domingo, 25 de septiembre de 2016

ALGUNAS CUESTIONES SOBRE LA CRÍTICA LITERARIA EN LAS QUE EL AUTOR DEL BLOG DEMUESTRA UNA ERUDICIÓN MUY SUPERIOR A LA DE LUIS MAJUL PERO INCOMPARABLEMENTE MENOR A LA DE GEORGE STEINER

Dedicado al amigo Daniel Freidemberg

Una de las voces que integra la asamblea de pepegrillos que viven en mi cráneo me dice siempre que deje de comentar fragmentos ajenos de autores que admiro y me decida a tratar de buscar mi propia voz creando alguna obra de ficción propia. A decir verdad, suelo mandar a callar a esa voz molesta porque gracias a Oscar Wilde sé que “la culpa no te impide cometer el pecado pero sí disfrutar de él”, y como a mí me gusta escribir sobre obras ajenas…


Pero vayamos al punto. El problema, como bien decía Don Abelardo Castillo, no es que los críticos literarios sean “escritores fracasados”, sino que sean críticos fracasados. Hay grandes escritores que han sido muy buenos críticos: Baudelaire, Tolstoi, Edgar Allan Poe. Sin embargo, así como no todos los futbolistas son buenos periodistas deportivos aunque sepan mucho de fútbol, ni todos los músicos son capaces de hacer crítica musical, no es suficiente con ser escritor para ser un buen crítico.


Por lo demás, “no hay más que recordar las barbaridades que Lope, Cervantes, Góngora y Quevedo decían a su turno de cada uno de los otros, para notar con alarma que no ser un escritor fracasado tampoco garantiza la lucidez o la generosidad de espíritu”.




La crítica auténtica siempre debe surgir de la fascinación por la obra criticada; por eso es que considero una actitud estúpida, por caso, la insistencia de Juan José Saer por la figura de Paulo Coelho. Las críticas de Saer a Coelho no eran críticas sino injurias que demostraban la envidia que al autor de Glosa -sin dudas un gran escritor- le debía producir que los libros del brasileño se vendieran mucho más que los suyos, o que los libros de sus autores admirados. 


Ya sabemos que Coelho no es un gran artista sino una máquina de decir trivialidades, ¿pero qué objeto tiene insistir tanto en defenestrarlo? Me parecen más sabios los consejos de Auden:


“El arte malo siempre está con nosotros; pero una obra dada siempre es mala en forma momentánea: a la concreta mala calidad que exhibe sucederá pronto una de otro tipo. Es por lo tanto inútil atacarla, ya que desaparecerá de todos modos. (…) El único procedimiento sensato para un crítico es apelar al silencio frente a obras que considera malas, mientras al mismo tiempo difunde su entusiasmo a favor de aquellas que considera buenas; especialmente si son ignoradas o subestimadas por el público.


Hay libros injustamente olvidados; ninguno es injustamente recordado”.


No se educa el paladar de una persona diciéndole que su dieta es una mierda, o que es demasiado simple, o es propia de gente vulgar. En todo caso se sugieren otras posibilidades, otras miradas, del modo más seductor posible. Es cierto que también se puede influenciar al esnob diciéndole “sólo a la gente vulgar le gusta el repollo pasado; a la gente refinada le gusta el repollo preparado de tal o cual manera”; pero los resultados, como bien nota Auden, tienen poca posibilidad de ser duraderos.


El crítico debe atacar la corrupción del lenguaje no tanto en las obras de los artistas sino en el hombre de a pie, en los periodistas, en la televisión, en la clase dirigente, en las conversaciones cotidianas. Sin embargo, es muy difícil predicar con el ejemplo. “¿Cuántos críticos ingleses o norteamericanos son hoy maestros de su lengua materna como lo fue Karl Kraus del alemán?” (Auden dixit).

Para decir de una obra “me gustó” o “no me gustó” no es necesario ser crítico, basta con ser lector.


Había un chiste que me contaba mi vieja en el que un tipo le pregunta a otro que tenía una barba larguísima: “¿Usted cuando duerme, lo hace con la barba por arriba de la frazada, o por debajo?”. Ese día, el barbudo tuvo insomnio.


“La creación literaria”, nos dice Don Abelardo, “exige la mayor cantidad posible de conocimientos (formales, técnicos, psicoanalíticos, sociológicos, lo que se quiera), pero también exige una buena dosis de ignorancia, de libertad, respecto de ciertos mecanismos internos. Como aquello que decía Macedonio Fernández: nunca tomé conciencia de que respiraba hasta que estuve a punto de ahogarme. En nuestro país hay críticos excelentes, pero limitados. Han leído muchísimos ensayos y pocas novelas, cuentos, dramas, poemas. Y a veces desconocen otras cosas que deberían saber, algunos idiomas contemporáneos, por ejemplo; griego y latín clásicos (hablo en serio, y hablo de los críticos: ya que yo también ignoro esas lenguas pero me limito a inventar historias, no investigo la literatura), y, sobre todo, carecen de una formación filosófica profunda. No se puede ser un gran crítico sin sustentar una poética, que es a su vez una zona de algo más vasto, la  estética, y no hay estética que valga si no se parte de una concepción total del mundo, de una filosofía”.

Las palabras de Don Abelardo me suenan un poco exageradas: no creo que sea necesario que un crítico literario sepa griego y latín o tenga sólidos conocimientos de estética, salvo que se dedique a los clásicos greco-latinos o haga una crítica de la estética hegeliana o kantiana, o algo similar. Sea como fuere, lo concreto es que los buenos críticos literarios son mucho más difíciles de encontrar que los buenos escritores. La crítica auténtica tiene poco que ver con la crítica periodística que le soluciona al lector la salida del fin de semana o le dice qué libro tiene que comprar. La crítica es una posibilidad de escritura. Antes que nada, un crítico tiene que intentar escribir bien, tan bien como cualquier gran artista.


Hay un libro muy lindo, escrito por un tal Roberto Giaccaglia, quien hasta hace un tiempo mantenía un blog bastante interesante,  llamado Crítica creación, que aborda bastante bien la cuestión de la crítica:


“Las meras habilidades de estilo que descuidan el lado teórico o pedagógico o aprovechable en un sentido práctico, suelen ser vistas como pasatistas, carentes de compromiso. Error. Escribir bien ya es un compromiso y hasta una valiente decisión en estos tiempos, una muestra de coraje frente a un mundo que no es ni la mitad de bello que el arte y que, encima, alienta el facilismo, la rapidez, la fealdad. Escribir bien es oponerse a un sistema que oprime imponiendo una escritura mecánica, que a su vez alienta la reproducción masiva de sentimientos vanos y el consumismo”.


Yo no creo que los mejores críticos sean los escritores, pero sí creo que todo gran crítico necesariamente es un gran escritor.


Sí es cierto que la literatura avanza siempre por delante de la crítica, “por la misma razón que el explorador avanza siempre por delante del cartógrafo, en cabeza de la expedición, abriendo camino”, como dice Javier Cercas en El punto ciego.


Para no extender aún más un posteo en el cual el lector se fue hace rato mientras el pobre Rodrigo sigue tecleando solo, me permito finalizar con una larga cita del amigo Auden:


“¿Cuál es la función del crítico? En lo que a mí respecta, puede ofrecerme uno o más de los siguientes servicios:

1) Darme a conocer obras o autores que hasta el momento ignoraba;

2) Convencerme de que subestimé a un autor o una obra por no haberlos leído con bastante atención;

3) Señalarme relaciones entre obras de diferentes épocas y culturas que nunca habría encontrado por mi cuenta porque no sé lo suficiente y jamás lo sabré;

4) Ofrecerme una lectura de la obra que profundice mi comprensión de la misma;

5) Echar luz sobre el proceso de ‘composición’ artística;

6) Echar luz sobre la relación del arte con la vida, la ciencia, la economía, la ética, la religión, etcétera.


Los tres primeros servicios exigen erudición. Un erudito no es meramente alguien cuyo conocimiento es extenso; el conocimiento debe ser valioso para los demás. Alguien que supiera de memoria la guía telefónica de Manhattan no sería designado erudito, porque no se concibe una situación en la que podría adquirir un discípulo. Desde el momento en el que el saber implica una relación entre alguien que sabe más y alguien que sabe menos, esta relación puede ser transitoria; frente al público, todo comentarista es temporalmente erudito porque leyó el libro que está reseñando y el público no. Aunque el conocimiento del erudito debe ser potencialmente valioso, no es necesario que él mismo reconozca su valor; siempre es posible que el discípulo a quien él imparte su conocimiento tenga un criterio más justo de ese valor. Por lo general, al leer a un crítico erudito se aprovechan más sus citas que sus comentarios”.


Los tres últimos servicios no exigen un conocimiento superior, sino una intuición superior. El crítico demuestra una intuición superior si las preguntas que plantea son nuevas y sustanciales, sin que importe lo mucho que podemos discrepar con sus respuestas. Es probable que pocos lectores sean capaces de aceptar las conclusiones de Tolstoi en ‘¿Qué es el arte?’, pero una vez leído ese libro es imposible ignorar las preguntas que formula”.


Eso es todo por hoy.

¡Sean felices!


Rodrigo

Post Scriptum: Daniel me dice que Saer no era para nada envidioso, aunque sí calentón y tremendamente "adorniano"; vale decir, elitista. Tiene razón el amigo Daniel, pensándolo bien no creo para nada que Saer le tuviera envidia a las ventas de Coelho. Sus ataques al brazuca seguramente estaban motivados por algo que Saer consideraba un síntoma de alguna "enfermedad cultural" que a él le preocupaba.

ALGUNAS CUESTIONES SOBRE LITERATURA PARA ESTUDIANTES DE PUÁN QUE TODAVÍA NO ENTIENDEN UN CARAJO DE NADA

Si alguien le dijera al poeta "dejá de escribir boludeces y hacé algo útil como poner a hervir el agua o traer las vendas", el poeta no tendría ningún derecho a negarse. ¿Y por qué muchos no se lo dicen? Porque la condición humana suele ser tan miserable y triste que la enfermera le pide al poeta que convenza al enfermo de que su oficio es esencial para curarlo; y el enfermo le pide al poeta que le cante canciones dulces que lo hagan olvidar su sufrimiento. 

Es cierto que, como hoy en día es más sencillo imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo, muchos se interesan por “la lista de libros más vendidos” y no tanto por el contenido de una obra determinada, como si el criterio comercial fuera la última ratio. Es así como tantos le sugieren al poeta que deje de escribir boludeces para no “morirse de hambre”. En general, ese es un consejo típico de muchas madres a sus hijos, toda vez que sus hijos expresan su deseo de dedicarse a la poesía. El esnob, por su parte, se interesa por los libros más vendidos para saber lo que NO debe leer. Esa actitud también es medio pelotuda.

El poeta tiene un problema y es que su herramienta de trabajo, a diferencia de la del músico o la del matemático, le pertenece a la comunidad de hablantes. Los escritores no pueden inventar su propio lenguaje, porque si lo hicieran nadie los entendería; ergo, dependen del lenguaje que heredan. Si el lenguaje está corrompido, ellos también se corrompen, y corrompen a los lectores. 


Todo esto es lo que más o menos piensa un gran poeta, que se llamó Wystan Hugh Auden (1907-1973), quien nos recuerda lo que el gran satírico vienés Karl Kraus decía sobre su propia lengua: "el público no entiende alemán, y no les puedo decir eso en periodiqués"


Una fauna prolífica de periodistas, políticos y comunicadores de los medios masivos, lo sabemos muy bien, corrompen el idioma. La lengua de una comunidad es patrimonio de sus hablantes: tanto de los más nabos como de los seres más sensibles e inteligentes; de los canallas y de los que son la bondad personificada. El poeta debe luchar contra la corrupción del idioma, que viene a ser su propia herramienta de trabajo. El matemático es juzgado por sus pares, mientras que al poeta lo puede juzgar un idiota, un ser sensible o un despreciador profesional. ¿Por qué? Porque todos creen hablar "el mismo idioma", y en parte tienen razón, y en parte se equivocan absolutamente:


“Mucha gente admite de buen grado que no entiende la pintura o la música, pero muy pocos de los que fueron a la escuela y aprendieron a leer frases publicitarias admitirán que no conocen su lengua”, nos dice Auden.



El libro es como un espejo: si un burro se mira en él, no puede esperar verse reflejado como si fuera un apóstol.

Cada vez que leemos, lo hacemos con nuestros prejuicios y nuestro idioma “privado”. Un mal lector es como un mal traductor, nos dice Auden, porque “interpreta literalmente cuando debe parafrasear, y parafrasea cuando debe interpretar literalmente”. La erudición es valiosa a la hora de traducir, pero más valioso es el instinto y el gusto.


“Una señal de que un libro tiene valor literario es que puede ser leído de varias maneras. A la inversa, la prueba de que la pornografía no tiene valor literario es que si uno intenta leerla de cualquier otra forma que no sea la del estímulo sexual, leerla, digamos, como el informe psicológico de las fantasías sexuales del autor, uno se aburre como ostra”.


Encuentro interesante el símil de la ostra en este sentido: a veces es necesario saber aburrirse para que nazca una perla.

Decir que una gran obra se presta para múltiples lecturas no es lo mismo que sugerir que cualquiera puede decir lícitamente cualquier cosa sobre cualquier tema; hay lectores imbéciles o delirantes, y algunos sólo pretenden manipularnos, en el peor sentido de la palabra. Las posibilidades de interpretación son finitas: hay lecturas más verdaderas que otras, y hay muchas que son completamente falsas e incluso absurdas. La pluralidad interpretativa no es lo mismo que el cualunquismo que no sabe jerarquizar.


Alguna vez leí una conferencia donde Borges decía que al hojear libros de estética, le  parecía que habían sido escritos por astrónomos que jamás han mirado las estrellas, porque consideraban que la literatura era más un deber que una ocasión para el disfrute. Es cierto que el placer no le asegura resultados a ningún crítico, sin embargo:


“El buen gusto es una cuestión de discriminación más que de exclusión, y cuando el buen gusto se siente forzado a excluir lo hace con pesar, no con placer.

El placer no es de ningún modo un consejero crítico infalible, pero es el menos falible.

La lectura del niño se guía por el placer, pero su placer es indiferenciado; no puede distinguir, por ejemplo, entre el placer estético y los placeres del aprendizaje o la fantasía. En la adolescencia advertimos que hay diferentes clases de placeres, algunos de los cuales no se pueden disfrutar simultáneamente, pero todavía necesitamos ayuda para definirlos. Ya sea que se trate de un asunto de gustos en comida o en literatura, el adolescente busca un consejero en cuya autoridad pueda creer. Come o lee lo que su consejero le recomienda e inevitablemente hay momentos en los que tiene que engañarse un poco; debe pretender que disfruta las aceitunas o Guerra y paz un poco más de lo que en realidad disfruta.


(…) Cuando alguien entre los veinte y los cuarenta años dice a propósito de una obra de arte: ‘sé lo que me gusta’, en realidad quiere decir: ‘no tengo un gusto propio pero acepto el de mi ámbito cultural’; porque entre los veinte y los cuarenta años la señal más clara de que una persona tiene un gusto genuino es que no está segura de él. Después de los cuarenta, si no hemos perdido del todo nuestra individualidad, el placer puede volver a ser lo que era durante nuestra niñez, la guía apropiada de lo que deberíamos leer”. (W. H. Auden)

A mí me parece que solemos creernos “animales racionales” en cuestiones de gusto, cuando en rigor, la racionalización suele hacerse a posteriori: el hecho estético  es “la inminencia de una revelación que no se produce”, con lo cual el placer aparece como algo misterioso, como la rosa de Angelus Silesius, que es “sin porqué”. La justificación del gusto siempre es una suerte de racionalización de un sentimiento subjetivo.


Cuando el poeta escribe, hay una musa a la que intenta seducir, y un demonio al que trata de vencer. La Musa es una mina hermosísima, es consciente de tener muchos pretendientes y por tanto suele estar llena de malicia: aprecia la caballerosidad y los buenos modales, “pero desprecia a los que no están a su altura, y se deleita con crueldad dictándoles incoherencias y mentiras que ellos, obedientes, anotan como verdad ‘inspirada’”.


La inspiración es una suerte de capacidad para distinguir entre el azar y la providencia:


“Para reducir sus errores al mínimo, el censor interno al que el poeta somete su obra en progreso debe ser en realidad una asamblea. Debe incluir, por ejemplo, un hijo único sensible, un ama de casa eficaz, un experto en Lógica, un monje, un bufón irreverente e incluso –quizá odiado por todos los otros y devolviendo ese desprecio- un brutal y malhablado sargento de instrucción que considere que toda poesía es basura”.

EL DESEO DE TRASCENDENCIA

El escritor Fabián Casas recordaba una visita a la casa de un amigo: 


“En la mesa del living reposaban, como adornos, unas pulseras grandes, que parecían de plástico o acrílico o madera. Las toqué y pensé en mi madre. Ella se ponía esas fantasías baratas (…) Son pequeñas mercancías que utilizaban las mujeres de clase media baja para embellecerse, como lo hacen en ciertas tribus africanas. Hay algo en esos objetos que me produce una gran ternura. No tienen valor alguno, no son bellos y sin embargo son personales, exactos en su candor. Casi no se pueden separar de las personas que los llevan. Parecen un tatuaje de su condición”.

Esas pulseras eran de la madre de su amigo, una persona común sin “deseo de trascendencia”, o cuyo deseo de trascendencia era ver feliz a sus seres queridos. Casas dice admirar a esas personas comunes, y yo comparto esa admiración: 


“Ni se exponen en redes sociales, ni editan discos sofisticados, ni ponen un mingitorio en una galería ni se anotan a competir en realitys. Esa gente común es una bendición”.


Uno podría decir que afortunadamente no todas las personas son así, porque de lo contrario no existiría la música de Spinetta o el cine de David Lynch. Sin embargo, entiendo a qué apunta Fabián, y considero que en buena medida tiene razón. 


A mí me gustan las  personas que no se toman demasiado en serio a sí mismas, y que trabajan en contra de su propio ego. Tal vez una buena fórmula sería: tomarse la literatura en serio, pero no tomarse tan en serio a uno mismo.


El amigo del que habla Fabián es Ulises Conti, un ser con deseos de trascendencia que a su vez es hijo de una madre que usa pulseras baratas. En Tatuajes, el amigo Conti –cuya obra todavía no conozco- nos dice lo siguiente:


“Crecí en un suburbio y sé lo que es estar rodeado de cosas horribles, la angustia de crecer en un barrio signado por la decadencia y el mal gusto, ver a la gente viviendo una vida sin ningún tipo de inquietudes, la desidia y el fracaso establecidos en la normalidad de una coreografía cotidiana. Seguramente todo esto haya sido lo que de algún modo disparó semejante obsesión y fetichismo por vivir una vida diferente en busca de una superconciencia en el arte, poder modificar un destino deparado a la vida trabajando de operario doce horas en una fábrica de escarbadientes, tener que atravesar el conurbano bonaerense, de una punta a la otra, de día y de noche”.

La primera vez que Fabián Casas vio a Ulises Conti, lo vio usando un sombrero y unas botas texanas: a partir de allí lo llamó "el vaquero". ¿Esa vestimenta revela un "deseo de trascendencia" o las ganas de destacarse del modo más boludo? No tengo idea, aunque supongo que habrá sido una mezcla de ambas cosas, ya que los seres humanos solemos ser maravillosos y ridículos casi al mismo tiempo.

Vivo en Avellaneda y crecí en Wilde, en un barrio rodeado de laburantes, vagos, chorros y personas muy copadas. Tengo el trabajo menos literario que se les pueda ocurrir, pero no me identifico totalmente con el amigo Ulises. Sin embargo, ¿se puede ser un artista auténtico sin deseos de trascendencia? A mí me parece que no. Por supuesto que la ambición por “trascender” es una condición necesaria, pero nunca suficiente. Yo no juego en el Barcelona de Messi no por no haberlo deseado, sino porque tengo varias limitaciones: entre otras, la pierna izquierda y la pierna derecha.


Tal vez la cuestión principal tenga que ver con la confusión entre “autenticidad” y “originalidad”. Auden aporta algo de luz:


“Algunos autores confunden la autenticidad, a la que siempre deberían apuntar, con la originalidad, por la que jamás deberían molestarse. Existe cierto tipo de persona tan dominada por el deseo de que la estimen por sí misma que vive poniendo a prueba a los que la rodean mediante una conducta inaguantable; lo que dice o hace debe ser admirado no porque sea algo intrínsecamente admirable, sino porque se trata de su observación su acción. No explica esto en gran medida el arte vanguardista?”.


Eso es todo por hoy, hipócrita lector que fatigas los pasillos de Puán. No os ofendáis por el título del post, fue solamente una broma. Sé que ahora que os he mojado la oreja, me buscaréis defectos gramaticales y os erigiréis en policía: aceptaré vuestras críticas con resignación.

¡Sean felices!


Rodrigo

SÓLO LOS PÁJAROS POCO MELODIOSOS, GUERREROS INARTICULADOS, NECESITAN UN PLUMAJE LLAMATIVO


martes, 20 de septiembre de 2016

LA MAYOR PRUEBA MORAL ES LA MANERA EN QUE TRATAMOS A LOS SERES MÁS DÉBILES

Nos resulta sencillo ejercer la amabilidad y el respeto con una mujer hermosa, con una figura de poder o con alguien que tiene una personalidad carismática y agradable. Sin embargo, cuidar al otro por encima de uno mismo, ser generosos con las personas más débiles y desamparadas es la cara más impresionante del amor. El amor lleno de generosidad y entrega que tiene mi vieja (y obviamente también mi viejo) por mi hermana Jimena, uno de los seres más débiles y necesitados que existen, es uno de los rasgos de su personalidad que yo más admiro, y eso que mi vieja está llena de rasgos admirables.

Mi vieja ahora está jubilada, pero antes trabajaba como enfermera en el Pami. ¿Qué quiere decir esto? Significa simplemente que cuando no cuidaba a alguno de sus cuatro hijos, pasaba buena parte de su tiempo curando y cuidando ancianos. ¿Cómo quieren que yo admire de modo acrítico el elitismo aristocrático de Nietzsche y su desprecio por lo que denomina la "moral del esclavo”? No quiere decir que no me parezca sumamente enriquecedor leer las críticas de Nietzsche al platonismo y al cristianismo, simplemente digo que prefiero no tomarme sus palabras demasiado en serio.

Hay un texto muy lindo de Fabián Casas, un escritor que yo estimo mucho -sin importarme un cuerno que sea un gran escritor o un “vende humo”, como dice uno de mis mejores amigos- ; que se titula Lovely RitaEl título del artículo alude no sólo al tema de los Beatles, sino a la perra border collie del autor:

“Todos los problemas surgen cuando uno tiene que abandonar su habitación, escribió Pascal. En Japón algunos adolescentes tomaron esto al pie de la letra y se encerraron en sus cuartos rodeados por la computadora, libros, cómics y otros objetos personales. Cierran su habitación con llave y vegetan como un malvón artificial. A estos fóbicos se los llama Hikikomori. Sin llegar a estos extremos, yo formé parte de un grupo social que –aun relacionándose intensamente- tenía algo de estar encerrado. Son los hombres y mujeres de más de 40 años que, como diría Dante, se encuentran en el medio del camino de la vida y cuyo eje principal de la existencia es satisfacer los intereses ‘artísticos’ que, a veces, no se diferencian de los de puro consumo. Porque es este tipo social un depredador letal de discos, libros, conciertos, fiestas, películas y restaurants. La mayoría de mis hermanos hikikomoris son críticos de rock o de cine”.

Me identifico parcialmente con lo que dice Casas: a mí también me gusta mucho leer, escribir y “consumir arte”. De más está decir que se trata de una relación que muchas veces es puro egoísmo solipsista y “onanismo intelectual”. Por eso me gustó cuando Casas habla del amor que tiene por su perra:

“Uno de los actos supremos de humildad que tuve que hacer ni bien empecé a salir a la calle con Rita, fue levantar su caca. Con cuatro años de levantar la caca de Rita en las calles y parques, estuve preparado para limpiar los pañales de mi hija”.


Y más adelante agrega que “una enseñanza evidente que me da mi relación con Rita es que cuando menos piense uno en sí mismo, cuanto más te ocupes de los demás, más feliz sos. La felicidad es la ausencia de pensamientos utilitarios sobre el ego que todo lo quiere”.

Parafraseando algo que dijo, si mal no recuerdo, Dostoievski, podríamos afirmar que el grado de civilización de una sociedad puede verse en cómo trata a sus enfermos, en cómo trata a sus ancianos, en cómo trata a sus niños y en cómo viven los presos en sus cárceles. ¿Cómo son nuestras cárceles? Lo más parecido a un campo de concentración en democracia.

En fin, mientras leía nuevamente este artículo de Casas, pensaba en ese joven rugbier al que se le dio por empujar a un indigente bajo la mirada risueña de sus amigos. ¿En qué tipo de sociedad estamos viviendo como para que alguien haga una cosa semejante?

The answer, my friend, is blowing in the wind.

¡Sean felices!

Rodrigo 

domingo, 18 de septiembre de 2016

ACERCA DE LOS ADOLESCENTES CONECTADOS A LA MATRIX QUE CONOCEN PERFECTAMENTE LAS IMÁGENES DEL BIGOTE DE NIETZSCHE PERO JAMÁS HAN LEÍDO SUS LIBROS PORQUE “LEER ES ABURRIDO”

Hoy existen muchos niños convertidos en pequeños tiranos porque sus padres, agotados después de largas jornadas laborales, acceden a todas sus demandas para facilitarse la vida en el cortísimo plazo. En otras palabras: “con tal de que me dejes de romper las pelotas y te calles de una buena vez, te compro lo que quieras”.

Los publicistas conocen esta situación mejor que nadie, y por eso muchas de sus campañas publicitarias están dirigidas al público infantil, que suele ser el que pasa más tiempo viendo televisión o conectado a la Matrix.

Los adolescentes actuales, por su parte, padecen de cierta subjetividad posliteraria, que consiste en una inhabilidad para hacer cualquier cosa que no sea perseguir el placer y conseguir una gratificación inmediata.

En muchas escuelas públicas los chicos son conscientes de que si dejan de ir o no presentan ningún trabajo práctico, no recibirán ninguna sanción seria. Si el profesor les pide que lean más de dos páginas, muchos (inclusive los estudiantes con mejores notas) protestarán alegando que NO PUEDEN HACERLO. ¿Y por qué no pueden hacerlo? La queja más frecuente es que  “leer es aburrido”. El juicio no alude a un contenido específico, sino al mismo acto de leer en su conjunto. 


Como afirma Mark Fisher: “No se trata ya del torpor juvenil de siempre, sino de la falta de complementariedad entre una ‘Nueva Carne’ posliteraria demasiado conectada para concentrarse y la antigua lógica confinatoria y concentracionaria de los sistemas disciplinarios en decadencia. Estar aburrido significa simplemente quedar privado por un rato de la matrix comunicacional de sensaciones y estímulos que forman los mensajes instantáneos, YouTube y la comida rápida. Aburrirse es carecer, por un momento, de la gratificación azucarada a pedido. A algunos alumnos les gustaría que Nietzsche fuera como una hamburguesa; no logran darse cuenta (y el sistema de consumo de la actualidad alienta el malentendido) de que la indigestibilidad, la dificultad, eso es precisamente Nietzsche”.

Luego, Fisher nos da un ejemplo que es muy interesante, porque cualquiera que haya dado clase (o haya sido estudiante) sabe que se trata de un fenómeno que debe ocurrir en casi todas las aulas del mundo: 

“Un día tuve que retar a un alumno porque siempre llevaba los auriculares puestos durante la clase. Me respondió que no había problema porque no estaba escuchando nada. En otra clase apareció otra vez con los auriculares, esta vez sin ponérselos y con la música a un volumen muy bajo. Cuando le pedí que la apagara me respondió que ni él podía escucharla. ¿Por qué alguien desearía llevar los auriculares puestos sin escuchar música o escuchar música sin ponerse los auriculares? Porque la presencia de los auriculares en los oídos o la certidumbre de que la música sonaba incluso si no podía escucharla resultaban una ratificación de que la matrix está ahí todavía, al alcance”.


Los auriculares constituyen, por lo demás, una suerte de pared sonora que pone un muro entre el sujeto y la esfera social que lo rodea. Todo está destinado para que uno sea un consumidor hedonista, individualista y aislado, incluso si se encuentra en medio de una multitud.

Las redes sociales dificultan enormemente la capacidad de “hacer foco” que tienen los estudiantes adolescentes, y en cierta manera también los adultos, dado que actualmente la adolescencia se extendió hasta los 98 años. Los estudiantes no pueden conectar su falta de foco en el presente con su fracaso  en el futuro; no pueden sintetizar el tiempo en alguna especie de narrativa coherente dadora de sentido. De ahí que no parezca descabellado el diagnóstico de Fisher cuando dice que “nos enfrentamos, en las aulas, con una generación que se acunó en esa cultura rápida, ahistórica y antimnemónica, una generación para la cual el tiempo siempre vino cortado en micro-rodajas digitales predigeridas”.


El diagnóstico de Fisher me recuerda una respuesta muy lúcida que David Foster Wallace le dio a su entrevistador, Larry McCaffery, allá por 1993:


“Tuve un profesor que me gustaba que solía decir que la tarea de la mejor narrativa era relajar al inquieto e inquietar al relajado. Supongo que buena parte del propósito de la narrativa seria es proporcionar al lector, quien como todos nosotros es una especie de náufrago en su propio cráneo,  el acceso imaginativo a otros yos. (…) En el mundo real, todos sufrimos en soledad; la empatía verdadera es imposible. Pero si una obra de ficción nos permite de forma imaginaria identificarnos con el dolor de los personajes, entonces también podríamos concebir que otros se identificaran con el nuestro. Esto es reconfortante, liberador; hace que nos sintamos menos solos”.


Y no es que a David Foster Wallace se le pase por alto que la relación de los telespectadores con la televisión carezca de momentos intrincados y profundos: de hecho ha confesado más de una vez haber pasado muchísimas horas consumiendo todo tipo de basura televisiva. La cuestión central es la siguiente:


“(…) el arte ‘serio’, que no se dirige principalmente a sacarte el dinero, tiende a hacer que te sientas incómodo, o te empuja a esforzarte para acceder a su disfrute, del mismo modo que en la vida el placer es consecuencia del esfuerzo y de la incomodidad. Por tanto es difícil que el público, especialmente el joven que ha sido educado para esperar que el arte sea 100 por ciento placentero y para recibir ese placer sin esfuerzo, lea y aprecie la narrativa seria. Eso no es bueno. El problema no es que el lector de hoy sea tonto, no lo creo. Simplemente se trata de que la televisión y la cultura comercial le han enseñado a ser una especie de vago e infantil en lo que respecta a sus expectativas. Esto hace que intentar llamar la atención de los lectores de hoy implique una dificultad imaginativa e intelectual sin precedentes”.


En cierto modo, el desorden del déficit de atención y esa suerte de terror al aburrimiento de los adolescentes es una patología del capitalismo tardío posfordista: el emergente del  hecho de estar conectados al circuito de entretenimiento y control hipermediados por la cultura del consumo. Cualquier adolescente está capacitado para procesar la avalancha de datos cargados de imágenes sin ninguna necesidad de leer textos: el simple reconocimiento de eslóganes es suficiente para mirar televisión y navegar en las redes sociales.

Cualquier adolescente medianamente culto e informado puede asociar  el personaje de Nietzsche a un bigote, al "anticristo", a la frase "Dios ha muerto" o a chupar vino y comportarse de modo "dionisíaco"; pero de ahí a  leer sus obras hay una distancia no menor. 

Los profesores, como bien apunta Fisher, deben ser “facilitadores del entretenimiento y, al mismo tiempo, disciplinadores autoritarios. Deseamos ayudar a los alumnos a pasar los exámenes, y ellos desean tenernos como figuras de autoridad, capaces de decirles qué hacer. Pero esta interpelación del profesor como figura de autoridad es justamente lo que exacerba el problema del ‘aburrimiento’: ¿o existe algo cuya raíz esté en la autoridad que no sea, de entrada, aburrido?”.


En tanto el capitalismo posfordista impulsa a ambos padres a tener que trabajar largas horas hasta llegar a su casa agotados, los profesores mal pagos deben ser una suerte de padres sustitutos capaces de instalar en sus estudiantes los protocolos más básicos de conducta, y además proveer el apoyo emocional en jóvenes que en muchos casos están mínimamente socializados.


Los autores “clásicos” suelen no significar nada para los adolescentes, salvo que sus profesores sean realmente talentosos como para transmitir y debatir con sus estudiantes el legado cultural del pasado. Sabemos que, como el sistema exige que los educadores sean poco menos que héroes, no es frecuente encontrarse con profesores tan excepcionales. T. S. Elliot, en La tradición y el talento individual, propuso la existencia de una relación recíproca entre el arte tradicional y “lo nuevo”. Lo nuevo siempre se crea en una relación de diálogo, tensión, discusión y en muchos casos rebelión con lo ya establecido. Lo nuevo se define en respuesta a lo establecido; mientras que lo establecido debe configurarse respondiendo a lo nuevo. Si se rompe ese puente, el agotamiento de lo nuevo nos priva incluso hasta del pasado. Una cultura que sólo preserva lo que existe no es cultura en absoluto.


El crítico cultural inglés Mark Fisher nos recuerda el destino ejemplar del Guernica de Picasso en el film Children of men: si alguna vez fue un aullido lleno de angustia frente a las atrocidades y los ultrajes del fascismo; ahora no es más que una cosa colgada en la pared.


Los estudiantes suelen ser conscientes de que algo anda mal en la sociedad de consumo, pero también sienten que no pueden hacer nada al respecto. El capitalismo ocupa sin fisuras el horizonte de lo pensable. Los libros que critican al capitalismo se comercializan bajo las mismas reglas que impone el capitalismo. Por eso es que algunos dicen que es más difícil imaginarse el fin del mundo que el fin del capitalismo.


Las palabras “alternativo” o “independiente” no designan nada externo a la cultura mainstream:


“Nadie encarnó y lidió con este punto muerto como Kurt Cobain y Nirvana. En su lasitud espantosa y su furia sin objeto, Cobain parecía dar voz a la depresión colectiva de la generación que había llegado después del fin de la historia, cuyos movimientos ya estaban todos anticipados, rastreados, vendidos y comprados de antemano. Cobain sabía que él no era nada más que una pieza adicional en el espectáculo, que nada le va mejor a MTV que una protesta contra MTV, que su impulso era un cliché previamente guionado y que darse cuenta de todo esto incluso era un cliché”.



Para ir cerrando el post, les dejo otra cita del gran David Foster acerca de la "diversión":

“Tengo treinta y tres años y la impresión de que ha pasado mucho tiempo y que cada vez pasa más deprisa. Cada día tengo que llevar a cabo más elecciones acerca de qué es bueno, importante o divertido, y luego tengo que vivir con la pérdida de todas las demás opciones que esas elecciones descartan. Y empiezo a entender cómo, a medida que el tiempo se acelera, mis opciones disminuyen y las descartadas se multiplican exponencialmente hasta que llego a un punto en la enorme complejidad de ramificaciones de la vida en que me veo finalmente encerrado y atrapado en un camino y el tiempo me empuja a toda velocidad por fases de pasividad, atrofia y decadencia hasta que me hundo por tercera vez, sin que la lucha haya servido de nada,  ahogado por el tiempo. Es terrorífico.  Pero como son mis propias elecciones las que me encierran, me parece inevitable: si quiero ser adulto, tengo que elegir, lamentar los descartes e intentar vivir con ello".


En otro momento me gustaría retomar esta discusión, cuyas cuestiones se relacionan estrechamente con lo que Fredric Jameson llama "lógica cultural del capitalismo tardío". Por ahora temo, hipócrita lector, que te estoy aburriendo demasiado, y sabemos que aburrir al lector es un crimen imperdonable.


¡Sean felices!


Rodrigo

sábado, 17 de septiembre de 2016

EL LECTOR NO ES MENOS IMPORTANTE QUE EL AUTOR

Las buenas ideas no son las que provocan el asentimiento sino la contradicción; es decir, las que generan nuevas ideas. Respetar demasiado las ideas de un autor, al punto de sacralizarlas, es una forma de olvido que se parece al miedo o a la pereza mental; equivale a afirmar “a esto no lo toco con mi inteligencia”. 

Algunos amigos me dicen "todavía no leí nada de Borges o de Kafka porque les tengo mucho respeto". Me gustaría contestarles que si sus padres se hubieran respetado demasiado, ustedes no habrían nacido.


Virginia Woolf escribió algo que me parece muy esclarecedor: “En su modestia parecen ustedes considerar que los escritores están hechos de una pasta distinta de la suya; que saben más sobre los hombres de lo que ustedes saben. Nunca hubo un error más fatal. Es esta división entre lector y escritor, esta humildad de su parte, estos aires de grandeza de la nuestra, lo que corrompe y castra los libros, que deberían ser el fruto saludable  de una estrecha e igualitaria alianza entre nosotros”.

Paul Valéry fue más allá: “No es nunca el autor el que hace una obra maestra. La obra maestra se debe a los lectores, a la calidad del lector. Lector riguroso, con sutileza, con lentitud, con tiempo e ingenuidad armada. Sólo él puede hacer una obra maestra”.

Obviamente esto es verdad, pero se trata de una verdad parcial. ¿Por qué se dice que “clásico es un libro que nunca termina de decirnos lo que tiene para decirnos”? Porque un gran autor, y todo autor de un texto clásico lo es, deja espacio para la ambigüedad. Las boludeces que escribe Ari Paluch o Paulo Coelho no admiten muchas interpretaciones. Un buen autor deja espacio para que penetre la inteligencia, la ambigüedad, la sutileza, la finura de un buen lector. Es cierto que también hay lecturas de textos clásicos que “taran”, “estupidizan”, "manipulan" la recepción de una obra.


Nicolás, un conocido con quien cada tanto hablamos de estos temas, me recuerda un famoso texto de Barthes, donde se declara la muerte del autor: 

"De esta manera se desvela el sentido total de la escritura: un texto está formado por escrituras múltiples, procedentes de varias culturas y que, unas con otras, establecen un diálogo, una parodia, un cuestionamiento; pero existe un lugar en el que se recoge toda esa multiplicidad, y ese lugar no es el autor, como hasta hoy se ha dicho, sino el lector: el lector es el espacio mismo en que se inscriben, sin que se pierda ni una, todas las citas que constituyen una escritura; la unidad del texto no está en su origen, sino en su destino, pero este destino ya no puede seguir siendo personal: el lector es un hombre sin historia, sin biografía, sin psicología; él es tan sólo ese alguien que mantiene reunidas en un mismo campo todas las huellas que constituyen el escrito. Y esta es la razón por la cual nos resulta risible oír cómo se condena la nueva escritura en nombre de un humanismo que se erige, hipócritamente, en campeón de los derechos del lector. La crítica clásica no se ha ocupado del lector; para ella no hay en la literatura otro hombre que el que la escribe. Hoy en día estamos empezando a no caer en la trampa de esa especie de antífrasis gracias a la que la buena sociedad recrimina soberbiamente a favor de lo que precisamente ella misma está apartando, ignorando, sofocando o destruyendo; sabemos que para devolverle su porvenir a la escritura hay que darle la vuelta al mito: el nacimiento del lector se paga con la muerte del Autor".


Luego de citar a Barthes, Nicolás me da su opinión, con la que estoy mayormente de acuerdo:


“Pero no vine a eso. Estoy leyendo en este preciso momento El último lector de Piglia, aprovecho para recomendarlo con cierto fervor, si todavía no cayó en tus manos. Una pequeña apreciación al respecto: La pregunta que guía la obra es ¿Qué es un lector? Entonces Piglia reconstruye una o varias ideas de lector a partir de una selección personal de escenas literarias que convalidan sus hipótesis de lectura. Digamos mal y pronto que el lector ideal es el que va a los textos en busca de sentido y lo produce, usa los textos como herramientas, los cruza, los mezcla y va tejiendo ficciones que están en el gris entre la realidad y lo ilusorio pero que terminan por "contaminar" la percepción y por lo tanto el "mundo real". Ahora bien, nadie puede ignorar que los ensayos de Piglia son también tejidos de ficciones, supongo que el juego de él es no aclararlo nunca de manera directa. Eso que en principio puede parecer metodológicamente cuestionable, me refiero a la selección discrecional de escenas literarias (casi como el arte de la cita bíblica que cuestionaba Nietszche), en el terreno del ensayo (donde por otra parte la retórica es un argumento más) termina cerrando una espiral interesante: En última instancia el mismo Piglia encarna la idea de lector que está tratando de reconstruir en la obra. El laburo que hace con los textos para dar a entender esa idea, es su intento personal de hacer aquello que por definición asocia al lector ideal descrito. De alguna manera Piglia justifica a Piglia, él se esgrime como su propia prueba, en este sentido me parece que se la juega y es un buen ejemplo de apelación ética como lo llama por ahí DFW, porque de pronto uno nota que tiene en sus manos la potencial evidencia de lo que está leyendo. Un asunto un poco borgeano quizás, para regocijo del propio Piglia.


Para terminar, y si se quiere, para defender una posición que inclina la balanza un poquito para el lado del lector-autor, un buen lector (o lectora, aclaro seguro ya demasiado tarde) podría hacer desastres con la mala literatura de Coelho o de quien sea, aún cuando los usara como ejemplos de literatura automática, o incluso en contra de sí mismos, como ejemplos de lo que no hay que hacer para lograr tal o cual efecto, de basura moderna, o de qué es lo que valora el mercado. Pienso, sin poder decir nada al respecto, en David Foster Wallace enseñando escritura con novelas best seller de dos mangos con cincuenta (la imagen me genera mucha intriga)”.


Por su parte, el amigo Daniel Freidemberg, con quien siempre me gusta mucho intercambiar pareceres porque es alguien sensible y sabio, me dice lo siguiente:


“Si tengo que decir lo que de verdad pienso, no veo que valga la pena "jugarse" por una posición: del lado del lector o del autor. Las dos cosas me parecen ciertas. Y casi todo lo que acá se escribió y se citó, en el post y en los comentarios, me parece cierto, inteligente y necesario. Son dos ángulos distintos desde los cuales ver la cuestión del valor de los textos, y desde los dos nos permiten pensar mejor las cosas. Funcionan a la vez, sin que uno impida el funcionamiento del otro: basta con ponerse en el otro ángulo y ya está.

Agregaría, de todas maneras, algo: hay textos "muy especiales", que proponen cuestiones que a uno jamás se la habrían ocurrido, que "abren la cabeza", que ofrecen nuevas experiencias, que lo llevan a uno a replantearse cosas, que le descubren a uno zonas de sí mismo o posibilidades de su subjetividad que no se le había ocurrido a uno que tenía. Y hay textos que lo hacen y otros que no, así que en esos casos no depende del lector, aunque es cierto que no todos los lectores están en condiciones, aunque sea anímicas o circunstanciales, de asumir bien esas experiencias.


Pero sí rectificaría una cosa: donde Wolf y Valery hablan de "autor" o "escritor" yo hablaría de texto. Y en eso tengo alguna coincidencia con Barthes y Foucault. La cosa no es entre autor y lector sino entre texto y lector. El autor me interesa sólo como resultado del texto, adaptando eso que decía Raúl Gustavo Aguirre: "es el poema el que hace al poeta, no a la inversa". Qué pueda o quiera el autor no importa realmente, lo que importa es lo que hizo con palabras ahí, en el papel o en el espacio digital. A mí, al menos, me pasó muchas veces, y sé que es algo que le pasa a mucha gente que hace literatura: puesto a escribir, salen cosas que ni se me habían ocurrido, y muchas veces mis propios textos me permitieron ver cosas que yo no sabía, al menos conscientemente. Y no porque sea un genio o porque me inspire Dios o alguna musa, sino porque eso es lo que ocurre en el proceso de escritura. Dije más de una vez, y lo digo en serio, que mi escritura es bastante más inteligente, más sensible y más sabia que yo”.

Por mi parte adhiero tanto a las ideas de Daniel como a las de Nicolás. Creo que es totalmente cierto que uno no tiene algo que decir antes, y luego escribe en base a esa intención, sino que descubre lo que tiene para decir mientras lo dice.


Un albañil puede habitar la casa que construye, un carpintero sentarse sobre una silla que él mismo armó a su gusto y medida. En cambio, un autor en cierta forma NO PUEDE ser lector de su obra. Si un escritor pretende agregar un sentido nuevo a sus propias palabras, lo que debe hacer es escribir una nueva obra, o re-escribirla.


Respecto de lo que dijo Nicolás, me parece que sí, que un lector perspicaz puede hacer una interpretación interesante a partir de un libro malo; sin embargo, lo que estaría haciendo ese hipotético lector perspicaz es usar textos de Paulo Coelho o Ari Paluch como disparadores para explicar lo que NO hay que hacer; como contra-ejemplos de una obra auténticamente importante o como síntomas de lo que puede llegar a ser la estupidez o la trivialidad.

Y cierro esta breve digresión con una cita de Roland Barthes que me parece esencial: "Una obra es eterna no porque impone un sentido único a hombres diferentes, sino porque sugiere sentidos diferentes a un hombre único".

¡Sean felices!

Rodrigo

lunes, 12 de septiembre de 2016

LA ELOCUENCIA Y LA ORIGINALIDAD

Cuando se escribe para convencer, la elocuencia es fundamental: 

“La mayor verdad del mundo, mal dicha, parece una estupidez. Por ejemplo, uno puede decir que una flor es más bonita que un rey, o puede decir: ‘Mirad los lirios del campo, ni Salomón, en toda su grandeza...’. Si se quiere propagar el Cristianismo, la segunda versión es la correcta”.

Y más adelante:

“Lo que creemos una opinión personal, ya lo vio Nietzsche, no es generalmente más que una repetición, una idea adquirida cuyo origen olvidamos. En el peor de los casos, no pasa de ser un ignorado lugar común. En la adolescencia, sobre todo, nos ocurre eso, aunque en rigor no deja de ocurrirnos nunca. Pensar es un largo aprendizaje o una rareza. Dos o tres ideas PROPIAS que valgan la pena, debe ser todo lo que le está permitido a un hombre de genio. Lo demás son influencias, lecturas olvidadas, mala memoria”. 

Ambas citas entrecomilladas son de Ser escritor, de Abelardo Castillo. A mí me parece que la escritura no suele ser más que una suerte de olvido y recuerdo de cosas que hemos vivido, leído, escuchado. Incluso intervienen recuerdos ajenos que nos han narrado. En fin, es muy lindo leer a Don Abelardo, un tipo talentoso y muchas veces sabio.

¡Sean felices!

Rodrigo