En mayo de 1987, el gobierno
francés inició un proceso público contra un antiguo nazi llamado Klaus Barbie,
para recordar a las nuevas generaciones los horrores del nazismo. El 13 de
junio de ese mismo año, un obrero tunecino fue golpeado hasta la muerte en las
calles de Niza. Sus agresores no mostraron remordimientos: “Somos racistas, no nos gustan los árabes”. El padre de uno de los purretes,
con gran ternura y amor filial (?), declaró que “comprendía y aprobaba los móviles de su hijo”.
Menos de un año después del proceso
Barbie, cerca de 4 millones de franceses (15%) le dio su voto a la extrema
derecha, que preconiza valores cercanos al nazismo. Habrá que ver qué pasará en
estos días con esa misma derecha, luego del asesinato de los humoristas del
semanario satírico Charlie Hebdo. No sería nada raro que su popularidad crezca, por aquello de que el fascista suele ser "un burgués asustado".
Pese a que el racismo y la xenofobia
están, con justicia, muy mal vistos en cierta porción de la población francesa, Todorov recuerda que no faltan
analistas con cierta tendencia a disminuir la importancia del fenómeno como una
manifestación algo perversa de la inexorable expansión del individualismo
democrático, victoria de una era de hedonismo y globalización. Según Gilles
Lipovetsky: “¿Por qué no iba a existir en la sociedad de la híper-elección,
toda una gama existencial de intransigencias religiosas, el baluarte del más
estricto tradicionalismo?”. (1)
“Así,
el extremismo religioso o racista será tan sólo un producto más en el ‘hipermercado
de los estilos de vida’. El mero hecho de poder elegirlo probaría lo bien
fundado de nuestras libertades, no una situación de dependencia. Semejante
lectura es, a largo plazo, tranquilizadora”.
LOS
ANTIRACISTAS
Hipócritas lectores, mis semejantes,
mis hermanos: ¿quiénes de ustedes no han escuchado algún conocido, familiar
cercano o amigo, proferir discursos del tipo “a mí no me molestan los negros de
piel, sino los negros de alma”?
Nos dice Todorov:
“El
discurso de los racistas de otra época insistía en las diferencias de las características
físicas de los seres humanos entre sí; el imperante en nuestros días sólo
reconoce abiertamente la diferencia de orden cultural. ‘No soy racista’,
anunciaba Brigitte Bardot, en su recién iniciada cruzada contra los sacrificios
de corderos practicados por ciertos musulmanes en Francia. ‘Yo no me fijo en el
color de la piel, sino en el alma de la gente’. Finalmente, antaño se aspiraba
al sometimiento de otras razas (o a su eliminación, en el caso extremo de
Hitler); hoy se quiere su alejamiento, su reenvío a sus países de origen (si no
quieren adaptarse a nuestras costumbres que se marchen, prosigue Bardot).”
Casi ningún intelectual se dice racista,
pero algunas críticas al antirracismo no parecen muy lejanas al racismo. Uno de
los intelectuales más mediáticos de Francia, Philippe Sollers, condenó las “formas colectivas enervantes que puede
llegar a adoptar la lucha contra el racismo”. Por su parte, Julien Freund afirmó que los antirracistas envenenan la atmósfera y “realizan una tarea casi
tan sucia como la de los racistas” (olvidando que las víctimas del racismo se
cuentan hasta el momento por millones, mientras que las del antirracismo se
mantienen en un plano metafórico). Para Freund, los antirracistas privilegian a
un sector de la población (los emigrantes) en detrimento de otro (los
autóctonos), y obstaculizan la “libertad
espontánea de los individuos”.
Otra “luminaria francesa”, André Béjin, nos dice que el antirracismo es una máscara de los imperialistas
africanos que “codician nuestras tierras”. El amigo André sugiere que los
africanos se proponen repoblar Europa occidental. En fin, soy de los que creen
que la conspiranoia es una de las hijas preferidas de la estupidez, que a su vez se parece a una mujer extremadamente hermosa y seductora: ninguno de
nosotros está exento de dejarse arrastrar por sus encantos.
En síntesis, y para no aburrirlos
más, lo que Todorov quiere decirnos es que del antirracismo al racismo hay un
paso, que algunos intelectuales, como Alain Danielóu y André Béjin, no dudan en dar. El primero no vacila en recurrir a metáforas médicas:
“’El
instinto de rechazo y de eliminación de los híbridos que llamamos racismo es un
fenómeno normal de defensa ejercido por el cuerpo social, análogo al rechazo de
injertos que experimenta todo cuerpo vivo’; el segundo (Béjin) defiende a los ‘racistas’,
quienes en su opinión son simplemente unas personas ‘orgullosas de las
superioridades de sus comunidades
étnicas’, y por lo tanto pecan exclusivamente de eurocentrismo, un ‘eurocentrismo
natural e incluso sano’”.
La idea es enriquecernos a través
de nuestras diferencias, pero siempre primero entre europeos. No hay blancos ni
negros, sino grises… pero los grises más oscuros que se queden en su país y no
rompan los huevos.
Es útil recurrir a la idea que Todorov tiene del concepto de cultura:
“La cultura tiene una doble función: ‘cognoscitiva’,
en el sentido de que nos propone una pre-organización del mundo que nos rodea,
un modo de orientarnos en el caos de informaciones que recibimos constantemente
para poder avanzar en la búsqueda de lo ‘verdadero’ (la cultura es como el mapa
o la maqueta del país que pensamos explorar), y ‘afectiva’, en el sentido de
que nos permite percibirnos como entes pertenecientes a un grupo específico, y
extraer de ello una confirmación de nuestra existencia.
Mi
existencia (es decir, la imagen de mi yo en la conciencia) no es intrínseca a
mis propios ojos, sólo puedo recibir su confirmación del exterior, de los
otros: ora de los individuos (el niño descubre su propia existencia al captar
la mirada de su madre: soy lo que ella mira), ora de lo grupos (soy un alumno,
un musulmán, un francés, luego existo)”.
Por supuesto que la
búsqueda del reconocimiento y confirmación de nuestro existir no está limitado
a nuestra infancia, sino que domina toda la vida social. No se trata de un
atavismo del que uno se pueda desprender como si fuese una prenda pasada de
moda.
En medio de esta maraña de información
y diversidad de estilos de vida en la que más o menos todos estamos inmersos, dividir
el mundo en “nosotros” y “ellos” no implica meramente una perversión personal o
una carencia de buenas intenciones. Estigmatizar al “ellos” en función de
características físicas o comportamientos sociales o religiosos es el modo más sencillo
que tiene el ser humano para orientarse en una sociedad globalizada en donde
los demás puntos de referencia han desaparecido. El deseo de simplificación
está justificado como forma de economizar pensamiento. Sin embargo, aunque el deseo de simplificación es comprensible, la
simplificación puede volverse muy peligrosa. En este video tienen un buen ejemplo
de cómo Reza Aslan, un estudioso de las religiones árabes, destruye los mitos nocivos que parte de la sociedad estadounidense -fogoneada por los medios masivos- tiene del mundo árabe.
Termino con una frase que cada tanto me gusta repetir, que le pertenece a un ex profesor mío, Alejandro Kaufman, respecto de los medios y la violencia simbólica:
"La violencia simbólica es una violencia que no es física pero tiene un correlato y consecuencias eventualmente físicas. Y precede a la violencia física. Siempre que va a haber violencia física viene precedida por la violencia simbólica. Nadie se pelea en frío: mojar la oreja, insultar (…) En los colectivos sociales, la violencia no ocurre de repente. Cuando se trata de situaciones de linchamiento, de discriminación, de racismo y de genocidio antes hay una sistemática situación de violencia simbólica que puede durar mucho tiempo (…) Y los derechos humanos están relacionados con combatir la violencia simbólica, porque esta precede a las atrocidades".
Nota:
(1)
Todo lo que está citado entre comillas pertenece a El hombre desplazado, de Tzvetan
Todorov, Taurus, 2007 (L’homme dépaysé,
1996). Para quienes no lo conocen, Todorov es un lingüista y pensador búlgaro
nacido en Sofía, quien desde 1963 vive en París. Este posteo es un choreo del
capítulo 5 y 6 del libro citado.
A la flauta, "L’homme dépaysé" . ¿ Existe el verbo "dépayser" en franchute o se lo inventó Teodorov? Buscamos en http://atilf.atilf.fr/dendien/scripts/tlfiv4/showps.exe?p=combi.htm;java=no; ("Le trésor de la langue française") y "voilà", existe nomás: "Transporter quelqu'un hors du pays, du lieu où il est ordinairement implanté". Lo que ha ocurrido es que el traductor no estuvo a la altura de las circunstancias. DESPLAZAR según RAE: "Mover o sacar a alguien o algo del lugar en que está." Paupérrimo. DESARRAIGAR es el término correcto: "Separar a alguien del lugar o medio donde se ha criado, o cortar los vínculos afectivos que tiene con ellos." ¡Qué traductor que se perdió el oficio!
ResponderBorrarEstá bien tu precisión. Ojo, puede ser una decisión editorial. Hay fragmentos en los cuales el traductor utilizó el término "desarraigar". Luego te busco la cita.
BorrarSaludos