La
ira y la ambición son vicios que, en determinados casos, pueden resultar
beneficiosos. El resentimiento y la envidia, en cambio, se auto devoran;
corroen a quienes los padecemos. Una de las cosas más difíciles de lograr en la
actual sociedad de consumo es llegar a cultivar la autoafirmación del yo y al
mismo tiempo no alimentar el resentimiento, el orgullo desmedido, la soberbia, el desinterés por el destino de nuestros semejantes...
Simplificando
brutalmente, podría decirse que el discurso de la derecha tiende a fomentar el
egoísmo, el consumismo idiotizante, la ambición desmedida, la búsqueda del “éxito”, el desprecio por la política en favor de la privatización de la esfera pública; el discurso de la izquierda, por su parte, está
permanentemente al borde de alimentar el resentimiento, además del voluntarismo
nocivo de creer que la participación política resuelve todos los problemas.
Aclaro nuevamente, para que no bufen los eunucos, que la mía es una simplificación
caricaturesca.
FEDOR DOSTOIEVSKI: “MEMORIAS
DEL SUBSUELO”
El
libro fue publicado en 1864, y su personaje principal relata -en primera
persona- las neurosis de alguien que bien pudiera haber sido uno de tantos
parias que tienen la inteligencia sin la potencia, el deseo sin los medios. Es
Bartleby en Wall Street, o Josef K. en su oficina, fantaseando con mundos
supremos y conformándose con arrastrar los pies para llegar a la casa después
de un día de laburo tedioso y rutinario.
El
Hombre del Subsuelo es un ser abyecto, sarcástico, megalómano y jactancioso. Es
el opuesto de Narciso: un individuo indignado por la presencia de seres tan
abyectos como él. Envidia la riqueza y el poder de los ricos y de los nobles.
Hay
un fragmento que prefigura La Metamorfosis -o La Transformación, según el
traductor- de Kafka:
“Quiero
decirles, señores (¿qué importa que tengan o no ganas de oírme?), por qué jamás
he podido convertirme en un insecto. Les declaro solemnemente que a menudo he
deseado convertirme en un insecto, pero jamás he podido realizar mi deseo”.
Como
dice Steiner, “en la mitología antigua, los hombres eran semidioses; en la
mitología posdostoievskiana, las cucarachas son hombres a desarrollar”.
Tolstoi
le dijo una vez a Gorki que
Dostoievsky “habría debido estudiar la enseñanza de Confucio o de los budistas;
eso lo hubiera calmado”.
A
lo largo del relato, el protagonista –que confiesa tener cuarenta años- se
define constantemente a sí mismo:
“No
conseguía ser malo, pero tampoco amigable ni infame ni honesto ni un héroe ni
un insecto. Y ahora vivo mi vida en un rincón, trato de consolarme con la
cretina, inútil excusa de que un hombre inteligente no es capaz de convertirse
en nada, de que sólo un tonto puede hacer de sí mismo lo que quiera”.
El
Hombre del Subsuelo prefiere ser insultado, golpeado y maldecido por otro
hombre “superior” antes que la indiferencia. Luego retomaré este punto, que es
central para retratar el “resentimiento”.
El
Hombre del Subsuelo se siente un ratón al que han humillado constantemente, y
por eso busca vengarse:
“(…)
el pobre ratón consigue encenagarse más profundamente a consecuencia de sus
interrogantes y sus dudas. Y cada interrogante hace nacer tantas otras
preguntas también sin respuestas, que se forma un estanque fatal de fango
pegajoso, surtido de las dudas y tormentos del ratón, así como de los
escupitajos que le dirigen los hombres prácticos, de acción, que lo someten
como jueces y dictadores y que se ríen de él hasta más no poder. Por supuesto,
lo que le queda por hacer al ratón es encoger sus humillados hombros y
fingiendo una sonrisa de repulsa, escurrirse ignominiosamente dentro de su ratonera.
Y allí, en su cueva repugnante y maloliente, el ratón pisoteado y escarnecido
se hunde en un odio frío, ponzoñoso y lo que es más importante, eterno. Durante
cuarenta años recordará la humillación en todos sus abominables detalles y en
cada ocasión agregará otro punto más abyecto todavía, y se atormentará y se
atormentará sin tregua. Aun avergonzado de sus pensamientos, el ratón lo
evocará todo, lo repasará una y otra vez, y luego pensará posibles iniquidades
adicionales. Y hasta es posible que trate de vengarse, pero lo hará de a
rachas, con usura, a escondidas, de manera anónima, en la duda de que su
venganza sea justa, de que pueda llevarla a cabo, y con el sentimiento de que a
consecuencia de ella, se hará a sí mismo cien veces más daño del que consiga
hacer al objeto de su venganza, a quien seguramente no le producirá siquiera un
escozor lo bastante intenso como para obligarlo a rascarse. Más tarde, en su
lecho de muerte, el ratón volverá a recordarlo todo con los intereses
acumulados, y…”
Uno
de los pasajes más interesantes del libro es aquel en donde el protagonista
recuerda su paso junto a una taberna, cuando era más joven, donde observó una
pelea que se desarrollaba adentro. En medio del quilombo, uno de los
participantes es arrojado por la ventana. El Hombre del Subsuelo siente deseos
de participar, aún a costa de ser insultado, arrojado y lastimado. Entra a la
sala de billar, busca al agresor –es un oficial, alto y corpulento- y se acerca
a él con la esperanza de provocarlo. Pero el oficial reacciona hacia él de una
manera mucho más demoledora que el ataque físico:
“Me
tomó de los hombros; sin pronunciar una palabra me levantó, y depositándome
fuera de su camino, pasó como si yo no existiera. Yo habría podido perdonar
cualquier cosa, aun una paliza, pero eso era demasiado: ¡que me apartase sin
darse cuenta de mi existencia!”
El
protagonista no se siente digno ni siquiera para ser arrojado por la ventana, y
aquella fue su primera lección política: es imposible que un hombre de la clase
de los empleados moleste a una persona de la clase de los oficiales, que forma
parte de la nobleza y la clase alta que todavía gobernaba Rusia en aquel
entonces. Para alguien de clase alta, la multitud de proletarios cultos y
autodidactas de San Petersburgo son inexistentes.
En
fin, para no extenderme más, termino el posteo con un diálogo contemporáneo entre
dos pensadores que, no por ser mediáticos, dejan de tener intuiciones e ideas
interesantes, más allá de que uno acuerde o no con sus argumentos:
FRAGMENTO
DE UNA ENTREVISTA A SLAVOJ ZIZEK Y PETER SLOTERDIJK:
El
momento histórico que atravesamos parece estar signado por la ira. Una
indignación que culmina en la consigna “¡Fuera!” de las revoluciones árabes o
las protestas democráticas españolas. Ahora bien, según Zizek, usted Sloterdijk
es demasiado severo con los movimientos sociales que a su criterio provienen
del resentimiento.
P.
Sloterdijk: Hay que distinguir la ira del resentimiento. Hay toda una gama de
emociones que pertenecen al régimen del thymos , o sea, al régimen del orgullo.
Existe una suerte de orgullo primordial, irreductible, que está en lo más
profundo de nuestro ser. En esa gama del thymos se expresa la jovialidad,
contemplación benévola de todo lo que existe. Aquí, el campo psíquico no conoce
trastorno. Si bajamos en la escala de los valores, es el orgullo de sí mismo.
Bajamos
un poco más y es la vejación de ese orgullo lo que provoca la ira. Si la ira no
puede expresarse, está condenada a esperar para expresarse más tarde y en otra
parte, eso lleva al resentimiento, y así hasta el odio destructivo que quiere
aniquilar el objeto del cual salió la humillación. No olvidemos que la buena
ira, según Aristóteles, es el sentimiento que acompaña al deseo de justicia.
Una justicia que no conoce la ira es una veleidad impotente. Las corrientes
socialistas del siglo XIX y XX crearon puntos de recolección de la ira
colectiva, algo justo e importante. Pero demasiados individuos y demasiadas
organizaciones de la izquierda tradicional se deslizaron hacia el
resentimiento. De ahí la urgencia de pensar e imaginar una nueva izquierda más
allá del resentimiento.
S.
Zizek: Lo que satisface a la conciencia en el resentimiento es más perjudicar
al otro y destruir el obstáculo que beneficiarme yo mismo. Nosotros los
eslovenos somos así por naturaleza. Conocerán la leyenda en la que a un
campesino se le aparece un ángel y le pregunta: “¿Quieres que te dé una vaca?
¡Pero cuidado, también le daré dos vacas a tu vecino!” Y el campesino esloveno
dice: “¡Por supuesto que no!” Pero para mí, el resentimiento, no es nunca la
actitud de los pobres. Más bien la actitud del pobre amo, como Nietzsche lo
analizó tan bien. Es la moral de los “esclavos”.
Sólo
que se equivocó un poco desde el punto de vista social: no es el verdadero
esclavo, es el esclavo que, como el Fígaro de Beaumarchais, quiere reemplazar
al amo. En el capitalismo, creo que hay una combinación muy específica entre el
aspecto timótico y el aspecto erótico. Es decir, que el erotismo capitalista es
mediatizado en relación a un mal timotismo, que engendra el resentimiento.
Estoy de acuerdo con Sloterdijk: en el fondo, lo más complicado es cómo pensar
el acto de dar, más allá del intercambio, más allá del resentimiento. No creo
realmente en la eficacia de esos ejercicios espirituales que propone
Sloterdijk. Soy demasiado pesimista para eso. A esas prácticas auto-disciplinarias,
como en los deportistas, yo quiero agregar la heterotopía social. Por eso
escribí el capítulo final de Vivre la fin des temps , donde vislumbro un
espacio utópico comunista, refiriéndome a las obras que dan a ver y oír lo que
podríamos llamar una intimidad colectiva. Me inspiro también en esas películas
de ciencia ficción utópicas, donde hay héroes errantes y tipos neuróticos
rechazados que forman verdaderas colectividades. Los recorridos individuales
también pueden guiarnos. Suele olvidarse que Victor Kravtchenko (1905-1966), el
dignatario soviético que denunció muy temprano los horrores del estalinismo en
J’ai choisi la liberté y que fue ignominiosamente atacado por los intelectuales
pro-soviéticos, escribió una continuación, J’ai choisi la justice , mientras
luchaba en Bolivia y organizaba un sistema de producción agraria más
equitativo. Hay que alentar a los Kravtchenko que emergen en todas partes,
desde América del Sur hasta las orillas del Mediterráneo.
P.
Sloterdijk: Considero que usted es víctima de la evolución psico-política de
los países del Este. En Rusia, por ejemplo, cada uno carga sobre sus hombros
con un siglo entero de catástrofe política y personal. Los pueblos del Este
expresan esa tragedia del comunismo y no salen de ella. Todo eso forma una
especie de vínculo de desesperación autógena. Yo soy pesimista por naturaleza,
pero la vida refutó mi pesimismo original. Soy, por así decirlo, un aprendiz de
optimista. Y en eso pienso que estamos bastante cerca uno del otro porque en
cierto sentido recorrimos biografías paralelas desde puntos de partida
radicalmente diferentes, leyendo los mismos libros.
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