domingo, 15 de mayo de 2016

LOS AMANTES

Harux y Harix han decidido no levantarse más de la cama: se aman locamente, y no pueden alejarse el uno del otro más de sesenta, setenta centímetros. Así que lo mejor es quedarse en la cama, lejos de los llamados del mundo. Está todavía el teléfono, en la mesa de luz, que a veces suena interrumpiendo sus abrazos: son los parientes que llaman para saber si todo anda bien. Pero también estas llamadas telefónicas familiares se hacen cada vez más raras y lacónicas. Los amantes se levantan solamente para ir al baño, y no siempre; la cama está toda desarreglada, las sábanas gastadas, pero ellos no se dan cuenta, cada uno inmerso en la ola azul de los ojos del otro, sus miembros místicamente entrelazados.

La primera semana se alimentaron de galletitas, de las que se habían provisto abundantemente. Como se terminaron las galletitas, ahora se comen entre ellos. Anestesiados por el deseo, se arrancan grandes pedazos de carne con los dientes, entre dos besos se devoran la nariz o el dedo meñique, se beben el uno al otro la sangre; después, saciados, hacen de nuevo el amor, como pueden, y se duermen para volver a comenzar cuando despiertan. Han perdido la cuenta de los días y de las horas. No son lindos de ver, eso es cierto, ensangrentados, descuartizados, pegajosos; pero su amor está más allá de las convenciones.

Juan Rodolfo Wilcock (1919-1978)

2 comentarios:

  1. Amanece con un cielo muy rojo, como de fuego, aunque el
    viento sea fresco y húmedo y el horizonte una bruma gris. Los
    dos hombres han salido a cubierta y son dos caras distintas
    las que miran hacia la costa, oculta tras la niebla. Los ojos de
    Stan tienen el color de la bruma; los de Charlie, el del fuego.
    La brisa salada les salpica los rostros con gotas transparentes.
    Stan se pasa la lengua por los labios y siente, quizá por última
    vez en este viaje, el gusto salado del mar. Tiene los ojos
    celestes, pequeños y rasgados, las orejas abiertas, el pelo lacio
    y revuelto. Un aire de angustia lo envuelve y a pesar de sus
    diecisiete años está acostumbrado a fabricarse sonrisas.
    Ahora, lejos del circo, lejos de Londres, su cuerpo pequeño
    está rígido y siente que el miedo le ha caído encima desde
    alguna parte.
    Charlie, que frente al público es un payaso triste, sonríe
    ahora, desafiante y frío. Apoyado en la popa ha inclinado el
    cuerpo hacia adelante, como si quisiera estar más cerca de
    Manhattan, como si tuviera apuro por asaltar al gigante.
    —Mi padre dijo que el cine matará a los cómicos —ha dicho
    Stan.
    Lo dice con amargura, porque ha recordado a su padre que
    también es actor y ha visto de frente la ansiedad de los
    curiosos, la desesperación de los fracasados, la alegría
    momentánea de una mueca; las ha visto mil veces, y lo ha
    contado mil veces en la mesa durante las cenas en la vieja
    casa de Lancashire. Las primeras luces surgen de la niebla y
    Stan sabe que ya no puede volver atrás, que cualquiera sea su
    destino, él está allí para aceptarlo.
    —Matará a los cómicos sin talento —ha respondido Charlie,
    sin mirar a su compañero cada vez más lejano, atrapado por
    las luces. Siente que la hora llega, que toda Norteamérica es
    un auditorio en silencio que espera verlo pisar la costa.
    Escucha las exclamaciones de asombro, los aplausos, los
    ¡vivas! de la multitud, siente que alguien lo abraza y llora. La sirena del barco lo sacude, le hace abrir los ojos claros que tienen más fuego que nunca y descubre a su alrededor el
    júbilo de sus compañeros de la troupe que festejan la llegada.
    Stan sonríe brevemente. Se tapa la cara con las manos porque
    una sensación vaga y molesta le toca el corazón y las tripas.
    Entre los dedos abiertos que enrejan sus ojos, mira a Charlie y
    siente que lo quiere como a nadie, porque sabe que está ante
    un vencedor.
    Las lanchas se acercan al barco y lo remolcan. El día es
    luminoso y la niebla se ha levantado. Algunos actores tragan
    scotch y dan alaridos incomprensibles. Ellos volverán pronto a
    Londres, abrazarán a sus mujeres y a sus hijos y narrarán la
    aventura de la gira. Stan y Charlie no tienen pasajes de
    regreso. El barco se ha detenido y de la bodega emerge un
    ganado sucio y mugiente. Una a una las vacas pisan tierra
    americana y nadie les envidia su destino. Charlie ha encendido
    un cigarrillo y aguarda su turno en la escalinata. Ya no
    pertenece a la troupe.
    Una ola de sangre caliente inunda las venas de Stan y su
    rostro se llena de vida. Adivina que Charlie está apostando por
    el éxito y la fama. De un bolsillo saca un puñado de chelines y
    los arroja con fuerza al mar. Se ha quedado solo y si pudiera
    verse sentiría vergüenza.
    —No van a matarme, papá —dice, y salta a tierra.

    Osvaldo Soriano (Mar del Plata, 6 de enero de 1943 – Buenos Aires, 29 de enero de 1997) El resto: http://www.bn.gov.ar/media/page/triste-solitario-y-final.pdf

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    1. ¡Gracias Ser Anónimo! Tengo libros de Soriano (dos o tres) pero no leí casi nada de él. Algún día empezaré con algo.

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