Cartas a Nelson Algren: un amor transatlántico).


Sin embargo, al cabo de un tiempo, Algren le propone matrimonio varias veces, y ella se decide siempre por la negativa.


Según Manuel Cruz: 

“En el fondo, Algren había entendido perfectamente la situación. Descubrir que en realidad Simone acomodaba sus encuentros a la disponibilidad de Sartre y que, cuando el filósofo se iba con su amante neoyorquina Dolores Vanetti, entonces ella acudía a los brazos de Algren para contrapesar la soledad fue el detonante que le desquició, pero por un motivo que a la pareja francesa no se le podía escapar: confirmaba su estatuto de mero amor contingente”.


Hubieron conductas de Sartre que recuerdan el chiste de Groucho Marx: "estos son mis principios; si no le gustan, tengo otros". Un secretario de Sartre, testigo privilegiado de las respuestas mentirosas que el autor de El ser y la nada les daba a las diversas mujeres cuando lo llamaban por teléfono, le preguntó cómo hacía para arreglárselas con algunas situaciones tan complicadas. Sartre le respondió:


-“Les miento. Es más fácil y más decente”.

-“¿A todas?”

-“A todas”.

-“¿Incluso al Castor (Simone de Beauvoir)?”.

-“Sobre todo al Castor”.

No vamos a evaluar la moral del teórico de la “mala fe”, dado que sería muy sencillo ponerse en maestro ciruela. Es posible que toda seducción erótica tenga algún componente cínico. Sin embargo, lo importante es que, como destaca Manuel Cruz en Amo, luego existo. Los filósofos y el amor:


“Se trata de señalar que, con semejantes premisas, la condición de contingentes  de todas sus relaciones con mujeres, lejos de ser algo problemático u objeto de reflexión (…) se desprende de manera prácticamente automática. Tal vez, se podría añadir, la condición contingente de una relación es difícil que no dañe a una de las partes, concretamente a aquella que no ha podido evitar vivirla (a veces mediando engaño por la otra parte) como necesaria”.


Debería leer más en profundidad la obra de Sartre como para profundizar en su concepción del amor. Tal vez lo haga en algún momento. Finalizo el posteo citando in extenso un fragmento del buen libro de Manuel Cruz:


“(…) ¿Puede haber compromiso amoroso por parte de una persona como Sartre que o bien no habla apenas del amor o, cuando lo hace, es para desdeñarlo? Si la función del compromiso es articular el plano teórico con el vital, ¿cómo valorar que el autor de El ser y lanada nunca alcanzara a elaborar una moral –por más que se pasara la vida anunciándola-, e incluso, como hemos visto, llegara, cínicamente, a hablar de moral provisional para no asumir sus responsabilidades –él, que, por otro lado, tanto énfasis ponía en la responsabilidad- hacia terceras personas? ¿Era ese compromiso-no-comprometido de la pareja una forma de hacer de la necesidad virtud, dado que ninguno de los dos disponía de una consistente idea de amor que defender hasta el final (esto es, con la que comprometerse)? (…)

El otro es aquel que me impide ser a voluntad, ser a la carta. Es aquel contra el que se estrella mi mala fe. El que me deja en evidencia: el que se resiste, desde su libertad, a devolverme la imagen que yo deseo o necesito. El otro puede ser un obstáculo para esa  particular modalidad de autoengaño –la mala fe- en la que la autoestima (el amor por la propia imagen) sustituye al amor propio (el amor por la realidad de uno mismo).


Quizá por eso se oponía Sartre a atribuirle al amado otra condición distinta a la de mero polo ontológico del yo: lo hubiera obligado a tener que aceptarse y querer lo que realmente era. Y resulta como poco dudoso que nuestro filósofo estuviera en condiciones de hacerlo, esto es, de sustituir la autoestima por el amor propio. Entre otras cosas porque es difícil que de veras pueda amarse a sí mismo quien no ha amado, decididamente y sin reservas, a los demás. Y, a su vez, es difícil amar a los demás, en la medida en que el amor s sustenta en el ser, si  uno no es capaz de aproximarse a ellos con la mirada limpia, liberada de la tutela de los prejuicios y la imágenes previas (tipo ‘las mujeres feas me enferman’, que gustaba repetir Sartre), con la generosidad de la lucidez, aceptando las virtudes y defectos de los demás”.

Eso es todo por hoy. ¡Sean felices!

Rodrigo

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