domingo, 9 de noviembre de 2014

ALGUNAS CUESTIONES ACERCA DE MARCEL PROUST



Probablemente los recuerdos que más nos emocionen sean aquellos relacionados con olores y gustos, porque suelen estar rodeados de abismos de olvido: hay que oler el mismo olor para recordar un olor, hay que sentir el mismo gusto para recordar “ese” gusto. No pasa lo mismo cuando la rememoración es impulsada por estímulos de imágenes o sonidos.

Tuve la suerte de leer el primer tomo de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, sin ningún tipo de información previa. Se me ocurrió leerlo simplemente porque mi viejo lo tenía en su biblioteca. Esa ingenuidad hizo que, la primera vez que lo leí, el pasaje de las magdalenas me tomara por sorpresa.

"Si el libro que leemos no nos despierta de un puñetazo en el cráneo, ¿para qué leerlo?... Un libro tiene que ser un hacha que rompa el mar de hielo que llevamos dentro” (Kafka).

Estamos acostumbrados a leer libros o mirar películas donde a cada momento “pasa algo”, donde la acción se desarrolla con rapidez, de modo vertiginoso. No es tan sencillo acostumbrarse a valorar la extrema precisión y riqueza de su estilo: sus frases inmensas, sus pormenores infinitos, sus múltiples asociaciones, su particular modo de tratar los temas sin casi jerarquizarlos…

Me resulta imposible hablar de la calidad literaria de Proust sin citar su pasaje más famoso:

“Y muy pronto, abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro triste día tan melancólico por venir, me llevé a los labios una cucharada de té en la que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde podría venirme esa alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y del bollo, pero le excedía en mucho, y no debía ser de la misma naturaleza. ¿De dónde venía y qué significaba? ¿Cómo llegar a aprehenderlo? Bebo un segundo trago, que no me dice más que el primero; luego un tercero, que ya me dice un poco menos. Ya es hora de pararse, parece que la virtud del brebaje va aminorándose. Ya se ve claro que la verdad que yo busco no está en él, sino en mí. El brebaje la despertó, pero no sabe cuál es y lo único que puede hacer es repetir indefinidamente, pero cada vez con menos intensidad, ese testimonio que no sé interpretar y que quiero volver a pedirle dentro de un instante y encontrar intacto a mi disposición para llegar a una aclaración decisiva. Dejo la taza y me vuelvo hacia mi alma”. (Por el camino de Swann).


A lo largo de los siete tomos de En busca del tiempo perdido desfilan más de 200 personajes, que parecen una suerte de divertimento del autor: se la pasan todo el día hablando de arte, cenando, haciendo bromas, paseando, enamorándose o cayendo en la desilusión. Nos da la impresión de que ninguno labura, y mucho menos en un ambiente como el de la mesa de entrada de Tribunales, tan lleno de ansiedad y nervios y tan lejos de las tertulias literarias, cerveza de por medio, que tanto disfruto. Aunque hay algún que otro criado que cocina o sirve la mesa, el resto de los personajes son burgueses o aristócratas que casi siempre están boludeando.

También es muy interesante la manera en que, a través de sus personajes, Proust concibe el amor. El filósofo alemán Arthur Schopenhauer hablaba de la atracción entre opuestos, pero refiriéndose más que nada a características físicas; Proust, en cambio, alude a rasgos del espíritu y del corazón. Nos dice que muchas veces detestamos lo que se nos parece, y que por eso nuestros defectos, vistos por fuera, reflejados en otra persona, habitualmente nos exasperan. A mí me parece que tiene razón, en el sentido en que no hay persona que deteste más a un hipster, que otro hipster equivalente; y no existe antiintelectual más furioso que un intelectual. Por eso es natural que el hombre sensible se sienta atraído por una mujer un poco dura, porque la vista de las lágrimas en los ojos de los demás le es penosa; el celoso se engancha con una coqueta, que podrá satisfacer sus sentidos y hacer sufrir su corazón; el excesivamente estructurado y racionalista tiende a buscar, a veces, a una mujer que lo seduce con su espontaneidad y simpatía, un poco como la relación entre “La Maga” y “Oliveira” que se lee en Rayuela. Recuerdo una cita, bastante machista del Borges de Bioy:


“BORGES: ¿Por qué atrae una mujer bruta? BIOY: Atrae una mujer bruta, una mujer sucia, una mujer mala, una mujer puta, porque es un poco incomprensible, porque es misteriosa. BORGES: Es claro, una persona inteligente, tiende a ser lógica, a ser comprensible (…)” (Jueves 12 de mayo de 1960)


Para Proust, el enamoramiento suele ser una ilusión; cierta prolongación del estado de nuestra alma en la mujer amada. Nos puede pasar de no entender qué carajo vio nuestro amigo en la mina que le gusta. De la misma manera, a determinado muchacho, una mujer silenciosa le parece fácilmente inteligente, porque en su mente amorosa le recompone las “piezas que le faltan”. Pero otro hombre, que escucha a la mujer a sangre fría, no podría dejar de juzgarla severamente y de sorprenderse ante lo que llamaría la aberración de su amigo. Quien no ve en un ser más que lo que realmente se encuentra en él, no puede comprender las preferencias del amor, que están determinadas por algo que hasta cierto punto ‘no se encuentra’ en esa persona, sino en la mente del enamorado.

Hay un consuelo muy común que suelen dar los amigos cuando nos ven tristes: "no sufras más por esa mina, no vale la pena". En cambio Proust nos parece más sabio:

"Ese pobre Swann –dijo aquella noche la princesa a su marido- sigue tan simpático como siempre, pero tiene un aire tristísimo. Ya le verás, porque ha dicho que va a venir a cenar una noche. En el fondo me parece ridículo que un hombre de su inteligencia sufra por una persona de esa clase, y que, además, no tiene ningún interés, porque dicen que es idiota”, añadió, con esa prudencia de las gentes que no están enamoradas y que se imaginan que un hombre listo no debe sufrir de amor más que por una mujer que valga la pena; que es lo mismo que si nos asombráramos de que una persona se digne padecer del cólera por un ser tan insignificante como el bacilo vírgula”. (Marcel Proust, “Por el camino de Swann”)


Y es que con frecuencia ignoramos, fingimos ignorar u olvidamos que el amor-pasión es, antes que nada, una ilusión; una especie de fantasma que habita en la imaginación enfermiza de quien ama.

Retomando la cuestión del estilo de Proust, podríamos decir que toda vez que uno intenta ser preciso, necesariamente acaba por ser metafórico. En ese sentido, las metáforas de Proust son realmente excepcionales. Para expresar una idea se vale de innumerables recursos: el lenguaje del arte, de la pintura, de la medicina, de la biología, de la botánica, de las matemáticas, y de una manera tan poética y precisa que a mí me resulta francamente envidiable. Una de las tantas metáforas que alude al recuerdo involuntario, evocado cuando el narrador toma contacto con los sabores y olores de una taza de té, es inconfundiblemente proustiana:

“Y como ese entretenimiento de los japoneses que meten en un cacharro de porcelana pedacitos de papel, al parecer, informes, que en cuanto se mojan empiezan a estirarse, a tomar forma, a colorearse y a distinguirse, convirtiéndose en flores, en casas, en personajes consistentes y cognoscibles, así ahora todas las flores de nuestro jardín y las del parque del señor Swann y las ninfas del Vivonne  y las buenas gentes del pueblo y sus viviendas chiquitas y la iglesia y Combray entero y sus alrededores, todo eso, pueblo y jardines, que va tomando forma y consistencia, sale de mi taza de té”.

Las páginas brillan y relucen en alusiones preciosistas, en riquezas metafóricas que nunca se vuelven un fin en sí mismas, sino que profundizan y vuelven más palpables las ideas maestras de sus frases.

Según Nabokov, el estilo de Proust contiene tres elementos muy característicos:

1) Gran abundancia de imágenes metafóricas o comparaciones que se superponen capa sobre capa. Algunos proponen llamarle “forma híbrida” entre el símil y la metáfora: "la niebla era como un velo" de metáfora simple, "había un velo de niebla"; y de símil híbrido, "el velo de la niebla era como un sueño de silencio", en el que se combinan el símil y la metáfora.

2) Una tendencia a llenar y dilatar la frase al máximo de su capacidad, a meter en el calcetín de la frase un número prodigioso de cláusulas, frases entre paréntesis, oraciones subordinadas de subordinadas.

3) Una mezcla muy original de partes descriptivas y partes dialogadas, mezcladas unas con otras, de modo tal que formen una nueva unidad en la que la flor, la hoja y el insecto pertenecen a un mismo árbol florido.

Joyce y Proust

A juicio de Nabokov, “hay una diferencia fundamental entre el método proustiano y el joyceano de abordar a los personajes. Joyce presenta primero a un personaje completo y absoluto, sin secretos para Dios ni para Joyce, a continuación lo fragmenta en trocitos, y esparce esos trocitos por toda la extensión espaciotemporal del libro. El buen  “relector” reúne estas piezas del rompecabezas y las ensambla poco a poco. En cambio, Proust sostiene que un personaje, un carácter, no es nunca conocido como algo absoluto sino siempre como algo relativo. No lo trocea, sino que lo muestra tal como lo ven los demás personajes”.

La escritora nigeriana Chimamanda Adichie dijo alguna vez que “the single story creates stereotypes, and the problem with stereotypes is not that they are untrue, but that they are incomplete. They make one story become the only story”. En Proust encontramos una voluntad de saber y de comprender los estados de alma más opuestos entre sí; una capacidad de descubrir en los seres humanos más bajos los gestos más nobles, en el límite de lo sublime; y reflejos bajos en los seres más puros, de modo tal que su obra actúa sobre nosotros como la vida filtrada e iluminada por una conciencia cuya precisión y sensibilidad es mucho más aguda que la nuestra.

En un próximo posteo me gustaría retomar algunos otros aspectos de su obra, pero la termino acá porque tengo sueño y mañana debo levantarme temprano.

¡Sean felices!

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