Toda
vez que discutimos apasionadamente, y en particular de temas vinculados a la política, tenemos tendencia a acomodar los
argumentos de manera que encajen con lo que ya pensábamos antes de empezar la
discusión. No nos enriquecemos con los argumentos ajenos, sino que nuestro interés está volcado a tratar de triunfar en la disputa verbal a cualquier precio. Como diría William James, nos inclinamos por confundir pensar con
re-ordenar nuestros propios prejuicios.
El
filósofo austríaco Ludwig Wittgenstein decía que, aunque resulte curioso
afirmar que uno puede “ver” interpretaciones, es algo que hacemos todo el
tiempo. Pongamos un ejemplo un poco burdo: en un desocupado, un neoliberal “ve” alguien
con pocas ganas de trabajar, mientras que un socialista percibe que se trata de
una persona que necesita ayuda.
Cuando
se trata de entender la política, de profundizar en el esclarecimiento de
cuestiones complejas, el lenguaje corriente se vuelve endeble.
CUANDO
DISCUTIR NO SIRVE PARA NADA
Dice Sartori:
“Los
interlocutores discuten, se acaloran, llegan con frecuencia a litigar entre sí,
pero cada uno se queda con su parecer (y el parecer que lo contradice es una
estupidez). De aquí proviene el notorio y prestigioso dicho de que “discutir no
sirve para nada”, salvo para hacerse mala sangre, lo que es una gran verdad;
pero lo es porque se discute sin saber discutir. Discutir es inútil cuando los
interlocutores no se entienden porque no tienen cuidado de definir las palabras
que utilizan; cuando no poseen un vocabulario suficiente para examinar los
problemas en detalle, con adecuada precisión; y en fin, cuando cada uno
argumenta las propias tesis sin unidad de método lógico y cambiando varias
veces el criterio demostrativo”.
Para
Sartori, el lenguaje corriente nos permite emitir mensajes autiobiográficos,
pero se nos vuelve muy problemático para RESOLVER PROBLEMAS. Es muy común que
al discutir de política, el interlocutor se sirva de argumentos irrefutables,
del tipo: “mi hermano conoce a un amigo que trabaja para el diputado tal, quien le dijo que se trata de un corrupto”.
En
la discusión política, que muchas veces se vuelve un diálogo acalorado y
delirante; una suerte de polémica entre dos calvos peleando por un peine, se
presentan las siguientes particularidades: a) el vocabulario al que se recurre
es extremadamente reducido e insuficiente; b) las palabras quedan indefinidas,
o su definición es borrosa y confusa; c) las uniones entre las frases se
establecen, por lo común, de manera arbitraria y desordenada, al tiempo que las
conclusiones de argumentaciones se instauran con anterioridad al iter demostrativo que debería
sustentarlas.
En
el lenguaje corriente, es inevitable que cada uno de los contendientes cambie continuamente
su método de argumentación, usando uno hasta que le es útil, y recurriendo a
otro toda vez que advierte que su interlocutor se siente incómodo con el nuevo
enfoque.
Entiendo que en cualquier democracia, la discusión no sólo es necesaria sino inevitable. Si tuviésemos que esperar a ser expertos en cada cuestión compleja para tener derecho a opinar, estaríamos condenados a un mutismo casi perpetuo. Mi intención no es confundir "tecnocracia" con democracia. Sin embargo, a los argentinos no nos vendría mal reflexionar un poco sobre lo que sugiere Sartori, para no caer tanto en el “cualunquismo”: esa especie de neblina nocturna donde todas las vacas son
pardas.
En el pensamiento crítico, la precisión del lenguaje es esencial. Un médico que erra en un nombre, erra en la enfermedad; y si erra en la enfermedad, no cura o cura mal o incluso empeora al enfermo. Mejorar la precisión y el uso del vocabulario es una forma de adiestrarnos en el pensar.
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